altCuando los primeros homínidos decidieron caminar erguidos sobre sus patas traseras, hicieron dos hallazgos que iban a cambiar sus vidas: el horizonte y sus propios cuerpos

 

 

Cuando los primeros homínidos decidieron caminar erguidos sobre sus patas traseras, hicieron dos hallazgos que iban a cambiar sus vidas: el horizonte y sus propios cuerpos. El primero les abría las puertas a esos espacios lejanos por descubrir, al movimiento, al cambio; en suma, sentaba las bases de la política, de la utopía y hasta de la revolución al propiciar la aventura colectiva de encaminarse hacia destinos en apariencia inalcanzables. Para neutralizar este peligro se inventaron entonces los dioses y las cosmologías que fijaban con inmutable claridad el lugar de cada cual en el mundo, reservando de paso un espacio privilegiado para aquellos que habían tenido la destreza de desarrollar unos relatos míticos que, con el paso del tiempo, acabarían dando coartada ideológica al Estado.

 

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No menos arriesgado resultó el descubrimiento de los cuerpos. Lo que hasta entonces había estado oculto por el caminar cuadrúpedo, pasaba ahora a mostrarse abiertamente, incluso podía exhibirse en libertad. Los muslos, el torso, el sexo, todo quedaba expuesto a la mirada ajena. Esa visión del cuerpo desnudo -el propio y el extraño- rompía además la cadena que mantenía al deseo atado a los restringidos periodos del celo. Surgían de este modo la pasión, la lascivia, el erotismo. Y con ellos la urgencia de levantar nuevos barrotes que pusieran freno a la anarquizante deriva de una cotidiana búsqueda del placer, una perspectiva insoportable para aquellos que ya se sentían desbordados por las potencialidades del horizonte. El resultado fue el nacimiento del moralismo, la ocultación obligada de los genitales bajo la ropa y la institucionalización y reglamentación del orgasmo bajo la normativa del matrimonio.

 

Con todo, el control sobre los supuestos desordenes traídos por los paisajes lejanos y la contemplación de la carne, nunca fue absoluto. Por ello, el vigilado homínido encontró en el transcurso de los siglos, grietas y resquicios por los que escapar en busca de nuevos espacios para la libertad, o persiguiendo anheladas caricias en las que perderse. Una de estas puertas por las que escapar de las opresiones cargadas sobre las espaldas sociales, ha sido desde los tiempos más remotos una curiosa peculiaridad física que caracteriza el pecho de las hembras (también el de algunos varones, aunque con menos éxito): las tetas.

 

Tal vez su condición de glándulas mamarias ha desorientado a lo largo de los siglos a los custodios de la buena moral. En efecto, desde sus representaciones más antiguas, como la austriaca estatuilla femenina de Willendorf, diseñada hace más de 30.000 años, las tetas de la mujer han proyectado sus redondeces, con mayor o menor exuberancia, como un símbolo puro de la maternidad y, en consecuencia, como la plasmación de un determinismo que parecía convertir en incuestionable el lugar reservado a la mujer por imperativo doctrinal y biológico. Tan evidente era en apariencia ese mandato fisiológico, que incluso la ortodoxia católica fue permisiva hasta con las iconografías que llegaron a representar desnudo el seno de la mismísima madre de Dios, la Virgen María.

 

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Sin embargo, la ambigüedad siempre ha envuelto la mirada de hombres y mujeres hacia esa teta capaz de despertar tanto tiernos sentimientos ante el presentido lactante, como  inconfesables deseos en busca de goce. Esta ambivalencia generaba una tensión latente que, tarde o temprano, tenía que estallar. Lo hizo en pleno siglo XV con los seductores pechos de una hermosa mujer, Agnès Sorel.  Quien fuera la favorita de Carlos VII de Francia pasaría a la historia no solo por ser la primera amante oficial de un monarca de la que se tiene noticias, sino también por haber servido como modelo en 1450 al pintor Jean Fouquet en su desconcertante díptico de Melun. En él, una bella Virgen con el rostro de Agnès es representada con el niño en brazos y uno de sus pechos al desnudo. Hasta aquí nada parece contrariar un tema muchas veces representando. Sin embargo, la imagen transmite una apariencia más cercana a lo diabólica que al ejemplo sublime de pureza. Sus rasgos y la composición del cuadro, presentan a la figura femenina en una actitud más próxima al exhibicionismo erótico que a la amorosa maternidad. A su alrededor, enrojecidos serafines y azulados querubines refuerzan con sus vivos colores la sensualidad de una escena encargada, al parecer, por un noble admirador de la joven, que compartía sus favores de alcoba con el monarca.

 

La maternidad divina se transforma así en una excusa para mostrar y reivindicar el placer terrenal. De esta forma, la teta supera su condición de manantial de leche y pureza, para proyectarse como objeto de deseo carnal. Esta tendencia se verá reforzada durante el Renacimiento y encontrará una de sus representaciones más paradigmáticas en 1594 en la obra de un pintor desconocido de la escuela de Fontainebleau.  De nuevo volvemos a encontrar este cuadro no menos insólito un doble sentido a las pinceladas con las que representan los senos de otra amante regia: se trataba de Gabrielle d’Estrées, favorita del también rey francés Enrique VII, que posa en el lienzo acompañada por su hermana la duquesa de Villars.

 

 Ambas aparecen pintadas con el torso desnudo, en marcadas por unos telones que confieren la escena un aire de teatro de guiñol, retablo de títeres como aquel escenificado por Maese Pedro que tanto impresionó a Don Quijote. El pintor nos sitúa pues, desde el principio, en el terreno de la farsa y el artificio. Pero sin duda lo que más atrae del cuadro es el curioso gesto de la duquesa, alargando teatralmente el brazo para poder pellizcar con sus dedos uno de los pezones de su hermana. Se ha interpretado esta pose como una representación simbólica del todavía secreto embarazo de Gabrielle, fruto de sus encuentros con el rey. Pese a ello, como en el cuadro de Fouquet, la teta pierde en esta representación su aura de maternidad y pureza,  para adentrarnos por los territorios erógenos del doble sentido, del secreto, de la picardía.

 

Liberada de la lactancia y la maternidad, el seno se vuelve peligroso, insurgente. La teta descubre desnuda un potencial subversivo que acabará irrumpiendo con toda su fuerza simbólica en el Romanticismo. En efecto, esa teta libertaria empuñará las armas y alzará la bandera revolucionaria para transformarse 1830 con el famoso oleo de Eugene Delacroix, en la encarnación de una Libertad guiando al pueblo entre las barricadas. El doble círculo abierto por aquellos primeros homínidos que optaron por ponerse en pie, queda definitivamente cerrado en este lienzo. La desnudez del pecho rebelde augura la dulce leche de la libertad, pero a la vez despierta la pasión de los deseos compartidos y empuja a los hombres, mujeres y niños a enfrentarse con el reto de adentrarse colectivamente por la senda de conquistar nuevos horizontes. No es extraño que diseñadores como el catalán Tomás Padró Pedret, asuman el reto de adaptar aquel esperanzador seno desvestido, a los contornos alegóricos de la República Española.

 

Para entonces, la carga simbólica del pecho desnudo tendrá ya un reconocimiento incuestionable en las más variadas artes. Y no dejará de manifestarse a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, especialmente a partir de los años 60 cuando contracultura, hipismo y feminismo reclamaran un pecho femenino liberado de las ataduras del corsé. En el cine, Fellini, por ejemplo, convertirá los pechos desbordados de algunos de sus personajes en fotogramas tan sublimes para la historia del cine como el que inmortalizó a Anita Ekberg en La Dolce Vita refrescando su ardor en la Fontana de Trevi. O en filmes como 8 ½ o Amarcord, donde la teta  se transforma bajo el objetivo de la cámara felliniana en la sublimación de un despertar sexual, a la vez que uno de los pocos espacios de alegre libertad para una preadolescencia marcada por la Italia fascista. 

 

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Este discurso rupturista irrumpirá en los espacios más inesperados. La autoafirmación de la teta, liberada de toda carga biológica,  llegaba incluso hasta a los más pequeños. En los años 70 del pasado siglo, un dibujante y guionista japonés del género manga como Go Nagai romperá con cualquier evocación maternal para transformar las tetas en potentes proyectiles justicieros en el metálico cuerpo de Afrodita A, el gigantesco robot femenino, compañera de Mazinger Z en su implacable lucha contra el mal. A diferencia de las antiguas leyendas que nos hablan de amazonas obligadas a amputarse uno de sus pechos para ganar destreza como arqueras, la teta orgullosa de la mecánica criatura tripulada, adquiere aquí la condición de arma de combate. La mujer puede así situarse en plano de igualdad con un ardor guerrero masculino que basaba su fuerza supuestamente en la testosterona acumulada en sus testículos.

 

Por aquellos mismos años en España, Marisol se exhibía desnuda por todos los kioscos desde la portada de la revista Interviu de septiembre de 1976, una imagen que se convertiría en uno de los símbolos iconográficos del final de la dictadura y la recuperación de las libertades. La que fuera niña prodigio del franquismo mostraba con orgullo sus senos, en un gesto con el que se reafirmaba a partir de ese momento como Pepa Flores, artista y militante comunista. No serían las únicas tetas con un protagonismo en la España de aquellos tiempos de transición. Algo más tarde, la rebelde teta de la actriz Susana Estrada junto al alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, durante la entrega de los premios del diario Pueblo de 1978, vino a convertirse en el símbolo modernizador y lúdico que auguraba una Movida que estaba a punto de transformar la música, el arte y, sobre todo, las costumbres.

 

Con todo, el protagonismo de los senos en la transición política española también puso de relieve esa ambivalencia que durante mucho tiempo permitió su reivindicación con fines maternales e integradores. Incluso el desnudo integral sería bien visto siempre que fuera asexuado y permitiese evocar la fertilidad o, en el mejor de los casos, platónicos cánones de belleza como diseñados por los escultores de la Grecia clásica. No es extraño por ello que una parte del aparato de la dictadura comenzara a preparar su adaptación a los inevitables nuevos tiempos. Fue así como en febrero de 1975, con el Caudillo todavía listo para firmar sentencias de muerte, las nuevas normas de censura cinematográfica abrían la puerta al desnudo, siempre que, claro está, “se presente sin intención de despertar pasiones en el espectador normal”.

 

Aunque la reglamentación no clarificaba que debía entenderse por “espectador normal”, lo cierto es que las modificaciones sentaron las bases de lo que acabaría siendo aquel cine de destape que llenaría de tetas las pantallas españolas. E incluso iría más allá. En agosto de aquel mismo año, unos meses antes de la muerte del dictador, el realizador Jorge Grau comenzaba el rodaje del filme La trastienda donde María José Cantudo protagonizó el primer desnudo integral del cine español. De este modo, un erotismo edulcorado marcaba así los límites de la apertura programada. El PCE todavía debería esperar hasta abril de 1977, con un país todavía impactado por la matanza de los abogados laboralistas de Atocha, para su legalización.

 

En cualquier caso, ser conscientes del carácter integrador que los senos y el erotismo, convenientemente moderado, puede tener para el conservadurismo político, social y hasta religioso, no invalida para nada el potencial transgresor de los cuerpos. Baste para ello comprobar la obsesión que para muchos representa la necesidad de encorsetarnos moralmente la vida. Por eso no sorprende comprobar cómo al mismo tiempo que la teta fue conquistando una voz propia e irreverente en las sociedades, tuvo que enfrentarse a la más implacable ofensiva de quienes aspiraban a sujetarla, mantenerla domesticada en su determinismo biológico de glándula mamaria. De ahí que no sea extraño, tampoco, que la propia Agnès Sorel fuera la primera víctima de quienes no estaban dispuestos a consentir aquella osadía. Poco después de ser inmortalizada por Fouquet, la hermosa doncella sufría una prematura muerta no exenta de dudas y sospechas. De hecho, no faltaron voces que señalaron al futuro rey Luis XI como el instigador de un supuesto envenenamiento con el que quiso poner fin a las envidias despertadas por la amante real y al escándalo con que era vista su creciente influencia en la corte. 

 

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Han pasado ya más de cinco siglos desde la desaparición de aquella mujer de “teta hermosa” como la alabara Volteire en La doncella de Orleans. Pero pese al tiempo transcurrido, los guardianes de la moral y el orden no parecen dispuestos a bajar la guardia en su afán por domesticar y desarmar el potencial subversivo de los senos desnudos. Ni siquiera a realizar la menor concesión a lo políticamente correcto. En nuestros días, emprendedores como Mark Zuckerbergh parecen haber convertido en cruzada personal la lucha, desde Facebook o Instagram, contra los senos desnudos, conscientes del potencial transgresor de esa protuberancias orgullosas del cuerpo de mujer. La obsesión llega a unos extremos que supera incluso hasta el fanatismo más absurdo. Recientemente, el canal norteamericano de televisión Fox sorprendida hasta a los más intransigentes moralistas con su decisión de censurar las tetas cubistas plasmadas por Picasso en su reinterpretación de 1955 de Las mujeres de Argel pintado por Delacroix.

 

Claro que, por otro lado, motivos y razones para el miedo no les faltan. De hecho, las activistas de Femen, por ejemplo, ese provocativo movimiento impulsado por la feminista ucraniana Anna Hutsol allá por el año 2008, no dejan de generarles motivos de preocupación cada vez que tienen la menor oportunidad. Las espectaculares acciones que protagonizan han convertido sus pechos desnudos en una implacable arma de lucha contra la intolerancia, el machismo y la opresión. Ahí quedan para la memoria sus protestas a pecho descubierto contra las mordazas legales y policiales ideadas por Jorge Fernández Díaz, o la antifascista performance boicoteando el homenaje del Frente Nacional a Juana de Arco, la réplica asexuada y religiosa a Agnès Sorel idolatrada por los patriotas franceses.

 

Ellas son la teta irreverente, ácrata, subversiva. El pecho valiente que no teme la bota del policía, ni el puñetazo del ultraderechista. Son tetas libres y en resistencia que no dejan de gritarnos la existencia de otros horizontes posibles. Por eso sus pezones despiertan tanto pavor entre el establishment, la clase dominante, la casta o, simplemente, los de siempre. Por eso la Fox se empeñará, inútilmente, en difuminarlos.

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