Pocos pájaros consiguen despertar una sensación de alegría tan delicada como el colibrí o picaflor. Su diminuto cuerpecito, su trepidante aletear entre las flores, la intensidad brillante de su plumaje, todo ello le convierte en la evocación perfecta del paraíso, de la paz infinita, de la felicidad sin tiempos. Pero hace mucho que sabemos que detrás de la belleza más frágil siempre acaba rondando algún defecto que viene a alterar nuestras idealizaciones. Pues bien, el pequeño colibrí no iba a ser una excepción. Porque hoy descubrimos para nuestra decepción que el gracioso pajarillo también tiene su lado oculto, no tanto como el simpático pingüino aficionado a la necrofilia, pero casi. Y es que, según han logrado desvelar unos abnegados ornitólogos, nuestro entrañable colibrí ronca.

La culpa de todo la tiene el torpor, ese extraño letargo en el que entran algunos animales hasta reducir casi a la nada su más mínima actividad metabólica. Al entrar en esa fase, el colibrí se sitúa al borde mismo de la muerte de la que solo puede escapar aspirando una buena dosis de aire, acción desesperada responsable de ese peculiar ronquido, tan impropio a su apariencia de fragilidad como el estruendoso eructo con que algunos infantes dan por concluida su satisfacción corporal tras una maternal lactancia.

Sin duda, los misterios del torporson tan aleatorios y caprichosos que hasta resulta tentador trasladar sus efectos a latitudes menos bucólicas que las que acostumbra a habitar el colibrí. Por ejemplo a nuestro Congreso de Diputados, donde Mariano Rajoy nos tiene acostumbrados a ese letargo absoluto que ha sabido convertir en su más firme estrategia de supervivencia política. Cuando se ve obligado a superar ese estado, cuando las circunstancias o los dardos de Irene Montero le empujan a dejar atrás la hibernación de la pantalla de plasma, al presidente le gustaría poder alcanzar la gracia ligera de colibrí y revolotear por las floridas estadísticas de su paraíso imaginado con la misma delicadeza con que la avecilla transita persiguiendo el delicioso néctar entre las exuberantes selvas. Pero es entonces cuando la naturaleza, de súbito, impone su implacable ley y al presidente le asalta el ronquido. O lo que es lo mismo, toma la palabra Rafael Hernando el paladín de los gruñidos.

Pero como ya señalaba antes, la culpa no es suya, sino del torpor. El mismo torpor del que pretenden escapar los socialistas para que Pedro Sánchez, su cruce darwiniano entre colibrí y ave fénix, zigzaguee alegre entre los pétalo de las rosas rojas con la música de fondo de Guns N’Roses. Porque también ellos han acumulado demasiado sueño con las constantes vitales al borde del colapso. Tanto que, como su referente conservador, el gran patriarca del partido Felipe González ha optado por realizar también sus últimas comparecencias bajo la atmósfera controlada del plasma. Así que tampoco resulta extraño que cuando, tras desperezarse la dormidera con las primarias, Sánchez se disponía a emprender su vuelo mágico le hayan salido algunos inoportunos ronquidos como los proferidos contra esos jóvenes que en su entusiasmo adolescente aspiraban a pasear la bandera tricolor por los pasillos del 39 Congreso. O sonidos broncos como los dirigidos contra Ximo Puig, enseñando al mismo tiempo un diente inaudito por el afilado pico de colibrí.

Claro que hay ocasiones en que el entorno altera este tipo de fenómenos. Es lo que ocurre cuando comparamos la realidad concreta con el idílico holograma en el que tan a gusto se siente Rajoy. Porque ahí fuera los aromas que le llegan de Soto del Real tienen poco en común con la fragancia de syringa. Del mismo modo que la negritud con que tantos españoles afrontan el día a día, entre recortes y ajustes -como los que evaporan de los presupuestos las partidas contra la violencia machista-, desconoce por completo el fulgor colorista de la heliconia. Como tampoco lo tiene fácil Sánchez para disfrutar de los jardines plurinacionales mientras cierra filas con el gobierno al grito de Santiago y cierra España. Por no hablar del patio interior. Especialmente el patio por antonomasia, el andaluz, donde le aguardan agazapados más cardos que jazmines. O del acelerado viraje no apto para sensibles al vértigo, de reivindicar un 15M que no hace nada era visto como una ingenua excitación que en su día le hacía el juego al PP.

Nos interpela entonces una duda: si los ecosistemas en que se desenvuelven Rajoy y Sánchez son poco propicios para los colibrís, ¿podría eso significar que alguno de ellos –o ambos– en realidad nunca fueron ni serán picaflores? ¿Cabría pensar en ese caso que lo que imaginábamos ronquidos son en realidad estertores?

Periodista cultural y columnista.

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