El MACBA de Barcelona acoge hasta el 25 de septiembre la exposición Punk. Sus rastros en el arte contemporáneo, comisariada por Diego G. Torres. La muestra, en la que participan más de 60 artistas nacionales e internacionales, no es sobre el punk. Es un vasto itinerario, compuesto por variedad de instalaciones y formatos –instalaciones, fotografías, collages, carteles, vídeos- que revela las huellas que el Punk ha dejado en el arte contemporáneo.

4 TCuidado de no pisar una jeringa. Ni los restos de colillas de los cigarros rotos. O de clavarte un cristal. Ve con cuidado, si eres aprehensivo. Hay sangre (da la impresión de que así sea, aunque sea kétchup o pintura roja) por todas partes. Tú estás ahí, en la habitación de hotel, el escenario de un crimen. Pero no hay nadie, solamente rastros de violencia. Se trata de Septiembre Negro (2002) un escenario reconstruido por el artista suizo Christoph Draeger basándose en los hechos acaecidos en 1972 durante los Juegos Olímpicos de Múnich. Era la madrugada del 4 de septiembre cuando el grupo terrorista Septiembre Negro asesinó una decena de atletas a sangre fría. Al lado, una pantalla muestra también la reconstrucción de los hechos en forma de vídeo. No se extrañen o no se molesten si la exposición les remueve las entrañas, es una exhibición visceral. Pero no es algo involuntario. “Quería que se tuviera una experiencia de la exposición. Por eso, cuando una chica se mareó mientras hacía una visita guiada de la muestra, sentí que lo había conseguido. En los 90, en Madrid, fui a ver una exposición de Francis Bacon. En la calle, una chica salía corriendo del edificio para vomitar entre los coches aparcados. Entonces pensé: debe de ser buena. A Bacon le hubiera encantado”, cuenta Diego G. Torres.

“Cuando una chica se mareó mientras hacía una visita guiada de la muestra, sentí que lo había conseguido”

La violencia, llevada al extremo por grupos terroristas, es uno de los pilares esenciales del movimiento Punk. El terrorismo como fenómeno “anti”, como lo era el Punk. Y para rechazar la violencia, la respuesta es más violencia, destrucción y ruido. La masacre del 72 constituía la afirmación y demostración del fin del sueño hippie. La modernidad había vuelto a fracasar. Y lo que no hacen las guerras, ya lo hacemos nosotros matándonos unos a otros. “¿Nunca os habéis sentidos estafados?” preguntaba Johnny Rotten en 1978 durante el último concierto en San Francisco de los Sex Pistols, banda icono del Punk. Esta sensación de engaño y de desencanto explotó en provocación, en rabia. El Punk es, de principio a fin, una actitud y manera de entender el mundo, del que rechazan y reniegan.

Y nos seguimos sintiendo estafados e incómodos con el sistema, más que nunca tal vez. Hace ya casi diez años caía el Titanic de los bancos. Lehman Brothers, fundada en 1850, quebraba en 2007, desencadenando una ola de depresión y caos, comparable con el crack del 29. Los bancos empujaban aún más al consumismo, a comprar pisos ahora vacíos u okupados, a adquirir coches aunque solo necesitaran un asiento para poner su trasero. Todos eran ricos y lo querían todo. Pero la burbuja explotó en nuestra cara y el sueño se desvaneció. Sin embargo, después los ricos serían más ricos y los pobres más pobres. La corrupción estaba a la orden del día. Así, cuatro años después después del apocalipsis económico, los españoles moverían el culo para protestar y gritar bien alto que no éramos tontos y que no permitiríamos más fraudes. Uno de ellos era la democracia. Los indignados llenarían espacios públicos por días. Eran y son aún, los antisistema. También eran llamados así los punks. Aunque ellos/ellas reprendían que los auténticos antisistema eran las empresas, los bancos, los corruptos, los fraudulentos. Ellos son los que acaban con el Estado del Bienestar, un sistema basado en el poder del mercado, en el dinero.

Todo tiene un precio y nada tiene “un valor incalculable”. Todo se calcula y todo se puede comprar. Es la era de la prostitución, todos hacemos lo que sea por dinero. Incluso el arte –algo abstracto que va más allá- se vende y se rinde al mercado. De ello habla la fotografía I’ve Got it All (Lo tengo todo,2000) de la británica Tracey Emin. En ella, aparece la artista enseñando su sexo e introduciéndose monedas y fajos de billetes en la entrepierna. Así, la figura de la artista y de la prostituta son equiparables, pues ambas prácticas tienen una tarifa, un precio. Tracey, conocida por pertenecer al grupo llamado Young British Art (YBA), ha sido siempre un personaje polémico y sus trabajos objeto de debates sobre si tendrían que exponerse en un museo. Sin embargo, su instalación My bed (Mi cama) quedó finalista en el Turner Prize en 1999 y luego se vendió por más de cuatro millones de euros. La obra, consistía en una cama manchada de fluidos corporales, alcohol, preservativos y cigarrillos que muestran la semana que pasó Emin dentro de ella. Las referencias sexuales y de violencia de sus diferentes creaciones son fruto de una infancia truncada y difícil marcada por las violaciones y relaciones sexuales con su hermano gemelo. El arte sería su salvación.

“Tuve una especie de pequeña crisis nerviosa en mi apartamento y no me levanté de la cama durante cuatro días. Cuando por fin lo logré me dirigí a la cocina. Mi piso estaba hecho un verdadero desastre. Al ver mi habitación pensé: «¡Oh, Dios mío! ¿Qué pasa si me muero y me encuentran aquí? ¿Y qué pasaría si todo esto no estuviera aquí, sino en otro lugar? ¿Cómo se vería entonces? Y en ese momento lo vi, me parecía una idea brillante: éste es un hermoso lugar que se mantiene con vida. Convertí mi cama en una instalación”, relataba Emin en una entrevista sobre My bed.

Sobre el debate de qué debería estar en un museo y qué no, se deprende otra cuestión: la alta cultura versus el underground. Lo que está en un museo es porque tiene un interés y repercusión social, es representativo de una etapa histórica. El museo es alta cultura y no estaría al alcance de todos, del populacho –así lo considera el imaginario colectivo-. A pesar de ello, la crítica de arte vasca Mery Cuesta –y además también baterista del grupo punk Crapulesque-, advierte que la irrupción y la expansión de las tecnologías y del mundo digital ha contribuido a desdibujar las fronteras entre alta cultura y el underground, desmantelando lo establecido. Así lo explica Cuesta en su último libro –mezcla de ensayo y cómic- La Rue del Percebe de la Cultura y la niebla de la Cultura digital (Consonni, 2015). El underground, por referirse etimológicamente a aquello bajo tierra, persigue el secretismo, el ser diferente y el ir a contracorriente, la necesidad de sobresalir. Pues, como decía la rubia de American Beauty, no hay nada peor que ser vulgar –los que la han visto saben de la paradoja de que pronuncie esta frase el personaje que lo hace -. De esta manera, como señala Cuesta, ahora el underground pasa por no aparecer en internet. Se podría comparar con lo que designamos vagamente como hípster.

“Ahora el underground pasa por no aparecer en internet”

Por otra parte, las circunstancias en las que nació el Punk hacia finales de los 70 en Inglaterra no pueden ser más similares a las de hoy: desencanto y malestar social, paro juvenil y agotamiento del Estado del Bienestar. Nace, de hecho, del agotamiento del Rock.

El periodista y crítico musical Greil Marcus fue pionero en analizar el punk desde sus inicios, así como su evolución con su libro Lipstick Traces. A Secret History of the Twentieth Century (publicado en 1989 por Anagrama y traducido al castellano como Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX). Es un referente imprescindible para hablar de punk y es, también, el referente de la exposición del MACBA. Marcus tiene claro que el punk va mucho más allá de un fenómeno musical: es un movimiento social. “El hecho de que el sonido punk careciera de sentido musical hacía que sí tuviese sentido social; en unos pocos meses el punk apareció́ como una nueva serie de signos verbales y visuales, signos que eran tanto opacos como reveladores, según quién los observara. Por su propia falta de naturalidad, su insistencia en que una situación podía construirse y a continuación, como un artificio, huir de ella -el grafiti ascendía ahora desde las ropas hechas trizas hasta los rostros, hasta el pelo teñido y acuchillado y a través de los blancos en el pelo que dejaban descubierto el cráneo-, el punk hacía que la vida social corriente pareciera un engaño, el resultado de una economía sadomasoquista. Así, la exposición también va mucho más allá del punk en clave musical.

Como Marcus narraba en su libro, los punks eran muy feos (llenos de acné, tartamudos, cojos, obesos o anoréxicos, decía). La exposición también remueve el estómago. Y, recogiendo lo que decía la preciosa rubia de la película de Sam Mendes, no hay nada peor que ser vulgar. Y por ende, no hay nada peor que salir de una exposición sin sensación alguna.

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