Paula Becker (1876-1907) nació en Dresde en el seno de una familia burguesa e ilustrada que, durante su infancia, se trasladó a Bremen. Los primeros estudios de arte los realizó en Londres, donde sus padres la habían enviado a casa de una tía para que aprendiera el idioma. Al regreso, le permitieron seguir con la pintura a cambio de que terminara los estudios de maestra.

Una vez graduada con buenas notas, se traslada a Berlín –de nuevo en casa de un familiar– para proseguir con sus estudios de arte en una Asociación de Artistas muy exigente con los alumnos. Esta era la única manera que tenían las mujeres de estudiar un nivel superior de arte, puesto que les estaba vetada la entrada en las escuelas de Bellas Artes.

En los museos berlineses se familiariza con la pintura del Renacimiento alemán e italiano, y descubre el movimiento Nazareno, un grupo de artistas que, un siglo antes, se propusieron llevar su romanticismo a un estado de honradez y espiritualidad como suponían que había sido el cristianismo primitivo.

En 1897 (con veintiún años) descubre la colonia de artistas de Worpswede, un pueblecito con un paisaje muy pintoresco próximo a Brenen. Allí trabajan algunos pintores paisajistas descontentos con el academicismo reinante. Paula pospone un traslado a París para trabajar como institutriz, para pasar una temporada en la colonia. La cosa se alarga y termina casándose con su maestro Otto Modersohn. Pero, al igual que pasa con las otras mujeres de la colonia, su obra no es valorada, los hombres se niegan a considerarlas sus iguales.

El poeta Rainer Maria Rilke frecuenta la colonia y termina casándose con Clara Westhoff, la mejor amiga que Paula tiene allí. Rainer y Clara se van a vivir a París, lo que la deja en la soledad de un matrimonio que languidece y un ambiente que la reprime. Rilke es el único que ha entendido su arte y el fuego creador que la posee. En su treinta cumpleaños, le envía dinero para que pueda trasladarse a París, donde considera que desarrollará todo su potencial creativo.

En París estudia intensamente anatomía, trabaja sin descanso en su estudio y aprovecha todas las ocasiones que tiene para visitar exposiciones y museos. En la galería de Ambroise Vollard descubre las pinturas de un desconocido Paul Cézanne. “Su obra tuvo para mí el efecto de una tormenta” escribiría.

Otro descubrimiento trascendental fue el movimiento Nabi, unos artistas que, influenciados por el primitivismo de Gauguin, la sofisticación de las estampas japonesas y los colores puros, no aspiraban a reflejar la realidad si no a reinterpretarla con un significado propio. ¡Exactamente lo mismo que ella hacía con su pintura!

Pero París resultó muy duro, se quedó sin dinero después que solicitó el divorcio a su marido (ella sólo vendió dos cuadros pequeños en toda su vida) y pasó muchas dificultades de todo tipo. En esta época realizó varios autorretratos desnuda de cuerpo entero, algo que no había hecho antes ningún artista. Finalmente se reconcilió con Otto y decidió volver a Worpswede con él. Murió con treinta y un años pocos días después de dar a luz a su hija Mathilde.

Sus compañeros de la colonia Worpswede se dedicaron a difundir su obra, seguramente abrumados por la mala conciencia de la poca consideración que habían tenido con ella en vida. Como pionera, se convirtió en puente entre las vanguardias parisinas y el revolucionario expresionismo alemán emergente. Abrieron un museo dedicado a su obra en Brenen, siendo la primera vez en la historia que esta distinción se le hacía a una mujer.

Existe un paralelismo razonable entre Paula Modersohn-Becker y Vicent van Gogh (1853-1890): carreras a contracorriente, ningún éxito comercial en vida, muerte en plena juventud, influencia a las generaciones posteriores… Y otra vez gana el patriarcado por goleada. Mientras Van Gogh es visto como un nuevo mesías en infinidad de películas y novelas –convirtiéndose en el héroe de las subastas–, Paula es ignorada y reducida a una anécdota en la historia de la pintura.

La película alemana “Paula” (2016) era necesaria. Y hay que agradecer a su director Christian Schwochow y a todo el equipo técnico, el esfuerzo por la correcta ambientación y el rigor con que se narran los hechos, circunscritos desde la llegada de Paula a Worpswede, hasta el momento de su muerte. Se percibe cierta “anacronía ambiental” en los locales y el comportamiento de la gente en París, algo así como si los bares donde se reúnen los bohemios fueran discotecas y los dandis estrellas de rock. Con todo, resulta pecata minuta si lo comparamos con los desmanes hollywoodenses habituales.

Los premios del Cine Alemán la destacaron como el mejor diseño de producción y de vestuario. Y nada más. La crítica ha sido bastante dura con el film. Verdaderamente no se trata de una obra maestra pero, además de reparar un olvido, hay que considerar la dificultad de hablar de temas difíciles en el cine sin pasarse con el almíbar ni con los lugares comunes.

La fotografía es maravillosa en los exteriores y funcional en los interiores, la historia entretiene y atrapa de principio a fin… No se trata de defender las estériles buenas intenciones ni lo políticamente correcto, pero la película reivindica con dignidad y vigor el papel de la mujer en el arte y hace pedagogía con ello. El mayor espectáculo lo encontramos en los detalles y en la veracidad de los hechos.

(No confundir con la producción argentina del mismo título, un año anterior –2015–. Un drama que transcurre en época actual, en los alrededores de Buenos Aires.)

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