altSe acerca la festividad de Santiago, mencionado en los evangelios canónicos como uno de los doce discípulos que acompañaron a Jesús en su predicación por tierras de Palestina. Las mismas fuentes lo identifican como hijo de Zebedeo, y tanto él como su hermano menor, Juan (también apóstol, así como autor del cuarto Evangelio y del célebre Apocalipsis),

 

 

 

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Se acerca la festividad de Santiago, mencionado en los evangelios canónicos como uno de los doce discípulos que acompañaron a Jesús en su predicación por tierras de Palestina. Las mismas fuentes lo identifican como hijo de Zebedeo, y tanto él como su hermano menor, Juan (también apóstol, así como autor del cuarto Evangelio y del célebre Apocalipsis), eran humildes pescadores de la localidad galilea de Betsaida. Junto con Pedro, ambos fueron testigos de la Transfiguración y otros prodigios, como la resurrección de la hija de Jairo y la agonía en el huerto de Getsemaní

 

Vida y muerte del Hijo del Trueno

 

A Santiago, hijo de Zebedeo, los evangelios lo llaman Santiago el Mayor, para distinguirlo del homónimo hijo de Alfeo, denominado el Menor, quien andando el tiempo fuera primer obispo de Jerusalén.

 

Por su parte, Jesús puso a los hermanos Juan y Santiago un curioso apodo, Boanerges, término arameo que significa Hijo del Trueno, al parecer por el carácter impetuoso que compartían. Según el Evangelio de Lucas (9:51-56), los hijos de Zebedeo se enfadaron tanto cuando Jesús y su paupérrimo séquito no fueron recibidos en una aldea samaritana, que pidieron la caída de fuego celestial sobre quienes habían rechazado al Mesías. Un estallido de ira que les deparó la regañina el nazareno

 

Poco se sabe acerca de la vida del Patrono de España. Para empezar, su nombre original era más breve, el hebreo Jacob, como el legendario hijo de Isaac. Más tarde, el patronímico original fue castellanizado como Iago, y ampliado con la adición del apócope de santo (el “San” que lo precede).  

 

El franciscano italiano Jacobo da Voragine (1230-1293) relata la vida de Santiago en su Leyenda áurea, la más extensa colección de vidas de santos que jamás se haya escrito. Según esta fuente, tras la muerte de Jesús, el Hijo del Trueno predicó en España, donde chocaría contra el cerril paganismo de sus habitantes. Después, el hijo de Zebedeo regresó a su Judea natal, y allí convirtió a los magos Hermógenes y Fileto. De nuevo en Palestina, usó los poderes con que Cristo le había investido para curar a un paralítico, portento que supuso la conversión de Josías. Este portento despertó las suspicacias del sanedrín, de modo que el sumo sacerdote Abiathan lo denunció ante Herodes Agripa, rey de Judea, quien ordenó la ejecución del apóstol. Fue el primer discípulo de Cristo martirizado: su muerte acaeció en Jerusalén, hacia el año 42. Una vez degollado, su cadáver fue abandonado fuera de la ciudad y recogido por los simpatizantes de la doctrina cristiana

 

¿Santiago en España?

 

La noticia más antigua conservada sobre la predicación de Santiago en España –un hecho que a efectos históricos resulta más que improbable– proviene de la obra agiográfica De vita et obitu sactorum utriusque Testamenti, atribuida a san Isidoro de Sevilla (c. 560-636), el patriarca de las letras hispanas en el período visigótico. Sin embargo, la leyenda fue difundida más tarde por el monje Beato de Liébana, en su himno O Dei Verbum (788). En 810 fue milagrosamente descubierto el sepulcro del apóstol en tierras gallegas, pocos años después del óbito del religioso lebaniego (fallecido en 798).

 

De origen más impreciso es la tradición, nacida a finales del siglo XIII, que relata el episodio de la aparición de la Virgen María al apóstol, sobre un mojón miliario romano –el pilar que se venera en la basílica zaragozana del mismo nombre– y junto al río Ebro. 

 

Durante la Edad Media se extendió la creencia de que Santiago el Mayor fue el evangelizador de la antigua Hispania; de igual modo se pensó que san Pablo había participado en la misma tarea, si bien con posterioridad al hijo de Zebedeo (el seminario de la ciudad de Tarragona conserva en su recinto una capilla románica, construida sobre la roca donde cuentan que el apóstol se aupó para predicar a los tarraconenses). Sin embargo, no hay evidencia de que tuviera lugar el viaje a España de san Pablo, anunciado en la Epístola a los romanos y cuya consumación sugiere la Epístola a los corintios. En nuestros días, algunos historiadores sostienen como hipótesis más plausible la que señala a emisarios de san Pablo como los verdaderos introductores del cristianismo en la península Ibérica (segunda mitad del siglo I), descartando la presencia de Santiago en Hispania.

 

El fabuloso viaje de regreso del difunto Santiago

 

Si la tradición no miente, Santiago se convirtió en el primer turista incondicional de nuestro país, puesto que a su suelo regresó una vez muerto, haciendo gala de los medios taumatúrgicos que solo están al alcance de los santos (o de las mentes más soñadoras).

 

Una vez decapitado el apóstol por orden de Herodes Agripa y con la aquiescencia del sanedrín, rescataron el cuerpo dos discípulos del finado, Atanasio y Celedón, que se hicieron a la mar junto con los despojos, en una frágil barca que la Divina Providencia guió hasta las costas de Galicia (obsérvese la coincidencia argumental con el mito del Santo Grial: un objeto sacro es recuperado por seguidores de Cristo, que arrostran los peligros del mar confiados en la voluntad suprema de Dios y gracias a esta arriban a buen puerto, en el lejano Oeste, siguiendo el curso del Sol). No bien tocaron tierra (la leyenda quiere que a la altura de Iria Flavia, actual Padrón), Atanasio y Celedón buscaron un lugar adecuado para inhumar el cuerpo, sin ceremonias públicas ni alharacas de ningún tipo; lo hicieron en el lugar de Libredón, y sobre el túmulo erigieron una modesta capilla. Años después, los santos sepultureros serían enterrados a ambos lados del maestro.

 

El descubrimiento de la tumba del apóstol

 

El transcurrir de los siglos –con las invasiones bárbaras e islámica de por medio– cernió sobre la tumba del apóstol un velo de anonimato. Pero Santiago iba a manifestarse cuando la cristiandad hispana más precisaba del favor divino, amenazada como estaba por la pujanza militar de los sarracenos.

 

Ocurrió a principios del siglo IX. El monje Poio –o Pelayo– observó una luz, al parecer sobrenatural, que surgía de la tierra en un paraje próximo a Padrón: su resplandor formaba una suerte de campus stellae (en latín, campo de estrellas, origen del topónimo Compostela). Puesto al corriente del suceso Teodomiro, obispo de Iria Flavia, quiso verificarlo con sus propios ojos y quedó maravillado ante el prodigio, por lo cual ordenó la inspección detenida del terreno. Puestos en faena, los braceros hallaron una pequeña gruta, donde reposaba el arca de mármol que contenía –según su inscripción epigráfica– los despojos del apóstol.

 

Era el día 25 de julio del año 813.

 

El furor de los crédulos

 

La noticia de la aparición de los restos del apóstol se propagó por toda la Cristiandad con velocidad semejante a la de una epidemia (que en esa época, por desgracia, no era suceso extraordinario ni baladí). León III, papa de Roma entre los años 795-816, certificó en su epístola Noscat Vespra Fraternitas la veracidad del hallazgo del cuerpo de Santiago. También se hicieron eco del evento los martirologios de Floro de Lyon y de Adon, obras fechadas en el ecuador del siglo IX. Europa entera –y también el Próximo Oriente, aún poblado entonces por numerosos cristianos– quedó conmocionada ante la magnitud de la noticia.

 

Para las mentes crédulas de la época se trataba de un suceso formidable: los Santos Lugares de Palestina, donde se había desarrollado la vida de Jesús, estaban en poder de los infieles desde 638, pero Dios compensaba la pérdida regalando a sus devotos el cuerpo de uno de los apóstoles del Nazareno (y a la sazón, uno de los principales). Después de épocas oscuras, la Cristiandad volvía a esperanzarse: mientras Carlomagno, coronado emperador por el papa en el año 800, contenía el empuje de los pueblos bárbaros del oriente y se perfilaba como baluarte inexpugnable frente a los musulmanes, el sepulcro de Santiago adquiría la función de concitar las voluntades de todos los fieles del orbe en la lucha por el triunfo final del Evangelio. En este sentido, la tumba del apóstol supuso para los cristianos el mismo fetiche aglutinador que la piedra negra de La Meca para los musulmanes.

 

Tampoco debe despreciarse la importancia del culto a las reliquias en el milagroso descubrimiento –u oportuna invención– del cuerpo de Santiago, ni para su conversión en centro de peregrinaje. Según creencia muy extendida hasta el siglo XVIII, y de hecho nunca negada oficialmente por la Iglesia católica, que sigue tolerando este tipo de culto, los vestigios del cuerpo, la ropa u otros aditamentos íntimamente relacionados con Jesús o los santos tenían poderes milagrosos, que los fieles podían atraer en su beneficio mediante la oración y la penitencia.

 

Las primeras peregrinaciones

 

La supuesta peregrinación de Carlomagno a Compostela, recogida por textos franceses de la Alta Edad Media, no pudo realizarse jamás, sencillamente porque su célebre incursión en España, la que concluyó con la batalla de Roncesvalles, ocurrió 25 años antes del descubrimiento del sepulcro del apóstol. 

 

Distintas versiones coinciden en que el inmenso listado de los peregrinos jacobeos fue abierto por Alfonso II el Casto, rey de Asturias y de Galicia entre los años 791-842, quien dispuso la construcción de una pequeña capilla que sirviera como cobijo y lugar de culto a tan ilustres despojos. Junto al santuario, el propio monarca fundó un monasterio que sería confiado a los monjes benedictinos. Con el tiempo, en torno al cenobio creció un burgo de mercaderes y menestrales, embrión de la ciudad de nuestros días. 

 

Tras los pasos del Casto acudieron a la primitiva capilla muchas gentes de Asturias y Galicia, las regiones geográficamente más cercanas. Es de suponer que no tardaron en sumárseles leoneses, portugueses y castellanos, y que poco tardó en aparecer la masiva afluencia los jacquets (literalmente, jaimitos, peregrinos franceses), que desde el siglo X abundaron en los senderos y trochas jacobeas. De ahí que la ruta principal a Compostela lleve el nombre de Camino Francés. En la segunda mitad de la décima centuria hubo dos grandes concentraciones de jacquets, encabezadas la una por el Gotesalco, obispo de Puy (951), y la otra por Hugo de Vermandois, obispo de Reims (959). En el mismo año que Vermadois, también peregrinó a Compostela el abad de Montserrat, Cesáreo.

 

Eran los precursores del gran tropel de peregrinos posterior, que en el siglo XI destacaba ya por la heterogeneidad de sus orígenes geográficos. Para recibirlos, Alfonso III el Magno –reinó en Asturias entre los años 866-910– mandó erigir una iglesia de mayor prestancia, cuyas obras de edificación se prolongaron por espacio de 15 años; el nuevo templo fue consagrado el día 6 de mayo de 899. 

 

Pronto se relacionó a los peregrinos con la concha de vieira que muchos de ellos portaban para beber el agua de los arroyos y fuentes. Esa valva se ha convertido en el símbolo universal del Camino de Santiago: dio nombre a los penitentes, denominados concheros, y el propio apóstol fue representado con ella en numerosas tallas y pinturas. 

 

Santiago Matamoros

 

La entonces menguada España cristiana, más apreció al apóstol por sus prodigiosos hechos de armas tras el legendario combate de Clavijo (844), librado en las cercanías de Logroño. Cuentan que el Hijo del Trueno se personó en el campo de batalla haciendo honor a su venal carácter, espada en mano y montado sobre un caballo blanco, para encabezar la vanguardia del ejército de Ramiro I, rey de Asturias, que en aquella jornada derrotó al emir de Córdoba, Abd al-Rahman II. Fue tanta la mortandad causada por el acero de Santiago entre los enemigos de su fe, que desde esa sangrienta jornada se le conoció como Matamoros.

 

Menos de un siglo después (939), durante la batalla que enfrentó en Simancas a los soldados y mesnaderos de Ramiro II de León contra el poderoso ejército de Abd al-Rahmán III, califa cordobés, Santiago volvió a aparecerse a sus fieles, que con su concurso obtuvieron otra gran victoria. 

 

Así pues, Santiago Matamoros se convirtió en blasón y orgullo patrio de los cristianos hispanos en la Edad Media. Bien lo refleja el grito de guerra de “Santiago y cierra España” (en la antigua jerga militar, cerrar significaba juntar las filas para arremeter contra el enemigo). O las alabanzas del anónimo autor del Poema de Fernán González (siglo XIII), quizás un clérigo del monasterio de San Pedro de Arlanza, quien se sirvió en su copla 57 de argumentos irrebatibles para su época:

 

«Fuertemient quiso Dios a España honrar,

quand’ al santo apóstol quiso y enbïar;

d’Inglatierra e Françia quísola mejorar,

que non yaze Apóstol en tod’aquel logar.”

 

Ya se sabe que no hay causa sin propaganda, y en estas lides la Iglesia católica siempre ha obtenido matrícula de honor. Distintos agiógrafos se afanaron en confeccionarle al Hijo del Trueno una leyenda trufada de espectaculares méritos y prodigios, tanto espirituales como guerreros. Cabe destacar el trabajo literario de Nuño Alfonso y Pedro Gundesíndez, quienes, con la ayuda de los monjes franceses Hugo y Girard, novelaron –porque de una fábula piadosa se trata– la Historia Compostelana, escrita en los albores del siglo XII. 

 

Un interludio de sangre: Almanzor

 

Tras las victorias de Clavijo y Simancas, Sancho III el Mayor de Navarra (992-1035) dispuso el trazado del tramo viario de la ruta jacobea que recorría el noroeste riojano. Sin embargo, este monarca, el más poderoso de la España cristiana de su tiempo, no pudo impedir que el último tercio del siglo X fuera militarmente propicio a las armas sarracenas, lideradas por Abu Amir Muhammad ben Abi Amir al-Ma’afirí, quien se hizo llamar al-Mansur bi-llah (el Victorioso por Dios), hombre fuerte del califa cordobés Hixem II. Almanzor –así se castellanizó su nombre– recibió el poco afectuoso apodo de «hijo del demonio» en los códices cristianos de su tiempo. 

 

Llegado el verano, Almanzor lanzaba sus temibles aceifas (expediciones de castigo) contra los reinos y condados del norte de la Península; así hizo entre 977 y 1002, año de su muerte. En 997, el ejército cordobés penetró en tierras gallegas y ocupó Compostela. La ciudad fue saqueada, al igual que la iglesia donde se guardaba el sepulcro jacobeo. Pese a tanta destrucción, Almanzor respetó la tumba del apóstol por su condición de hombre santo y discípulo de Jesús (segundo profeta en el escalafón del Islam), así como la vida de un anciano monje que halló rezando sobre el sepulcro, a la espera de un martirio que no recibió. 

 

Como prenda de aquella victoria, el caudillo sarraceno hizo desmontar las campanas de la iglesia jacobea y las llevó consigo a Córdoba, a hombros de prisioneros cristianos.

 

Los benefactores del Camino

 

El fallecimiento de Almanzor (1002) y la descomposición en pequeñas taifas del califato de Córdoba (1031) permitieron a los reinos cristianos la consolidación de su dominio sobre las tierras que median entre los ríos Duero y Tajo. Las rutas seguidas por los peregrinos para acceder a la tumba del apóstol quedaron libres del acecho de los sarracenos, y los soberanos de Navarra, Castilla y León pudieron dedicar parte de los recursos de sus reinos al trazado, la habilitación y el cuidado de lo que hoy conocemos como Camino de Santiago; una medida beneficiosa, puesto que la consolidación física y humana de la ruta jacobea aseguraba la repoblación de vastas comarcas deshabitadas, la dotación de infraestructuras –puentes, caminos, hospitales…– para las mismas, y la promoción de las actividades agrícolas, mercantiles y artesanales en los núcleos donde recalasen los peregrinos. 

 

Tras el asalto de Almanzor, el obispo de Iria Flavia, Pedro de Mezonzo, dirigió las obras de reconstrucción de la iglesia jacobea. Su sucesor, Diego Gelmírez, obtuvo del papa Urbano II el traslado de la mitra episcopal a Compostela, así como el título de sede apostólica para su –desde entonces– catedral (1095); esta categoría igualaba en dignidad a Santiago con Roma, pues ambas eran diócesis sin metrópoli. Tal fue el espaldarazo definitivo a las peregrinaciones.

 

Al arzobispo Gelmírez debe Compostela la construcción de su catedral románica, mucho más modesta en sus orígenes de cuanto hoy puede contemplarse, que fue iniciada en el año 1075, así como del adjunto palacio Episcopal. 

 

El Camino también está en deuda con la orden de Santiago, fundada en Cáceres en el año 1170. Objetivo de los caballeros santiaguistas era combatir al infiel en España, África y los Santos Lugares (en este orden temporal), pero desde un primer momento dedicaron buena parte de sus esfuerzos a la tutela de los peregrinos. Esta protección se realizaba ora batiendo a los bandidos que infestaban la ruta jacobea ora regentando hospitales y alberguerías (entre ellos, el hospital de San Marcos de León).

 

Entre los benefactores del Camino también debe citarse a los reyes de Castilla y León Alfonso VI (1042-1109), Alfonso VII (1105-1157) y Alfonso X el Sabio (1221-1284), autor del Código de las Siete Partidas, que dispuso medidas legales contra las autoridades y particulares que abusasen económicamente de los peregrinos.

 

La Edad de Oro de las peregrinaciones

 

Entre los siglos XI y XVI, el Camino de Santiago conoció una verdadera Edad de Oro que supuso el trasiego por sus aldeas, villas, ciudades, refugios y hospitales de cientos de miles de personas de la más diversa procedencia geográfica.

 

El monje Roberto de Lieja guió la gran peregrinación de flamencos del año 1056. En los siguientes años se postraron ante la tumba del apóstol personalidades políticas y religiosas, así como de la milicia de la época: el rey de Noruega Sigurd I (redomado pirata que asoló las costas mediterráneas de Baleares y Sicilia); el duque de Aquitania, Guillermo VII; el obispo de Winchester, Enrique; el monje armenio Simeón; Enrique el León, duque de Sajonia; el conde Raimundo de Borgoña; san Teobaldo de Mondoví y santa Paulina; Rodrigo Díaz de Vivar (el Cid Campeador)…

 

Calixto II, papa de Roma, instituyó en 1122 el Año Santo Compostelano, que desde entonces se celebra cuando la festividad del apóstol, 25 de julio, coincide con un domingo. 

 

La condesa Matilde, viuda del emperador de Alemania Enrique II (1125); el duque de Aquitania Guillermo X, que murió ante el sepulcro de Santiago el Viernes Santo de 1137; el clérigo Aymeric de Picaud, autor del Liber peregrinationis, obra precursora de las modernas guías de viaje (1139); Luis VII el Joven, rey de Francia (1154); y en fecha desconocida, santo Domingo de Guzmán, figuraron también entre la gran marea de peregrinos que vinieron a honrar al apóstol en el siglo XII.

 

En el año 1211, el rey de León Alfonso VII asistía a la consagración de la nueva seo compostelana, que en la misma centuria recibió a gentes tan destacadas como el beato Ramon Llull (Raimundo Lulio), el arzobispo de Burdeos Guillermo II, san Francisco de Asís, la princesa Ingrid de Suecia, el rey de Aragón Jaime I el Conquistador (peregrinó para agradecer su victoria sobre los sarracenos de las islas Baleares), el arzobispo de Nínive (que por séquito traía a todos los obispos de Armenia), el rey Eduardo I de Inglaterra, el duque de borgoña Hugo IV y el monarca del reino cristiano de Jerusalén Juan de Brienne.

 

Durante los tres siglos posteriores, la anterior lista se enriqueció con nombres no menos ilustres: santa Isabel de Portugal (1326), Alfonso XI de Castilla (peregrinó dos veces, en 1332 y 1345, a caballo hasta el Monte do Gozo y después a pie hasta la catedral compostelana), santa Brígida de Suecia (1340), el pintor flamenco Jan Van Eyck (1430), los Reyes Católicos (1488), Felipe II (1554) y don Juan de Austria (en 1572, cuando ofrendó al apóstol el gallardete que su nave capitana había lucido en la batalla de Lepanto).

 

En 1643, el rey de España Felipe IV instituyó la Ofrenda Nacional a Santiago, que desde entonces se viene celebrando ininterrumpidamente.

 

Canciones de peregrino

 

La coincidencia en el Camino de tradiciones culturales muy dispares tuvo reflejo musical en una serie de cánticos e himnos religiosos que circularon de boca en boca de los peregrinos de todas las naciones. Se los conoce como discantos y estaban compuestos en una suerte de latín vulgar, plagado de barbarismos germánicos y términos romances. El más popular de todos ellos fue el Ultreya, cuya letra ha sido recuperada del olvido. Decía así, según la versión aportada por Cayetano Enríquez de Salamanca:

 

«Dum Paterfamilias

Rex Universorum

Donaret provincias

Jus apostolorum

Jacobus Hispanias

Lux Illustrat morum.

 

Primus ex Apostolis

Martyr Jerosolimis

Jacobus egregio

Sacer est martyrio.

 

¡Herru Sanctiagu!

¡Got Sanctiagu!

¡E ultreja e sus-eia!

¡Deus adiuvanos!»

 

Lo cual quiere decir, traducido al román paladino:

 

«Cuando el Padre de familia/Rey del Universo/repartió las naciones entre los apóstoles/dio las Españas a Santiago/luz que ilumina el mundo./Primero entre los apóstoles/martirizado en Jerusalén/el egregio Santiago/se consagró por el martirio./¡Señor Santiago!/¡Dios Santiago!/¡Y más allá, ea!/¡Y más arriba, ea!»

 

La canción –que incurre en herejía al llamar «Dios» al apóstol– debía servir para darse ánimos en las situaciones más penosas, cuando el conchero presumía el irremediable divorcio entre la voluntad del espíritu y las fuerzas del cuerpo.

 

Santiago, perdido y retrobado

 

La prédica de la reforma luterana –que confiaba la salvación a la fe, en detrimento de los méritos contraídos por las obras piadosas– y las guerras de religión que ensangrentaron Europa durante el siglo XVII contribuyeron al declive de las procesiones jacobeas. Digamos que, con el triunfo de la doctrina protestante en vastas regiones del centro y norte del Viejo Continente, el apóstol perdió clientela. 

 

A uno de esos reformados se debió el extravío del cuerpo del apóstol: el corsario Francis Drake, quien cercó A Coruña en 1589. Ante el inminente asalto de los guerreros de Su Graciosa Majestad la reina Isabel I, el obispo de Compostela, don Juan Sanclemente, y el Cabildo de la catedral acordaron ocultar los restos del apóstol, cuyos despojos fueron desenterrados y vueltos a inhumar algo así como tres metros más atrás de su túmulo, en el subsuelo del ábside. Pasado el peligro –los ingleses no lograron vencer la resistencia de la guarnición y el pueblo coruñeses–, un velo de olvido se cernió sobre las reliquias del apóstol…

 

Llegado el Siglo de las Luces, menor debió ser la influencia negativa de la Ilustración, que al fin y al cabo quedó limitada –en cuanto a su predicamento ideológico– a reducidas capas de la población europea. De cualquier modo, en el siglo XVIII las peregrinaciones habían desaparecido como fenómeno sociológico, y se limitaban a acciones individuales de unos cuantos devotos; idéntica tónica se registró hasta bien mediada la centuria posterior (en el Año Santo de 1867, peregrinaron a Compostela no más de medio centenar de fieles). 

 

El cuerpo del Hijo del Trueno permaneció en paradero desconocido hasta el año 1879, cuando los trabajos de búsqueda ordenados por el arzobispo monseñor Payá hallaron un pequeño osario, que fue confiado al criterio científico de un equipo médico de la Universidad de Santiago. Los forenses distinguieron tres esqueletos completos y diferentes en aquella mezcolanza de huesos –la leyenda se cumplía: el apóstol más sus dos discípulos– y uno de ellos coincidía con la osamenta del Santo Patrono, por carecer del hueso de la mejilla, que el arzobispo Gelmírez había regalado a la catedral de Pistoia (en la Toscana, Italia) en el siglo XI.

 

El redescubrimiento del cuerpo del Hijo del Trueno recibió la pertinente sanción papal –como la había recibido el hallazgo original, en el lejano siglo IX– mediante la bula Deus Omnipotens del papa León XIII, que tuvo la virtud de promover un nuevo movimiento masivo de peregrinos. Uno de sus sucesores en el solio de Pedro, Juan Pablo II, fue el primer obispo de Roma que vino a postrarse ante la tumba de Santiago (1989).

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