Admirado sr. Juan Marsé,

Ante todo debo decirle que conozco y valoro su obra literaria, brillante, sin duda una de las mejores de la España de posguerra. La lectura de novelas como Últimas tardes con Teresa o Si te dicen que caí me deparó momentos de regocijo literario, así como un triste gozo reflexivo. También tengo en alta estima su confrontación perpetua contra la dictadura franquista, así como su decidido partido por los miembros más débiles de esta sociedad capitalista.

Por tanto, estas líneas que le escribo, y en las que criticaré el contenido de su carta «Otoño del 59, verano del 66», dirigida a su difunto amigo Jaime Gil de Biedma, carecen de cualquier animadversión hacia su persona. Simplemente pienso que no es propio de un hombre mayor, inteligente y con memoria como usted, la asunción de los latiguillos y jaculatorias de una parte muy, pero que muy podrida de la clase política española, y en la cual tienen rango de honor —por jerarquía y méritos— el actual presidente del gobierno y sus adláteres, entre los cuales figura el jefe del Estado.

Quiero centrarme en su lamento político inicial: se queja usted, Juan Marsé, de que las cabras que tiran al monte se rebelen contra el «estado de derecho». Curioso estado de derecho este, donde la democracia ha sido asaltada por la partitocracia, que pacta y se reparte sueldos públicos en beneficio de sus particulares mediante las ya famosas «puertas giratorias». Donde se creó una sociedad estatal para comerciar con las viviendas que los bancos habían arrancado previamente a sus propietarios en una situación de crisis económica (que, como tal, también era una crisis social que urgía medidas políticas). Donde oligopolios que alían a plutócratas de las finanzas y siervos políticos tienen secuestrados sectores económicos tan importantes para la sociedad como el de la energía. Donde ordenamientos como la Ley Mordaza son, de hecho, herramientas para reprimir la libertad de expresión. Donde el partido gobernante tiene cientos de cargos imputados por casos de corrupción e incluso ha sido procesado, como organización, en el sumario de la Gürtel. Donde la hermana del rey se ha salvado de la cárcel por un pelo (de la fiscalía gubernamental). Donde las finanzas de la corona son un agujero negro presupuestario que recibe y engulle cantidades ingentes de distintas procedencias a espaldas del ciudadano pagano. Donde la Constitución es inalterable para la iniciativa legislativa popular pero puede ser cambiada con modos clandestinos y por acuerdo partidista en vísperas de una noche de copas, sin consultar a los ciudadanos. Donde…

Seguro que usted, Juan Marsé, es consciente de todo ello y puede añadir muchas afrentas a la ciudadanía que no tendrían lugar en un verdadero estado de derecho.

De cualquier modo, no estamos, señor Juan Marsé, ante la caída del magnífico régimen del Imperio constitucional, provocado por la irresponsabilidad de los políticos, la desidia del pueblo o la insubordinación de las cabras que tiran hacia el monte de la secesión. Simplemente vivimos la consecuencia lógica de ese apaño llamado Transición; de esa Constitución que usted considera la mejor de las habidas en España (eso lo garantizan los siglos, que no pasan en balde, y hasta chistoso sería que prefiriéramos «la Pepa»). Porque la carta magna de 1978 nació enferma de raíz.

Seguro que recuerda usted el lema institucional del referéndum para la reforma política de 1976 (efeméride que tantos y tantos muchachos españoles desconocen por completo). Ese eslogan rezaba así: «Solo se reforma lo que se quiere conservar». Y efectivamente, así fue. El referéndum de 1976 y el proceso político derivado del mismo, incluso con la legalización del Partido Comunista de España en 1977, solo supuso quitar las humedades (las instituciones inoperantes de la democracia orgánica, así llamada, como decía el chiste, porque salía de las gónadas de Su Excremencia el Caudillo) y pintar la fachada (los rostros jóvenes de Suárez y Felipe) a una casa que estructuralmente mantuvo los cimientos y paredes maestras del antiguo régimen; que siguió llena de penumbras y estrecheces (legales) como aquellos pisitos construidos con el crédito del extinto sindicato vertical.

Prueba de lo anterior es que las normas de convivencia vecinal del remozado edificio, la Constitución de 1978, asumieron principios sagrados del franquismo y el nacionalcatolicismo, ora íntegramente ora cubiertos de un barniz de justificación sociológica. Al primero de los casos corresponden, por ejemplo, el derecho a la vida de «todos» (artículos 15), escollo legal que ha impedido a las mujeres la plena capacidad de decisión sobre su cuerpo, y, de modo más elocuente, un artículo 2 impuesto por el gobierno a los padres constitucionalistas bajo prescripción coactiva de las Fuerzas Armadas. Allí puede leerse: «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». Un texto escrito no a punta de pluma, sino de sable, y al que podría haberse añadido la frase: «e inevitable por la gracia de Dios y los cojones del generalato». En cuanto al segundo caso, qué decir del artículo 16, con su mención explícita a la Iglesia católica, que sigue beneficiándose de fondos públicos en un Estado formalmente laico, y mantiene la autoridad simbólica de albergar y presidir ciertos actos públicos de relevancia institucional, como los bautizos y casamientos de los miembros de la familia Borbón.

Todo ello ha ocurrido porque este régimen constitucional se forjó en una inteligente alianza —la sagacidad hay que reconocerla— entre las grandes familias del régimen franquista, esas cuyos apellidos despuntan en las filas del partido en el gobierno (los hijos y nietos de…), con la panda de pijos que rodeaba a Teresa Serrat, como su primo Luis Trías de Giralt y allegados. Los mismos «señoritos de mierda» (creo recordar que así los califica usted mismo en la novela, después de una disertación sobre sus veleidades burguesas), revolucionarios de barra de bar de enfática proclama alcohólica, que observan a Manolo el Pijoaparte con el asombro que un arqueólogo depararía al esqueleto de un dragón, puesto que su único trato con el proletariado había sido a través de criados, camareros y limpiabotas. De vividores de una y otra ralea se nutrieron los altos cargos de la partitocracia, previo pacto en el que los segundos —las izquierdas burguesas— renunciaron a cualquier desahogo ideológico. Y de esa unión contra natura vienen tantos y tantos males del presente, entre ellos la ficción de nuestro «estado de derecho».

Ocurre, empero, que mucha gente ha dicho basta. En todo el Estado, pero sobre todo en Cataluña. Se han unido en la misma causa personas de origen ideológico dispar, pero convencidas de la necesidad de un cambio de régimen. En Cataluña, parece ser que una parte mayoritaria de esas personas creen necesaria la secesión como requisito ineludible para una refundación republicana. Puede ser cierto o no, pero están en su derecho a defenderlo por las vías democráticas y pacíficas que han seguido hasta ahora. De lejos se sabe que no comulga usted con esa opción independentista, y en su derecho está, pero me extraña de verdad que la reivindicación de la libertad de decidir le parezca absurda, cuando escribe en su carta que Cataluña «sigue haciendo día tras día un ridículo descomunal y sin precedentes ante el mundo que nos contempla asombrado». Si su misiva fuera anterior al 1-O podría entender su apreciación, aunque sin compartirla. Pero después de esa fecha… ¡Por favor, señor Juan Marsé, que usted lee la prensa francesa! (seguro que la de muchos otros lugares también). ¿No cree que el ridículo lo hizo el gobierno con su orden de golpear a ciudadanos que estaban «celebrando una verbena», en palabras del ministro Zoido? No sería la primera vez que una fiesta patronal acaba a palos, pero antes hay que tumbar las barras, lanzarse botellas y quemar el entoldado, lo cual no ocurrió ese día. ¿Realmente piensa que cuantos pretendían votar fueron los tontorrones y chapuceros que usted menciona en su carta, y no los señores y señoras de la Moncloa?

Por otra parte, compare usted el tono y la conducta de los asistentes a las manifestaciones del independentismo con la estulticia de los nuevos tercios de patriotas españoles que aprovechan la ocasión para zurrarse porque son de equipos diferentes (si España es la Patria, el fútbol es Dios). Esos necios no representan al conjunto de los partidarios de la unión, por supuesto, pero sí que ilustran la actitud de rechazo emocional e irracional contra Cataluña que el PP ha sembrado en España desde que el propio Rajoy pateó las calles pidiendo firmas contra el Estatut de 2006. Aquellas calumnias e intrigas han florecido en magníficos exponentes de la intolerancia social, así como en un rechazo psicopático al diálogo político.

En fin, señor Juan Marsé. No quisiera concluir sin tenderle de nuevo una mano de afecto y admiración hacia su persona y su obra. Me encantaría invitarle a esa copa que usted propone a su amigo Jaime Gil de Biedma, otro grande entre los grandes. Y, cómo no, aplaudo el deseo final expresado en su carta: «Ahí afuera, de momento, solo hay acuerdo en el desacuerdo, pero seguro que vendrán tiempos mejores». Que así sea.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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