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Javier Pérez Andújar, Gregorio Morán y Oriol Serrano. Fotos: Francesc Sans

En la necrológica que publicamos en Rambla decíamos: “Combativo, gruñón y con cara de bucanero varado en su nave/librería de la calle Verdi, nunca fue amigo del falso mundillo literario donde el postureo, el arribismo y la búsqueda de abrigo, canonjías y prebendas varias, nada tienen que ver con la calidad literaria, ni con la literatura a secas. Por ello Josep Batlló fue uno de los “olvidados”, como en su día lo fuera el malogrado cantante y actor Ovidi Montllor”.

Si hay un día propicio para callejear por el barrio de Gràcia de Barcelona, ese es un viernes por la noche, cuando las plazas están a rebosar de vida y los garitos se llenan de personas de las más insospechadas procedencias. Un viejo amigo de Batlló, el fotógrafo Francesc Sans, y el que suscribe, el pasado viernes cruzábamos la plaza de sonoro y evocador nombre, “Revolución”, para dirigirnos a la calle Verdi, 12, sede de la librería Taifa. Convocados por Jordi y Roberto, los libreros actuales, acudíamos al acto homenaje a José Batlló, fundador de la librería y uno de los últimos bardos de una Barcelona “oficial” que suele olvidar a los obreros de la cultura, los que no están ni en capillas políticas o editoriales.

Los que tuvieron la suerte de conocer muy de cerca a Batlló, y depende el día, soportarlo, nos dicen que en más de una ocasión desaparecía de actos donde él era el protagonista, y éste no iba ser una excepción. Batlló no asistió, el muy cabrón.

La librería estaba a tope de amigos y clientes, algunos rabiosamente jóvenes que procesan la fe libresca y librera cimentada en la república, que no el reino, de Taifa. Como maestros de ceremonias estaban el novelista Javier Pérez Andújar, el veterano y crítico periodista Gregorio Morán y el distribuidor de libros Oriol Serrano. Hubo anécdotas, lecturas de poemas, y emocionados recuerdos de clientes del librero. Y cava, mucho cava para brindar. No era fácil entrar en la particular ironía y forma de ser de Batlló, poeta, librero, editor, y antólogo. Tenía lo que podíamos decir, valga la contradicción, un humor malhumorado. De alguna forma, por lo que allí se contó, antes de adquirir algunas de las joyas bibliográficas que el librero guardaba en un armario cerrado y con vitrinas, tenías que demostrar que eras digno de llevarte aquel ejemplar. Contaba un poeta que pidió prestado a familiares y amigos las 8.000 pesetas que les costó un poemario guardado en ese misterioso y codiciado armario. Batlló daba el precio y miraba al comprador esperando que desistiera, así era él. Pero el poeta, dando un aire de misterio y de intriga a su respuesta dijo: “Pues…, me parece barato”. Batlló sonrió con sus ojillos de ratón bibliotecario.

Que el espíritu de Batlló sigue habitando la librería, lo demuestra la famosa pizarra que mantienen al día Jordi y Roberto, y que no hay viandante de la calle Verdi que no se pare a leer. Algunas de sus joyas:

“Es mentira que Dios esté en todas partes. Aquí estarán seguros”.

 “A veces, las calles se vacían de gente a la que no le gusta el fútbol”.

“Hartos de libros, queremos vender preferentes”.

O la que se podía leer en estos días: “Apadrina a un sociata. En una presentación de un libro pusieron un cartel de esta guisa:

“En esta presentación no se tolerarán actitudes machistas, homófobas, racistas, Convergentes, gironinas, celiacas, posestructuralistas y bajo ningún concepto se firmará un puto libro. Si quieren un libro firmado vayan a ver a Albert Espinosa al chiringuito de Planeta durante el Sant Jordi”.

La librería se fue vaciando de gente. Los cinéfilos que bajaban por la calle Verdi, procedentes de los cines homónimos, se mezclaron con los huérfanos de José Batlló, para confluir todos en la plaza de la Revolución de septiembre de 1868. ¡Qué casualidad!… estando allí algunos móviles empezaron a sonar, el comandante Fidel Castro había muerto. El siglo XX, “Vivimos revolcaos en el merengue. Y en el mismo lodo. Todos manoseaos”, se fue de verdad. Como dejó escrito José Batlló:

Ahora nos dejan solos

Y como chiquillos que en mitad de la noche

Silban, con falsa viveza,

Su miedo,

Tendemos nuestros brazos

El uno al otro,

Y esperamos,

Con el corazón en vilo,

La llegada de la luz,

Acechando en el silencio

Cualquier ruido amigo,

Cualquier movimiento vivo. 

Quizá, cuando nazca la mañana

Dejando gotas de rocío

En nuestros párpados espantados

Y en nuestros cuerpos entumecidos,

Vuelvan los demás,

Y con su jolgorio y su bullicio

Nos arranquen una sonrisa de perdón.

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