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Cuanto más lo pienso, más me compadezco de la gente humilde, sin apellidos de enjundia. El origen de Laura también correspondía a ese estamento social: compartía la modesta cuna de las secretarias y el boato de titulaciones de los ejecutivos, resultado de lo cual no era ni como muchas de aquellas ni como todos estos.

No he conocido persona tan aplicada y lúcida en el trabajo, ni con una desenvoltura para argumentar tan abrumadora; yo le preguntaba en guasa si era pariente de Fidel Castro, dada su capacidad para discursear sin tregua durante horas enteras. Y cuando se enfrascaba en el combate dialéctico, tampoco le faltaba pegada: de considerarlo necesario, llegaba hasta la humillación de quien la rebatía sin un arsenal suficiente de buenas razones. Ante mis ojos cayó del pedestal mucho chulito apabullado por la elocuencia de Laura; a continuación fueron rematados, ya en el suelo, por esa arrogancia de la mirada y los gestos que sólo pueden permitirse las mujeres inteligentes. Nunca me pareció tan bella como en tales ocasiones.

Aun siendo excepcional, la inteligencia de Laura naufragó en ciertos momentos decisivos de su vida privada, debido a una fragilidad íntima cuyo origen se me hizo siempre indescifrable. Tal vez se tratara de alguna tara emocional, fruto de una vivencia traumática, que debilitara su capacidad de juicio como una herida que no se restaña y sangra de continuo. O quizá brotara de prejuicios fuertemente arraigados, o de su pésima experiencia con los hombres. Esa falla mental apenas era detectable en el trato diario, de profundamente incrustada que estaba en su conciencia, y solo respondía a una lógica oculta, la misma que ofrendó sus sentimientos a Jara. De otro modo, ¿cómo entender que pudiera enamorarse de semejante espantapájaros? Pequeño y rechoncho, con el rostro devorado por las pupas pero sobre todo profundamente malintencionado… ¡Vaya prenda! Así son las veleidades de la Fortuna, amante de los hombres osados, porque atrevido sí que fue siempre el cabrón de Jara, qué duda cabe, hasta el punto de que la compañía se ha tambaleado más de una vez por sus demostraciones de premura innecesaria o altiva superficialidad en la planificación de la estrategia empresarial, conatos de jugada maestra que se quedaron en pifia suprema (nuestro director siempre ha sabido sobrevivir a los propios fracasos, achacándolos a la impericia de sus colaboradores o a eventualidades derivadas de no sé cuántas esotéricas coyunturas.)

Laura se había casado muy joven con uno de esos clones de ejecutivo agresivo que apuntaba para muy alto. Fue un flechazo, un amor de juventud que nunca debió ir más allá de la anécdota (así me lo confesó ella misma, cuando estaba en trámites de divorcio). La disolución del vínculo matrimonial se produjo por iniciativa de la propia Laura, porque al cantamañanas de su marido no le hacía gracia la perspectiva de vivir de su sueldo en una compañía de seguros, una vez perdido el suculento estipendio mensual que la esposa aportaba al hogar.

Poco después de concluir su idilio –me repugna llamarlo así, pero supongo que fue tal– con el cerdo de Jara, Laura se divorció de su marido. Cierta noche, entre copa y copa me dijo, recuerdo sus palabras textuales: «Luis, estoy harta de inútiles. Pero no creas que soy engreída o cruel. ¿Sabes por qué? Porque en este mundo no hay nada más egoísta que un inútil.»

Curiosa concatenación de sucesos: un casorio decepcionante la impele –quizá– a convertirse en amante de un hombre que le produce aun mayor decepción, como resultado de la cual se destruye el previo matrimonio. Benito, el marido de Laura, se desentendía de las tribulaciones amorosas de su mujer con una indolencia casi mayestática, porque solo le importaba mantenerse como gran marajá del peculio familiar, derrochado en vacilar por las coctelerías de moda, dry martini por aquí, dry martini por allá, a la caza de la primera falda que se dejase seducir por la ostentación de los dineros que mientras tanto iba ganando su esposa. Harto de él, Laura cayó en brazos de Jara sin las debidas referencias, desconocedora de la inmensa necesidad de hacer daño que su amigo precisaba para sentirse relevante en cualquiera de los ámbitos de este cochino mundo.

Fue el año más terrible de mi vida laboral y personal, aquel en que Jara y Laura vivieron su procelosa historia de amor (cuando menos, amor hubo por parte de ella). Laura me había tomado confianza en la oficina; su olfato le decía que yo tampoco era como los demás, aunque tanto me pareciera a mis congéneres ejecutivos. «A los gilipollas, los huelo», me aseguró en más de una ocasión con gesto vehemente. ¿Le falló el olfato con Jara? Tal vez no, ya se sabe que el corazón tiene razones que la razón no entiende, así nos lo han enseñado desde la más tierna infancia hasta hacérnoslo creer. El caso es que Laura recurrió a mí cuando se hallaba en la cúspide del dolor y sin quererlo me convertí en el confidente de aquella mujer joven, hermosa y herida en lo más profundo por el maltrato de su marido y de su amante, pero yo hubiera querido otro trato, el que me permitiera abrazarla, devorarla con mis besos, meterla en mi cama o colarme subrepticiamente en la suya como el más goloso de los íncubos, cuando no arrastrarla hasta un rincón oscuro del garaje empresarial y hacerle el amor allí mismo, o en cualquier otro lugar insólito.

Que Benito se aprovechara de ella, hasta cierto punto le daba igual a Laura, pues pasaba por una fase de su vida en que sentía más lástima que asco hacia su cónyuge, pero el desprecio del amante le resultó insoportable, prueba fehaciente de su enamoramiento. Jara la ignoró de la forma más grosera, después de someterla a los caprichos más soeces y violentos. Laura necesitó muchos arrestos para contarme sus experiencias sexuales con mi querido superior, nada gratificantes por cierto, mediadas siempre por la violencia. Ni qué decir tiene que con tales confidencias me ponía de un humor de perros. Hubiera matado a Jara con mis propias manos si ella lo hubiera querido así. Lo repito, porque no es broma: habría matado a Jara en aquellos momentos y años después también, que buenos abogados no me habrían faltado nunca. Pero Laura nunca me lo pidió. Antes, porque todavía le amaba (increíble, pero cierto); después, porque comprendió que sólo la indiferencia hacia su torturador le permitiría vencer el mal trago de los recuerdos. Además, era una buena persona, incapaz de odiar; luchaba como un león en la palestra empresarial pero no abandonaba el cadáver del vencido expuesto a la voracidad de los cuervos. Tampoco se dejaba guiar por la animadversión hacia quien la hubiera ofendido. Su lucha profesional era despiadada, en tanto que respondía a la necesidad de sobrevivir a las insidias de nuestra compañía, regida por leyes inmorales; pero su ferocidad no nacía de la saña consustancial a los señoritos, que dispensaban por doquier las cuchilladas de sus convicciones pseudocalvinistas acerca del éxito empresarial y la superioridad de clase.

Laura podía ser comparada con el ciervo acosado, que pierde su bondad natural para acometer rabioso a las alimañas que lo cercan. Siendo tantas las batallas a librar, salió de ellas fortalecida en pericia, fuerza y, como nadie es de piedra, también en rabia acumulada, pero nunca destiló esa furia en el rencor suficiente para ir a buscar al enemigo a su propia guarida, con intención de aniquilarlo. Si no se la hostigaba, nunca abandonaba Laura su afabilidad congénita, la misma que tanto apreciaron las personas cuyo trabajo se confió a su responsabilidad. Ante mis ojos, esa bondad era una suerte de regalo divino en medio de aquel vórtice de maquinaciones, zancadillas y calumnias; la flor aureolada de blancura que brotaba sobre las espinas del cactus.

En aquellas noches de tránsito entre copa y copa, confesión más confesión, mi amor hacia Laura no pudo superar las exigencias del respeto. Entiéndase el mismo como una compasión quietista, incapaz de enturbiar las tribulaciones de mi amada con cualquier tipo de sugerencia lúbrica, a pesar de lo mucho que la deseaba. Fue tiempo de ojeras, resacas y acideces gástricas, acompañadas por la desesperación de quien se sabe irremisiblemente condenado a reverenciar su ídolo particular desde una pudorosa distancia. Me sentía como el náufrago que ve pasar de largo el barco que podría haberlo rescatado. Afortunadamente, el tiempo a toda desgracia quita fuego; con el paso de las semanas, nuestras conversaciones ganaron en diversidad de un modo casi imperceptible, arrinconando hasta casi la nada las desgraciadas experiencias de Laura en su idilio con Jara. Y al fin, cierta noche –efeméride inolvidable: madrugada del 23 de febrero de 1981, víspera del tejerazo– me atreví a preguntarle si se encontraba «bien». No lo había hecho en los meses anteriores, por el temor supersticioso a que la sola pregunta empeorarse su postración anímica. Respondió que sí, «bastante bien», y a continuación, tras constatar de palabra que una gran sonrisa había aflorado en mis labios, me agradeció profundamente el gesto, al interpretarlo como una muestra espontánea de congratulación. Pero había mucho más que solidaridad bajo mi expresión feliz; el deseo se había sacudido su adormecimiento, para alimentar con ilusiones el estómago voraz de la esperanza. Ya no había motivo para seguir oficiando como enfermero de almas, y verme liberado de tan delicada obligación me producía una satisfacción profunda. Llegaba el tiempo de proceder al asalto del corazón de Laura (y de su cuerpo, cómo no).

Al final, ni hubo asalto ni hubo nada. Poco después de aquella noche de falso cambio de ciclo tuve que ingresar por algún tiempo en una clínica de reposo, para limpiarme de todo el alcohol que bebí y reponerme de lo poco que había comido durante muchas semanas de agonía en pos de las faldas de mi amada, a quien perseguí de un modo rayano al escándalo público, con la misma vehemencia que demuestran los pollitos recién nacidos al seguir los pasos de la gallina. Ella comprendió pronto que la compañía brindada no era puramente altruista; quizá lo supiera ya, pero me había necesitado mucho en días anteriores. Por el mismo motivo fue siempre clemente con mis excesos y acosos: nunca recibí de Laura una mala palabra ni un gesto desagradable, sólo comprensión traducida en muchos sermones. Adoptó el mismo rol de hermana mayor que yo había mantenido durante meses, y ya se sabe que entre hermanos no puede haber coyunda; su fraternidad sentimental era tan profunda que alcanzaba el tabú del incesto. Copas, secretarias, fulanas… nada me apartaba de su recuerdo. Estaba condenado a la más triste orfandad sentimental, yo, que había jurado defender a capa y espada mi soltería tras la muerte de Merche.

No sé qué pócima me dieron los médicos en aquella clínica. No volví como nuevo, pero al menos me quedé tranquilo. El dolor seguía en pie, incólume como una construcción marmórea, pero había aplacado su natural belicoso en algo parecido a la melancolía que todo espíritu sensible experimenta ante una hermosa ruina del pasado. Si los sentimientos se dividiesen en estratos, como las capas del suelo, mi amor hacia Laura habría descendido hasta los avernos, para caldear desde su sima todas las demás emociones pero manteniéndose contenido, sin emerger a la superficie con la virulencia de otro tiempo.

*****

Durante años y más años contemplé a Laura desde el éxtasis distante con que nos embarga lo sublime. La misma veneración con que me era dado admirarla en los momentos tristes del pequeño ágape del día de su despedida, organizado en el destierro infamante que representaba su pequeño despacho-calabozo de la planta baja.

Llegué hasta mi diosa abriéndome paso entre la numerosa concurrencia, compuesta por sinceros admiradores (los más), no pocos hipócritas y buen número de asiduos de todos los compromisos sociales (¿cómo escribió el poeta?: «perros de muchas bodas y bodas de muchos perros»). Entre ellos, más de un espía de pacotilla al que la boca se le debía estar haciendo agua con el chisme de mi presencia.

Como veinte minutos antes, cuando ya salía de mis estancias recibí una oportunísima llamada telefónica de Jara, por la cual se me convocaba urgentemente a su despacho-suite, contrapunto material de las estrecheces de pecera donde había transcurrido el último período de las actividades de Laura. De repente le había entrado al gran jefe la premura de dirimir una serie de cuestiones que llevaban meses aplazadas sine die, por insignificantes, y es que Jara ni perdía detalle de ninguna situación ni se cansaba de hacer felonías; hasta de la presencia final de Laura pretendía privarme. Dolores entró corriendo en el despacho, asustada por la sarta de tacos que lancé al aire después de colgar el auricular (no solía prodigarme en ese tipo de expresiones delante de mis subordinados, otra cosa era entre pares). Tuve que tranquilizarla, ni había quebrado la compañía ni se había quemado mi casa, todo estaba en orden salvo mi humor. Sosegado por el esfuerzo de explicarme, decidí hacer esperar al jefe y bajé a ver a Laura, faltaría más. A pesar de mi evidente deslizamiento por la rampa de la decadencia profesional, acelerado con los años, mi apellido todavía daba para ciertas libertades.

«Estás preciosa. Nunca te he visto tan bella», le susurré al oído, fuera del alcance de los radares del comadreo empresarial. «Será de haber llorado tanto.» «El dolor te cubre de una hermosura mística, Laura.» «Eres tú, que me ves con buenos ojos.» «Por desgracia, no podré seguir viéndote de ninguna manera». Y ya me apartaba para no hacer conspicuo lo que quiso ser discreto, pero volví de nuevo al perfumado oído de Laura para justificar mi marcha: «Cierto hijo de puta acaba de convocarme a su despacho.» Al punto recuperé la pose envarada que solía pasear por los pasillos de la compañía.

Tuve que hacer esfuerzos ímprobos para atender las estupideces que Jara me contaba, aunque mayor fue el derroche de pensamientos vanos a los que debí recurrir para no romperle la cara allí mismo, encima de sus putos tapices y sus putos mármoles. Sobre todo cuando logró que uno de los meandros de la charla desembocara, como por arte de birlibirloque, en una alusión no tan velada hacia Laura. La marcha del negocio, dijo, exigía una nueva evaluación de las necesidades de la compañía, algunos de cuyos departamentos estaban «sobredimensionados» en todos los grupos profesionales; puestos a limitar el monto de la masa salarial, habría que empezar por los cuadros que resultaran más caros y entre ellos por quienes representasen, dada su actitud o bajo rendimiento, un recurso de menor productividad que otros. Según él, «ya sabemos, por ejemplo, que hay ciertas personas con especiales problemas de comunicación interdepartamental»; «sobre todo aquellos –añadía yo mentalmente– que siguen tus instrucciones de callada cizaña entre propios y extraños». Esas personas, prosiguió nuestro ínclito director, dificultaban la circulación interna de la información y, en consecuencia, el cumplimiento de la planificación de objetivos. Por supuesto, reconocía, todo el mundo tiene sus argumentos –»menos tú, hijo de puta», hubiera debido espetarle–, pero su función como máximo responsable le obligaba a velar por los intereses de la empresa; al fin y al cabo «soy eso, un técnico con unas funciones bien definidas y que debo cumplir». Recordé en ese momento una de sus frases lapidarias favoritas: «Aquí dentro, yo soy Dios»… Ya se sabe que la gente insignificante suele tener tentaciones de grandeza, hasta cuando habla en un tono de guasa que no lo es tanto. Ahora bien, despedir a alguien constituía «un trago desagradable» para esa nueva edición de san Francisco de Asís a quien teníamos la inmensa y nunca reconocida suerte de contar como líder.

–Buena idea, lo del trago. Podrías poner algo de beber –le sugerí con la más cínica de las sonrisas, forzando las comisuras de los labios hasta casi rasgármelas de afectación, para que no le cupiera duda de mi nula fe en su buen criterio.

Jara me devolvió una sonrisa administrativa mientras se alzaba del butacón de piel, más bien costosamente («ojalá te mate el exceso de peso, cabrón»), para dirigirse al mueble bar.

–No me pongas hielo –le advertí–, que no soy tan maricón como tú.

Supongo que si en ese momento le hubiera soltado la andanada verbal que estaba incubando en lo más profundo de mi ofendido corazón, se hubiera quedado tan pancho. Al fin y al cabo, llamar a alguien hijo de puta y cabrón es hoy en día poco más que mandarlo a la mierda, expresión harto coloquial entre conocidos. Pero esas cuatro palabrotas le hubieran parecido a Laura indignas de mí, por lo que valía más beber aquel buen whisky de malta y reservarme una apoteosis futura, para abandonar con el consuelo de la épica la maldita compañía que fundó mi propio bisabuelo con lo que pudo rapiñar en la última guerra colonial de ultramar.

Jara continuó su perorata mientras escanciaba el dorado espíritu:

–De modo que debemos olvidarnos de sentimentalismos y obrar en conciencia, en pro del interés general.

–Querrás decir, del interés general de la compañía –objeté–. Cuando menos, de su supuesto interés. –A lo que presto añadí, refiriéndome a la botella:– No la guardes, que tengo sed.

Jara no entendía que pudiera tomarme más de un whisky a las once de la mañana; todo se explicaba, no sé si lo comprendió, «porque desayuno fuerte».

–Te va a sentar mal –me advirtió muy paternalmente.

–Mira, Jara –no estaba animado por el alcohol, pero sí por la afrenta–, por mucha agua mineral que bebas, tu sermón da pena.

–¿Mi sermón?

–Sí, esa verborrea que nunca te enseñaron en la universidad privada a la que no fuiste, pero que has aprendido de los más ineptos de tus colaboradores.

Jara nunca fue a EJADE (Escuela de Jodidos Artistas del Excel), pero alguien le enseñó que el mejor jefe siempre simula escuchar a sus inferiores, si es que como tal podía tratarme. En nuestro trato, me encantaba mostrarle las garras de mi alcurnia plutocrática: nunca antes de ese delicioso momento había sentido un aprecio tan estúpido como seguro hacia mi estirpe. Quería dejarle claro que no había acudido a su llamada por sumisión, sino por respeto a las normas internas de una casa que al fin y al cabo era la mía.

–Luisito, tengamos la fiesta en paz. Por la memoria de tu padre, a quien sabes que tuve verdadera devoción.

–Deja al torpe de mi padre en paz, Jara. Tiempo tuvo de librarse de gente como tú y no lo hizo. Y ahora –para evitar ser interrumpido, alcé un dedo admonitorio mientras sus cuatro hermanos se aferraban a la longitud tubular del vaso de whisky–, escúchame sólo un segundo, pero escúchame: hoy en día tienes tú el poder, no lo pongo en duda, entre otras cosas porque si fuera yo el mandamás ya te habría sacado de este despacho. Pero no puedo hacerlo, tú mandas. Por tanto, manda como quieras. Es decir, cárgate a toda la gente que te encuentres cuando salgas al pasillo, si eso te place; despide a los mejores profesionales de la casa por el solo hecho de que tu cortedad de miras no alcance a comprender sus acciones. Funde si quieres la propia empresa. Haz lo que te salga de los huevos, Jara. Pero no intentes justificarte ante mí. No me cuentes historias, por favor.

Su seriedad no evidenciaba ningún dolor profundo. En poner cara de póker hubiera ganado un campeonato mundial, no lo dudo. Y al hablar mantuvo igualmente el timbre firme y el tono sereno:

–Me duele mucho lo que acabas de decir, Luis. Siempre he tenido confianza en ti. Siempre te he incluido entre mis mejores colaboradores. Pero ahora, no sé si me equivoqué contigo. Tal vez carezcas de la capacitación necesaria para desempeñar las responsabilidades que se te han confiado.

Jara no podía despedirme a causa de una conversación privada (no a mí), pero sí podía iniciar conmigo un nuevo proceso de descenso a los avernos empresariales. Le iba a costar justificarlo ante el consejo de administración, pero a la postre lo conseguiría. Por mi parte, su ira me traía sin cuidado, porque más tarde o más temprano sabía que íbamos a chocar frontalmente, con la violencia de dos locomotoras lanzadas a todo gas.

Sin palabras hice el gesto de abrirme de brazos cual mariposa que sale del capullo para estrenar sus alas, al tiempo que le dedicaba una sonrisa zahiriente, con chorros de desprecio brotando a presión por los extremos de la exagerada mueca. Aguantó el impacto otra vez, pero quiso constatar su contrariedad:

–Tendré que meditar muy seriamente al respecto…

Si con esa advertencia pretendía amilanarme, ¡cuán dispar fue el resultado! Porque una vez solo ante el peligro (solo por la marcha de Laura, pero también por el previsible cerco al que iban a someterme en adelante los sicarios de Jara), ya todo me daba igual. Así que apuré mi whisky, dejé el vaso sobre el escritorio, me levanté pausadamente de la butaca y una vez erguido, sin perderme el espectáculo de sus pupilas dilatadas por la sorpresa, anuncié con fatua delicadeza:

–Puesto que debes meditar sobre cuestión tan importante, me retiro y te dejo tranquilo. Al fin y al cabo, los asuntos para los que me has citado llevan meses aparcados y estoy seguro de que seguirán estándolo durante más meses. A falta de materia importante sobre la que discutir, debo ausentarme para atender un compromiso personal. Buenos días, Jara.

Salí sin preocuparme por la reacción final de nuestro director, si es que la hubo, y en la antesala guiñé un ojo a Juana, la nueva secretaria de Jara, muchacha alta y de silueta sinuosa como todas sus precedentes (el líder solía cambiar de auxiliar anualmente, lo que tardaba en cansarse de sus favores sexuales); supongo que malentendió el gesto, tomándolo como un requiebro lascivo.

Marchaba pletórico de alegría: rondando ya la sesentena, este tipo de acciones testimoniales adquirían un valor especial, como si encarnasen el heroísmo que las condiciones objetivas de mi existencia le negaban, pues nada arriesgaba en el desplante. A las puertas de la vejez, uno piensa como nunca en que ya toca hacer algo que amerite el recuerdo ajeno.

Recalé por un instante en mi despacho, el tiempo imprescindible para anunciarle a Dolores que no estaría disponible para nadie a lo largo de la jornada, pues debía ausentarme por motivos de fuerza mayor. Acto seguido bajé tranquilamente por las escaleras, dándole a mis piernas una plebeya satisfacción; me deleitaba imaginando la riada de bilis cerúlea que estaría afluyendo en esos momentos al rostro de Jara. Tomé también la precaución de apagar el móvil: la única llamada que deseaba no iba a recibirla en adelante, puesto que de nuevo estaba ante la puerta del bullicioso cubículo de Laura.

(Continuará)

Artistas del Excel (I)

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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