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«¿Cuál es el fin hacia el que nos dirigimos? El disfrute sosegado de la libertad y de la igualdad; el reino de esta justicia eterna, cuyas leyes han sido grabadas, no sobre mármol o sobre piedra, sino en los corazones de todos los hombres, incluso en el del esclavo que las olvida, y en el del tirano que las niega. Queremos que en nuestro país la moral sustituya al egoísmo, la integridad en el obrar al honor, los principios a los usos, los deberes a las conveniencias, el imperio de la razón a la tiranía de la moda, el desprecio del vicio al desprecio de la desgracia, el orgullo a la insolencia, la grandeza de ánimo a la vanidad, el amor a la gloria al amor al dinero, las buenas personas a la buena sociedad. Queremos, en una palabra, satisfacer los íntimos deseos de la naturaleza, realizar los destinos de la humanidad, cumplir las promesas de la filosofía, absolver a la providencia del largo reinado del crimen y de la tiranía. ¿Qué  clase de gobierno puede realizar estos prodigios? Únicamente el gobierno democrático o republicano.»

Maximilien Robespierre

El 14 de julio de 2014 se cumplen 225 años de la prise de la Bastille (toma de la Bastilla), acontecimiento que marcó el inicio de la Revolución francesa. No es fecha baladí, puesto que los conceptos políticos barajados durante el proceso revolucionario francés siguen teniendo peso en nuestros días, del mismo modo que no han perdido actualidad sus contradicciones y yerros.

La defensa del Antiguo Régimen

Dos corrientes de pensamiento chocaron en la Francia de 1789 como sendos trenes lanzados a toda velocidad por la misma vía (dicho sea sin intención de parafrasear a Mariano Rajoy). Ambas compartían un profundo elitismo, aunque los respectivos postulados eran irreconciliables en sí mismos: una era la doctrina aristocratista que constituía el armazón ideológico del Antiguo Régimen, defendida por las plumas de Henri de Boulainvilliers y Louis Gabriel Du Buat-Nançay; su opuesta, la Ilustración, había surgido del desarrollo silente pero socialmente eficaz de las fuerzas productivas y las disciplinas científicas y sociales (avance protagonizado por la burguesía urbana), y contaba en sus filas con numerosa pléyade de pensadores y literatos.

Para legitimar las diferencias estamentales y, con ellas, los privilegios nobiliarios, el aristocratismo se basaba en un relato teórico más dado a las fuentes legendarias y aforístico-anecdóticas que al ejercicio historiográfico. En la estela de Boulainvillers, se sostenía que los privilegios del patriciado francés no eran sino herencia del derecho de conquista ejercido por sus directos antepasados sanguíneos, el pueblo germano de los francos, receptor del poder vacante tras la caída del Imperio romano. Según este argumento, la masa popular, descendiente de la población gala autóctona, accedía a su identidad francesa mediante cierta relación de mimetismo o simple asimilación de los elementos culturales francos, l’afranchissement (literalmente, el afrancesamiento, término acuñado por Du Buat-Nançay). Como Dios el mundo ordenado por las leyes naturales, la nobleza de origen franco había creado el Estado, para después folgarse en un perpetuo séptimo día de prebendas y vida muelle, justamente atendida por el pueblo, que debía satisfacer “impuestos, industria y trabajos corporales” según declaración del Parlamento de París de 1775. En una sociedad imbuida de principios teocráticos, el estamento nobiliario adoptaba el rol social de padre vigilante, celoso del buen orden de su heredad.

Las semillas de la Revolución

Mientras los paladines del aristocratismo seguían solazándose en la recreación de los propios mitos, en ambos márgenes del Atlántico se consolidaba el poder económico de los círculos urbanos dedicados al comercio, la prístina industria manufacturera, la banca y las profesiones liberales: el llamado Tercer Estado. El liderazgo social de los habitantes de los burgos ya se hacía evidente en la segunda mitad del siglo XVIII, sobre todo en Inglaterra, donde la Revolución de 1688 había confirmado la influencia de los comunes frente a la Corona, y también en las Trece Colonias, independientes desde 1775 con el nombre de Estados Unidos de América, cuya Revolución tuvo por detonante una revuelta contra los impuestos dictados por la metrópoli británica. En la Francia de 1789, ese poder factual aún no era de iure.

Hanna Arendt sostuvo que la burguesía logró su preeminencia económica sin buscar su equivalente político (Los orígenes del totalitarismo), tesis que no me atrevo a negar taxativamente pero que parece desmentida por la sola crónica de los acontecimientos históricos. La propia lógica del poder económico está indefectiblemente ligada a la hegemonía política; nadie acumula riqueza para deleitarse contemplándola, la capitalización va siempre acompañada de pretensiones a variado plazo, que precisan de condiciones positivas para realizarse. En este sentido, la práctica mercantil e industrial exige n marco jurídico propicio para su desarrollo, impracticable en un contexto político dominado por clases no solo pasivas, también parasitarias.

La primera y principal de las pretensiones burguesas se cifraba en el simple deseo de seguir incrementando el volumen de sus negocios. El orden severo del Antiguo Régimen pudiera parecer propicio a ello, pero… por ejemplo, ¿qué pensaban los comerciantes cuando, para transportar su mercancía de una región a otra, debían someterse al peaje caprichoso de las aduanas interiores, interpuestas por los nobles en las lindes de sus dominios? De un primer sentimiento de pura rabia por el quebranto económico derivado de las dádivas, fácil sería transitar hacia una reflexión acerca de la legitimidad de tales aduanas, ejercicio que acrisola el enojo en indignación, aportándole un carácter moral. Y de la puesta en común de los pensamientos críticos entre distintas personas afectadas, no sólo catalizaría un sentimiento de pertenencia social –al grupo de los perjudicados por la arbitrariedad de los aristócratas– sino que serviría para animar acciones de fuerza en pro de los intereses comunes. La protesta estaba servida.

En la teorización y reivindicación de los requisitos políticos y jurídicos imprescindibles para el incremento de sus negocios se configuró la conciencia de clase burguesa; su identidad colectiva. Cuando la tensión entre la norma arcaica y la pujante actividad socieconómica amenazó con provocar la parálisis de la segunda, estalló la Revolución. Así pues, desarrollo material y cultural, identificación social y reivindicación política son –o parecen– procesos tan sincrónicos e íntimamente relacionados, que extraña el aserto de Hanna Arendt sobre la despreocupación inicial de la burguesía con respecto al ejercicio del poder.

Un movimiento político singular

Cuando los pensadores aristocratistas seguían reivindicando la justicia del estatus hereditario en la inmovilidad de un mundo consumado en su orden y recursos, los pensadores ilustrados exigían cambio político y libertad de acción en aras de la generación de nuevas riquezas. Que prevaleciera uno u otro estilo de vida dependía, en buena medida, del signo ideológico de las magistraturas. Como escribió Jean Jaurés en su Histoire socialiste (1901-1914), la Revolución francesa expresa la madurez histórica, el momento culminante de la lucha por la hegemonía política de la burguesía. No se trató ya, como en el caso de la Revolución inglesa de 1688, de la lucha contra un poder monárquico socavado por el precedente de las concesiones protodemocráticas de la Carta Magna, otorgada por el rey inglés Juan sin Tierra (1215); ni de la vuelta de tuerca al sistema parlamentario británico protagonizada por los habitantes de las Trece Colonias. Por el contrario, la Revolución de 1789 supuso un asalto directo y sin componendas a un régimen absolutista bien consolidado.

Pertrechados de sólidos argumentos filosóficos y antropológicos gracias a la pluralidad del pensamiento ilustrado (tanto francés como británico, por igual de Hume y Voltaire, de Locke y Diderot), la burguesía revolucionaria francesa proclamaba un igualitarismo racionalista opuesto a la preeminencia de sangre, y, más allá de ello, negador de toda norma colectiva que no superase el tamiz de la crítica. Además, elevaba a valores axiológicos las virtudes que habían propiciado su primacía crematística: la areté del esfuerzo y el tesón, y la capacidad de resolución basada en la libre disposición del raciocinio. No se trataba de preceptos improvisados con carácter de urgencia por un selecto grupo de alquimistas políticos, sino de convicciones larvadas durante largo tiempo, nacidas del intenso contacto de los individuos con su medio social y emocionalmente supeditadas a una necesidad de creencia en la bondad de un proyecto colectivo (según Gramsci, todo movimiento social precisa de este componente de cariz religioso, basado más en la creencia que en la evidencia, para cohesionarse internamente y protagonizar los grandes cambios sociales).

El ciudadano como arquetipo antropológico

Ninguna revolución se ha contentado con propugnar un modelo alternativo de relaciones económicas, puesto que el idealista necesita de fundamentos más profundos para la justificación moral de su lucha (sobre todo si esta se embadurna, con frecuencia, con el tizne de acciones no siempre morales). Ese sentido último suele concretarse como un bien, que es el resultado de perseverar en el nuevo statu quo surgido de la revolución. Así, ¿puede haber mayor logro que la transformación integral del ser humano en un sujeto más libre, más justo, más bueno? La Revolución francesa presentó un modelo inmanente e inmediato –de ahí su éxito– de este prototipo humano: le citoyen, el ciudadano. Una nueva categoría política que implicaba igualdad de trato legal con la aristocracia, inviolabilidad de conciencia y libertad de industria.

Trasunto jurídico y social del sujeto racional individual, el ciudadano abarcaba una doble proyección moral y creativa. Mucho tenía de esa “actividad pura” que Fichte atribuyó al yo original, pues le correspondían los ejercicios de reflexión política, participación pública, protagonismo económico y servicio militar. No en vano advirtió el constitucionalista Emmanuel-Joseph Sieyès que no hubo peor Estado que aquel donde se instituyó la holganza, refiriéndose a la posición social parasitaria de la aristocracia en el Antiguo Régimen (y eso que Sieyès se opuso a la abolición de los títulos nobiliarios…).

Si el linaje marcaba la antigua –y muy pasiva, aunque lucrativa– preeminencia del patricio, la Revolución quiso instaurar el esfuerzo creativo como condición de dignidad: la cultura productiva del trabajo, la capacidad racional de resolución de problemas, el talante esforzado ante la adversidad. Una calidad, por tanto, al alcance de todos los individuos racionales por disposición natural. Así quedó expresado en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, promulgada por la Asamblea Nacional Constituyente el 26 de agosto de 1789. Esta podría ser la antología de sus prescriptos:

  • Los hombres nacen libres e iguales en derechos.
  • Las distinciones sociales no pueden fundarse más que en la utilidad pública.
  • El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre, que son la libertad, la propiedad y la resistencia a la opresión.
  • La ley es la expresión de la voluntad general.

Libertad, igualdad… y propiedad

Junto al encumbramiento de una creatividad notoriamente económica, cabe llamar la atención sobre la sacralización legal y axiológica de la propiedad, o lo que venía a ser lo mismo, la sanción revolucionaria de la desigualdad social, plasmada en el lema Libertad, igualdad, propiedad.

En el marco conceptual de la Declaración, el término “propiedad” puede interpretarse como el instrumento material que posibilita el desarrollo de la capacidad creativa del sujeto racional, de modo que los resultados de dicho proceso deparen bienestar económico y predicamento social a su protagonista. Los revolucionarios debían pensar: a partir de ahora, no será más rico quien más tenga a causa de sus privilegios, sino quien más logre mediante su esfuerzo e inteligencia. Por otra parte, una de las características del Antiguo Régimen estribaba en las restricciones de acceso a ciertas actividades económicas –o en limitaciones de las mismas– que pesaban sobre el Tercer Estado; en este sentido, la defensa de la propiedad conllevaba una fuerte connotación democrática.

Sin embargo, la propiedad es en sí misma fuente de desigualdad, lo cual contradecía no sólo uno de los grandes ideales revolucionarios, sino también las aspiraciones de promoción social de la plebe: ¿cómo armonizar los intereses de clase de la gran burguesía mercantil agrupada en torno al partido de la Gironda, con las reivindicaciones sociales de la pequeña burguesía, el artesanado y, a partir de 1793 (año de promulgación del sufragio universal masculino), de la masa plebeya de los sans-culottes?

Dicho de otro modo: no todos los revolucionarios eran iguales. Unos y otros coincidían en la necesidad de efectuar cambios sustanciales en el ámbito político, jurídico y económico, pero había quienes defendían el sufragio censitario y planeaban aplicar los principios más estrictos del laissez faire, laissez passer (los girondinos), mientras que otros confiaban en una república de vocación más distributiva, la cual, además de reconocer los derechos del hombre, también debía contribuir a la tutela y desarrollo de estos dones con actos de justicia distributiva. De hecho, la acumulación original de riqueza por parte de la gran burguesía dotaba a esta de medios suficientes para imponer su poder político, lo cual quebraba de raíz el principio de igualdad y favorecía la entronización de una nueva aristocracia, plutocrática en este caso.

La reacción jacobina y el Terror

Para los estamentos pequeñoburgueses y plebeyos agrupados en torno al jacobinismo, la instauración del Terror (1793-1795) significó un guiño cómplice de la República, pues la intervención directa y severa del Estado se alzaba no sólo en azote de los contrarrevolucionarios que pretendían restaurar la monarquía absoluta, sino también como gran fuerza de nivelación social ante ese principio de competitividad desenfrenada que amenazaba con crear otra sociedad de amos y siervos. La nueva consigna revolucionaria, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, directamente aludía al sentimiento de estrecha cohesión, basado en el mutuo socorro, que debía presidir las relaciones entre los ciudadanos.

Suele decirse que toda persona alberga en su interior un ángel y un demonio. Si así fuera, esas dos potencias adversas proyectan su influencia, tal vez por igual, en la obra de los humanos. El caso es que la bestia (el Terror) y el ángel (el ideal de Fraternidad) convivieron en el cuerpo social de aquella república que, con la Constitución de 1793, había reforzado poderosamente su basamento de derechos y libertades (sufragio universal masculino, referéndum, derechos al trabajo y la instrucción, obligación estatal de atender a los indigentes, redención de la tierra…), pero que cayó a la vez bajo la sanguinaria vigilancia del Comité de Salud Pública. Muy pronto, la defensa del ordenamiento republicano perdió el mínimo atisbo de rigor legal e intelectual para convertirse en una cacería de todo elemento discrepante con respecto a la dirección del Comité, que de facto concentró todo su poder en Robespierre tras la muerte de Marat a manos de la realista Charlotte Corday (1793) y el ajusticiamiento de los líderes revolucionarios Danton, Hébert y Desmoulins, guillotinados en 1794.

Las palabras que anteceden a este artículo («¿Cuál es el fin hacia el que nos dirigimos?…”) fueron pronunciadas ante la Convención por Robespierre. A tenor de lo leído, sus fines eran loables, pero no tanto los medios que adoptó en el intento infructuoso de consumarlos, pues la Revolución engulló a buena parte de sus hijos cuando la gravedad de las amenazas que se cernían sobre ella, desde dentro y desde fuera de Francia, suscitaron en su máximo líder la pregunta sobre la conveniencia de disociar política y moralidad (un caso paradigmático de sujeción, figura retórica consistente en que el autor se hace a sí mismo una serie de preguntas sabiendo de antemano cuáles son las respuestas, que él mismo proporcionará). En esta interrogación falaz estriba el origen del Terror: la República, se argumentó, sólo podía salvarse con la administración del dolor. El mal infligido a unos cuantos –cada vez más numerosos– enjuagaba su crueldad en los efectos benéficos que supuestamente deparaba para la supervivencia de la patria republicana.

Robespierre nunca se entregó intelectualmente a la dicotomía entre política (la acción útil) y moral (los márgenes reguladores de toda acción aceptable); cabe recordar, en este punto, su antiguo protagonismo como defensor de la abolición de la pena de muerte. Sin embargo, al prestarse al juego de cálculo entre el mal mayor y el mal menor, no comprendió que la funcionalidad política de la República estaba ligada, de modo insoslayable, a la excelencia ética de sus procedimientos, porque en la Política con mayúsculas no hay peor receta que parecerse a lo opuesto (en este caso concreto, que asimilar los métodos y argumentos de la tiranía). Todo ello condujo a Robespierre al envilecimiento (y finalmente, a la propia guillotina), porque la práctica del mal, lejos de fortalecer al Estado y a sus agentes, a la postre los denigra y amenaza, además de socavar la autoridad de las instituciones (por muy democráticas que puedan ser estas en su conformación). Sabrosa moraleja para los políticos de nuestros días.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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