El juego de la rana requiere tino, vista y temple para acertar e introducir diez discos de hierro en los múltiples orificios con obstáculos de la mesa de la rana. El juego de las bochas precisa serenidad, fuerza y visión de estratega; la bola de metal debe pesar entre 900 y 1.200 gramos, y, además de situar las propias bochas lo más cerca posible de un objetivo llamado «balín», hay que golpear y alejar aquellas que se lo impiden.

Foto: Juan Dolcet

La lucha leonesa es un rudo ballet en el que no se trata de herir o golpear al contrario, sino de que su espalda toque el suelo; el lanzamiento de barra castellana desarrolla por igual los músculos y la destreza, y de este juego decía Sebastián de Covarrubias: «De estas barras tienen en los molinos para levantar las piedras de ellos, y los molineros, que de ordinario son hombres de fuerzas, suelen tirar con ellas y hacer apuestas». Gana el lanzador que tira más lejos la barra metálica de más de setenta y cinco centímetros de longitud y más de cinco kilos de peso, sin que gire en el aire por su eje transversal. El juego del palo canario, ya sea al estilo Palo Corto o al estilo de Palo Largo, ya sea agarrándolo por el centro, sin recogidos ni molinetes de defensa, agachados o, incluso, con la rodilla en tierra; ya sea con Palo Largo, agarrado por un extremo, con técnicas circulares (golpes) y punzantes (finchadas), es un enfrentamiento lúdico entre dos jugadores que se marcan (señalan) y se atajan (defienden) con golpes retenidos, evitando hacerse daño, y requiere una gran pericia.

Durante siglos, esta vieja raza en la que se mezclan tantas ha urdido juegos y diversiones que no precisan otra cosa que una era o un erial, un corral y los utensilios a nuestro alcance, y hemos atravesado los siglos cruzando a pie enjuto el proceloso mar de las diversiones de señoritos.

Actualmente, sin embargo, entre nuestros retoños ha surgido la raza trepadora del homo novus o advenedizo, que concede gran importancia al status social, que desprecia y rechaza a los que considera inferiores y que admira, imita y pretende asociarse con aquellos que lo desprecian y se consideran superiores. A este oprobio le ha dado por jugar al golf, donde se cultiva la rodilla genuflexa, la curva de la cadera praxiteliana, el pie zambo, la verticalidad sin donaire, cierta propensión al paseito endomingado, y esa capacidad para concentrar la atención en las chuminadas que distingue a  un snob, un pisaverde, un currutaco, un cucubeo mental, un mequetrefe, un chichipán,  de un hombre de verdad.

Golpear una pelotita con un bastón rematado con una especie de cacito en calderón, tocarse con una gorra de jinete asalariado, llevar un guante almohadillado, unos zapatos anatómicamente inapropiados para los pies, con unas posturitas y jeringonzas propias de los caricatos de Circuitos Carceller, no puede ser sano para el cerebro, y mucho menos para el amor propio. Si lo tuvieran…

Se les debería declarar «material biológicamente nocivo», molas invasoras, y acabar con esa infestación de campos de golf que los alberga.

Foto portada: Jóvenes jugando a la rana en el Camino de las Aguas (1950). Tomado de «Salamanca al día RTV».

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