Navegando por la red, leí en algún lugar que la empresa alemana Trivago había realizado un estudio acerca de los destinos preferidos, por los europeos en general y los españoles en particular, para este periodo vacacional, la Semana Santa, que se nos viene encima. Entonces recordé que, allá por el año 1919, los uruguayos ya resolvieron llamarla “La Semana de Turismo”. Tal vez tuviera algo de profético, o quizás fuera una casualidad. Sea como fuere, lo cierto es que la Semana Santa, hoy día y casi cien años después, ofrece serios síntomas que indicarían un cambio en esa dirección. En efecto, y ateniéndonos a los resultados del estudio ya referido, uno puede identificar esa tendencia cada vez más evidente, que se dirige al parecer hacia una mutación de lo religioso, hacia el olvido de un rito sagrado que ahora estaría por convertirse en otra cosa. Quisiera o no, los resultados estaban ahí. Y lo que decían los números es que miles de personas reservaban esos días libres para sacar a relucir su lado más aventurero. Al parecer, ya no importaba tanto la última cena, el Domingo de Ramos, o el Lunes de Pascua. Ahora era el momento ideal para emprender un viaje, esa experiencia inigualable que es dar el salto hacia lo desconocido.

En este contexto, y siempre según el análisis realizado, los europeos preferían moverse por el viejo continente, en ciudades como Londres, París, Berlín o Amsterdam. No me pareció que ninguno de esos destinos tuviera una motivación de tipo espiritual, tampoco, y eso es cierto, tenían por qué significar lo contrario. En cualquier caso, se trataba de ciudades que tenían la misma relevancia turística en cualquier época del año, eran, al fin y al cabo, grandes urbes que recibían millones de visitantes anualmente. En este sentido, quizás lo más sencillo fuera concluir que ya no hablábamos de una decisión de carácter religioso, sino de algo meramente lúdico. Pero en fin, bien es cierto que podrían no ser más que especulaciones, no infundadas, desde luego, pero especulaciones a fin de cuentas.

El caso es que, a grandes rasgos, los destinos preferidos de los españoles no diferían demasiado de los de nuestros vecinos los europeos, y de hecho solo nos distanciaba el orden de esas preferencias. No obstante, no pude evitar sorprenderme cuando vi que, entre ciudades como París, Londres o Roma, se colaba la ciudad de Sevilla. Ahí es cuando me di cuenta de que otro punto de vista era posible, sí, podía ser que quedara algo de ese halo místico que se le suponía a la Semana Santa. Bien es sabido que es en la capital andaluza donde más importancia adquiere esta celebración cristiana. Y, en efecto, la elección de este destino podía significar que el recuerdo de la Pasión de cristo no había caído todavía en el olvido, al menos no en nuestro país. Pero entonces, cuando quise evocar algunas de esas escenas míticas, caí en la cuenta de que yo sí las había olvidado. Lo que yo no sabía es que aquel día era mi día de suerte.

Entonces me puse a navegar de nuevo, en busca de aquella historia que se me escapaba como humo entre los dedos. Descubrí que todo empezaba con la celebración de la Pascua judía, cuando Jesús decidió entrar en la ciudad de Jerusalén a lomos de un asno. Decían los expertos que aquello no era algo casual, al contrario. Formaba parte de una de esas profecías acerca del mesías, quien debía entrar en la ciudad precisamente de esa manera y precisamente aquel día. Luego se sucedían algunos episodios que no dejaban de intrigarme. Jesús entraba en el templo y destruía los stands de mercaderes y cambistas, quienes habían convertido aquello en poco menos que un mercadillo. Sí, por lo visto aquellos tipos aprovechaban la ocasión para ganarse un dinero a costa de los fieles, que debían pagar cierto impuesto para poder realizar su sacrificio a Yahvé, allí, en el interior del enorme templo que le habían dedicado. Era durante la Pascua Judía, tal vez debamos recordarlo. Una festividad durante la cual se rememoraba el día en que los israelitas habían logrado huir de Egipto, de la mano de Dios y su profeta Moisés. No se sabía nada de Cristo, cuidado, pero en Jerusalén ya se celebraba otro hecho memorable. Y ahí, precisamente, es cuando volví a preguntarme ciertas cosas. Si, tal y como decían las sagradas escrituras, Jesús cenó con sus discípulos, fue entregado a las autoridades y después ejecutado en días concretos, ¿Por qué ahora cambiábamos las fechas cada año? ¿Por qué no celebrarlo tal día de tal mes? Pues bien, al parecer eso tenía que ver con el calendario lunar.

Así que seguí navegando por la red, en busca de una nueva respuesta a una nueva pregunta. Entonces di con la tecla. Los evangelios afirmaban con bastante unanimidad que el episodio de la última cena y el del jardín de Getsemaní (allí donde Judas entregó a Cristo), sucedieron bajo la luz de la primera luna llena después del equinoccio de primavera. Más tarde, y cuando ya había pasados cientos de años después de la muerte del mesías, y tras largas discusiones entre diferentes facciones del cristianismo primitivo, se concluyó que la celebración de la pasión de Jesús tenía que coincidir con la primera noche de primavera en la que la luna luciera en su plenitud.

Llegados a este punto, mi cabeza iba recordando el caso de la Pascua judía, la coincidencia en la fecha entre esta y la pasión de cristo, además de la relación directa entre la noche fatídica y ciertos acontecimientos astronómicos. Entonces me acordé de que la Navidad también tenía algo que ver con las estrellas, esta vez durante el solsticio de invierno. De hecho, había leído hacía algún tiempo que, en realidad, la Navidad había sido Saturnalia; una festividad romana que celebraba el fin de los días más oscuros del año, y la llegada de tiempos más prósperos. Pero era una fiesta pagana, así que los cristianos, con el propósito de erradicarla, optaron por sustituirla. En cualquier caso, la mirada hacia al cielo había sido una constante desde que el hombre se convirtió en hombre, así que por qué iban a ser menos los adeptos al cristianismo. Tal vez, después de tanto tiempo, seguíamos celebrando aquellos acontecimientos que sucedían tan lejos, sucesos que se nos antojaban imposibles y que ahora quizás comprendíamos mejor.

Y al fin, después de aquel largo periplo por la historia, llegué de nuevo al Uruguay de 1919. Ahí es cuando pensé que si la Navidad había sido Saturnalia, si la Pascua hebrea seguía coincidiendo con la cristiana, si todas las festividades mutaron algún día, por qué no iba a hacerlo la Semana Santa. Y quién sabe. Puede que más pronto que tarde optemos por llamarla definitivamente la Semana de Turismo. Al fin y al cabo, viajar también tiene algo de místico, esa incertidumbre que solo provoca hallarse ante lo desconocido. Y quizá, en un futuro, sociedades modernas descubran que la Semana de Turismo era en realidad la Semana Santa, y que la Semana Santa había sido, al parecer, la celebración de la llegada de vientos más favorables.

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