Con un prólogo de Bernardo Atxaga y traducción de María Roces González, en la colección “Nuevos Tiempos” de la editorial Siruela, se presenta la última novela del escritor albanés afincado en Catalunya, Bashkim Shehu. El misterio sobre la muerte del escritor Walter Benjamin en Portbou (Girona, Catalunya) se cierne sobre esta narración.

Bashkim Shehu (Tirana, 1955), se inició en la escritura cultivando el relato y el guión cinematográfico, hasta que en 1981 fue encarcelado cuando su padre, Mehmet Shehu, cayó en desgracia. Mehmet Shehu fue Primer Ministro del gobierno del Partido del Trabajo de Albania (PTA), que dirigía férreamente Enver Hoxha.

Mehmet Shehu participó en la Guerra Civil española encuadrado en las Brigadas Internacionales, experiencia militar que le sirvió en su etapa de partisano, luchando contra la invasión de Albania por la Italia fascista, primero, y la Alemania nazi, después. Fue cuando se afilió al Partido Comunista de Albania que, después de la liberación, se convirtió en el PTA. Llegó a ser un hombre fuerte del régimen y dirigió la “Sigurimi”, la policía política, cuando fue Ministro del Interior, desde el año 1949 al 1954. Al ministro se le acusó de un supuesto complot contra el régimen totalitario de Hoxha, y terminó con el extraño suicido de Mehmet Shehu, en 1981. Como era habitual en aquella época, la familia sufrió las consecuencias. Tanto Bashkim, como su madre y hermanos, sufrieron destierro y cárcel durante 8 años. Uno de los hermanos, Vladimir, fue impelido al suicidio mientras era interrogado durante un periodo de “libertad”. La madre, Fiqrete Shehu e ideóloga del PTA, también falleció presa. Los hermanos Shehu que sobrevivieron fueron liberados a la caída del régimen.

Mehmet Shehu

Con la libertad llegada en 1991, Bashkim Shehu decidió dedicarse por completo a la literatura y la traducción. Está licenciado en Literatura y Filología albanesa por la Universidad de Tirana, y además del idioma materno, habla inglés, francés, italiano, castellano y catalán. En 1997, el escritor albanés llegó a Barcelona amparado por el programa “Ciudades Refugio”, que el Parlamento Internacional de los Escritores dedica a creadores que trabajan en situación de peligro. Terminado el periodo de acogida, Bashkim Shehu y su esposa decidieron quedarse en Catalunya y obtuvieron la nacionalidad española. Desde 2001 al 2011, el escritor trabajó como asesor del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Como traductor, obtuvo en 2001 el premio a la mejor traducción del año traduciendo al albanés la magna obra de Karl August Wittfogel, Despotismo Oriental. También ha traducido al albanés a escritores catalanes como Jaume Cabré o Jordi Puntí, entre otros. Sus novelas, ensayos y relatos están traducidas al francés, inglés, italiano, rumano, serbio, español y catalán. Entre ellos apuntaremos los títulos Confesión junto a una tumba vacía (Ed. Península, 1988. sueño autobiográfico), El último viaje de Ago Ymeri (versiones en catalán y castellano, ed. Meteora, 2001). Aunque los libros más importantes, en opinión del autor, aún no están traducidas al castellano: Mozart, me vonesë (Mozart, con retraso – Novela), ed. Toena, Tirana, 2009; Loja, shembja e qiellit (El juego, el hundimiento de los cielos – Novela), Toena, Tirana, 2013; Fjalor udhëzues për misterin e dosjeve (Glosario para orientarse en el misterio de los archivos secretos),  Toena, Tirana, 2015 y Korrespodentziak / Korrespondime / Correspondencia Bernardo Atxaga & Bashkim Shehu, Donostia / San Sebastián, 2016, Europako Kultur Hiriburuar / Capital europea de la cultura, ed. Erein.

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“¿Qué tienen en común los reveses de la vida del filósofo berlinés Walter Benjamin y los azares que abruman a un joven preso político, en el penal albanés de Burrel? Su querencia por lo inasequible, su inclinación al suicidio, sí, pero sobre todo la figura del ANGELUS NOVUS, el ángel de la historia que no percibe más que una inmensa acumulación de ruinas sobre ruinas…”.

Sobre esta novela ha dicho Ismaíl Kadaré: “Bashkim Shehu, uno de los mejores y más relevantes narradores albaneses, nos brinda una novela que destaca por su rara delicadeza”.

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Aquí les ofrecemos las primeras páginas de la novela:

Dedicado a Mustafá Bajraktari, quien se suicidó en presi­dio a los veintinueve años. Salvo en lo referente a hechos vividos u oídos contar, la presente narración se sustenta en los escritos de Walter Benjamin, en la biografía del autor de Bernd Witte y en los nuevos documentos sobre la muerte de Walter Benjamin de Ingrid Scheurmann.

“Tal vez sea uno de esos seres que, según el Talmud, son creados a cada instante en innumerables legiones para ca­llarse y desaparecer en la nada después de haber elevado su voz ante Dios”.

Walter Benjamin.

Portbou

Portbou es una pequeña ciudad o un pueblo grande si­tuado en la frontera francoespañola, del lado español y en su borde mediterráneo. Es la última población hispá­nica cuando el viajero pasa de España a Francia y la pri­mera a la inversa, cuando entra desde Francia en España, como llegó Walter Benjamin un día de septiembre del año 1940. Si se viaja en tren, lo que no pudo hacer enton­ces Walter Benjamin, quien atravesó los Pirineos y cruzó la frontera a pie, es preciso hacer un alto en el camino de alrededor de una hora, incluso contando, como en la actualidad, con el Acuerdo Schengen: la escala se debe al cambio del ancho de vía y a la imprescindible adaptación de los ejes de los vagones, diferencia mantenida, por evi­dentes razones militares, desde una época anterior a la de la guerra que acababa de comenzar cuando Walter Benjamin llegó a la villa. Desde la estación de ferrocarril, tanto a última hora del día o de la noche como a cualquier otra, Portbou, ese pueblo grande o ciudad pequeña en una garganta a orillas del mar, parece desierto, se diría que hace años que nadie pone los pies en él. Parece el último confín del mundo. Y el mar, por más cerca que esté, no se divisa. Hube de llegarme al otro extremo, al cementerio, allá donde se guardan los restos de Walter Benjamin. El cementerio se encuentra sobre un cantil que me produjo la ilusión de que el cielo se desplomaba sobre el mar, y desde allí divisé el mar. También lo hice a través del mo­numento conmemorativo a Walter Benjamin, un túnel que imagino o veo ahora casi, casi vertical, abierto en la roca, un paso subterráneo revestido de grandes placas metálicas, oxidado, hueco, un espacio por donde arrojar violentamente el cuerpo de un hombre a la inmensidad del mar y a la inconmensurable eternidad.

Bashkim Shehu

Un momento de silencio

Silencio, in memoriam.

Un fragmento citado de memoria

En realidad, la historia que quiero contar comienza mu­cho antes de mi visita al monumento a Walter Benjamin. Y lo hace en otro lugar, a unos mil quinientos kilómetros al este, del lado de allá del mar que se divisa y no se divisa en Portbou. Un comienzo que nos lleva hasta un lugar donde el mar se ve todavía menos, a Burrel, que está de­cenas de kilómetros al interior del territorio montañoso de Albania, y más concretamente al penal de Burrel, donde hasta la vista del cielo resulta angosta en extremo. Y el cielo saja la ventana enrejada, como se dice en la primera estrofa de la canción de los presos, una especie de him­no secreto, transmitido generación tras generación desde la reapertura del penal tras la Segunda Guerra Mundial. Mientras que en el verso precedente, si mal no recuerdo, se dice poco más o menos: Y los muros ciegos ocultan el sol. La angostura del cielo no tenía que ver solo con el in­terior del edificio del penal, ni tampoco simplemente con la estrechez de las ventanas de entrecruzados barrotes. Fuera, en las dos horas de patio, el cotidiano aireamien­to repetido durante miles de días, el cielo, entre los al­tos muros del recinto y sobre las cabezas de los presos, abismados en conversaciones sin fin con compañeros de celda o consigo mismos, el cielo, digo, era y no era cie­lo, aunque supieras que aquel trozo de firmamento, por cambiante que fuera en el curso de las estaciones, los días y las horas, seguía siendo el mismo. Te acostumbrabas. Y te acababas convenciendo de que aquello, a la postre, era el universo. Pero necesitabas tiempo, se entiende. Y aún necesitabas más para comprender exactamente lo engañosa que resultaba la primera impresión que te pro­ducía aquel penal. Un edificio nada imponente, de una planta, sumamente alargado, algo parecido al depósito de las cooperativas agrícolas. O a un establo, el uso que le habían dado los italianos durante la ocupación para gua­recer en él las mulas de su ejército, cuyas argollas para atarlas seguían en el mismo lugar, en las paredes de las celdas especiales, que ahora se utilizaban para encadenar a los reclusos, a quienes se mantenía medio colgados, ni sentados ni en pie, en ocasiones hasta treinta días. Mas tal vez lo que alimentara aquella engañosa primera im­presión fuera la franja de tierra cubierta de yerba junto a los muros del patio y el edificio del penal, o puede que lo fuera el tono ocre, tirando a sepia aquí y allá, con el cual se pintaban los muros del patio y el edificio del penal hasta cierta altura, poco más o menos hasta la altura del talle, ribeteando por la parte de abajo el blanco uniforme que llegaba hasta arriba del todo, el blanco de la cal, ce­gador los días soleados. La vista de la cal habría de influir igualmente en aquella engañosa primera impresión, pero aún más, añado, la sensación de tierra que daba el tono ocre tirando a sepia aquí y allá. Le restaban asimismo imponencia al recinto las consignas escritas por la co­mandancia del penal con pintura roja sobre cuadriláteros regulares en los muros del patio al que salían los presos a tomar el aire. “Gloria al marxismo-leninismo”. “Viva la República Popular Socialista de Albania”. “Viva la dicta­dura del proletariado”. Cito “de memoria”. Y no parecía que fueran una broma. Ayudaban, en resumen, a estable­cer en la mente del recién llegado la extraña comparación con el almacén de alguna cooperativa agrícola.

En todo caso, como cabe deducir de las citadas consig­nas, la historia que quiero contar tiene su inicio mucho después de la muerte de Walter Benjamin en Portbou. Estamos en el año 1987, más concretamente en septiem­bre de 1987, aproximadamente tantos años después de la muerte de Walter Benjamin como los que él tenía en el momento de su fallecimiento. Y todo ello resulta indi­sociable del interrogante al que remite la propia palabra «historia» y del enigma que encierra y sus múltiples sig­nificados. Se inicia con la cita del fragmento de un escri­to de Walter Benjamin que solté “de memoria”. Estaba recorriendo el patio de arriba abajo, más exactamente uno de los dos patios de aireamiento, que eran iguales y estaban separados por una pared tan alta como los muros circundantes, con una portezuela de hierro entre ambos que jamás vi que se abriera. Y que nunca supe para qué servía. Se podía pasar de un patio a otro atravesando una zona prohibida a los reclusos, por la parte de la entra­da al penal, que solo podía cruzarse, como es obvio, en compañía de un guardia. He dicho por la parte de la en­trada, porque nunca pude figurármela como de la salida. También podía pasarse de un patio a otro por el interior del penal, por donde yo mismo había llegado algunos días antes, a través de un largo y estrecho corredor con sucesivas puertas enrejadas, igualmente custodiado por un guardia. Tales recorridos solo eran posibles cuando te cambiaban de dormitorio o celda común, es decir, cuando la comandancia te mandaba de una de las nume­rosas celdas compartidas del penal a otra y esa otra se encontraba en la parte del edificio al que correspondía el segundo patio, esto es, el opuesto al del sector del que te acababan de trasladar. El porqué se producía este cambio de dormitorio común, después de haber pasado hasta treinta días en el calabozo disciplinario, o sin haberlos pasado, era un misterio, como también lo era la razón por la cual te mandaban al calabozo disciplinario, algo que a mí me proporcionaba un aspecto terroso, un color ocre pálido o en todo caso parecido al de la parte infe­rior de los muros, como me dijeron mis compañeros en cuanto salí de allí en dos ocasiones, no solo a finales de invierno sino también a la caída del verano, transcurridos veinte días cada vez. Pero ahora me habían cambiado de dormitorio común sin haber pasado por el calabo­zo. Y he aquí que estaba recorriendo el otro patio de arriba abajo, en horario algo distinto al de hasta ahora, mas con una diferencia insignificante, en cualquier caso. También mis compañeros eran otros: no conocía a casi ninguno de ellos hasta que llegué a este sector. De todas formas, allí, en el penal de Burrel, dado que cada celda compartida era «un pequeño mundo cerrado y encerra­do en sí mismo no menos que las mónadas de Leibniz, o tal vez precisamente por ello», como decía el protago­nista de esta historia, que aparecerá en breve, los internos se conocían, en cierto modo, antes de haber coincidido, por los comentarios o narraciones de aquellos con quie­nes habían compartido celda con anterioridad, y es así como en el principio fue la palabra, para después hacerse hombre cuando te encontrabas con ese alguien del que habías oído hablar en otro dormitorio, y el hombre se hacía palabra de nuevo y así de forma sucesiva e infinita. Y es que, en realidad, las conversaciones no tenían fin. Al igual que, de modo simultáneo, era asombrosamente inmenso el silencio de los presos. Aunque, por extraño que parezca, el tiempo consiguiera ensamblar esta doble infinitud, las conversaciones y el silencio.

Estaba, pues, recorriendo de arriba abajo uno de los patios de aireamiento del penal de Burrel un día de sep­tiembre del año 1987. Aquí comienza la historia que quiero contar, con un fragmento citado “de memoria” de un escrito de Walter Benjamin. Mientras lo recorría, charlaba con un compañero, Mark Gjoka, o Mark Sh­pendi, y continuábamos la conversación iniciada días atrás, justo cuando me condujeron a este otro dormito­rio o celda común, por lo que conjeturaba que la con­versación sería de las que se prolongan indefinidamente. Acababa de conocer a Mark, pero había oído hablar mu­cho de él a un compañero de la celda compartida de la que me acababan de trasladar. Según aquel, Mark Gjoka, o Mark Shpendi, poseía una mente singular. Eso mis­mo me pareció a mí; al menos era lo que demostraba la punzante curiosidad que sentía mi interlocutor por los libros que no había leído, que no había podido leer, y de los más diversos géneros, pero que, en definitiva, según pude advertir por su forma de preguntarme, se agrupa­ban en lo que podríamos llamar filosofía, aunque lo más sorprendente era su facilidad para citar, muy a menudo, pero siempre a propósito, fragmentos de lo poco que había podido leer. Por lo que pude colegir, eran citas casi al pie de la letra, con alguna pequeña modificación, que no alteraba el contenido, lo que parecía producirse ca­sualmente y sin que cupiera explicación alguna. En algún momento de la conversación le expresé mi sorpresa por ello y mencioné el sueño de Walter Benjamin de escribir un texto únicamente con citas. Me preguntó entonces que quién era Walter Benjamin, que en esa época aún no había sido publicado en Albania. No sé si habría siquiera algún libro suyo en la Biblioteca Nacional, aunque fuera en la sección de libros con R, la letra que estigmatizaba los volúmenes recluidos en el fondo reservado, el mis­mo estigma aplicado a los presos reincidentes. Yo, en cualquier caso, había tenido la oportunidad de leer, antes de ser encarcelado, los escritos de Walter Benjamin en ediciones occidentales, aprovechando los privilegios de que gozaba como hijo del primer ministro albanés de entonces. Y respondí a mi interlocutor tratando de esbo­zar quién era Walter Benjamin, su cercanía a la Escuela de Frankfurt, de la que tampoco Mark sabía nada, por lo que añadí ciertas generalidades acerca de ella, al igual que le hablé de un modo general de la naturaleza de los escritos de Walter Benjamin. Habría querido extendedme, y no fue el temor a parecer un presumido lo que me lo impidió, sino que, aunque me atraía la curiosidad del otro, mis conocimientos no daban más de sí. Y aparte, tampoco me lo ponía fácil la propia naturaleza de los escritos de Walter Benjamin, muy fragmentarios, en la frontera entre la filosofía y la literatura, de una densa textura metafórica. De pronto, emulando seguramente a mi interlocutor, cité un pasaje de los más poéticos y asi­mismo de los más citados de Walter Benjamin; me había tropezado con frecuencia con él y ello ayudaba en cierto modo a la retención, aunque la aproximación fuera bas­tante vaga. Me refiero al comentario sobre el cuadro de Paul Klee Angelus Novus. Tanto sedujo aquel cuadro a Walter Benjamin que no solo lo adquirió en cuanto lo vio, en 1920 o 1921, en casa del pintor, sino que fundó inmediatamente después una revista homónima. Para Walter Benjamin, la figura representada en este cuadro es el ángel de la historia, empujado siempre hacia arriba y hacia adelante por una fuerza invisible como los vien­tos, pero con el rostro siempre vuelto hacia atrás, hacia el pasado, y mirando a sus pies el cúmulo de ruinas de tiempos antiguos o recientes que se van amontonando. Esta fue, más o menos, la cita que hice “de memoria”, ahora además doble palimpsesto, puesto que la repro­duzco tal como recuerdo hoy las palabras de entonces, años después y tras los reveses de toda suerte habidos. Mark Gjoka, o Mark Shpendi, escuchaba y guardaba si­lencio. De nuestras continuas conversaciones sobre pa­recidos temas, que se prolongaron aproximadamente un año, llegaría a descubrir, conmocionado, que en esta cita de Walter Benjamin el que hablaba y el que escuchaba eran intercambiables. Sea como fuere, sin pretenderlo había pulsado la fibra mental o nerviosa extremadamente sensible del otro, pero que adquiría en su interior una resonancia de abismo, o quizá fuera al revés, que estas fibras sensibles vibraran sin cesar, enardecidas por los vientos de la historia, y que mis palabras no fueran más que un eco accidental. O que, quién sabe, que todo ello fuera la concepción de un sueño posterior, y de un des­pertar posterior, todavía más distorsionado que el propio sueño, y que me ha empujado a fin de cuentas a contar todo esto. O, de nuevo al contrario, el sueño posterior sería el espejo deformante de lo que acabo de contar, y un augurio del destino del protagonista de esta narra­ción, el reverso del espejo de la memoria.

«Angelus Novus», Paul Klee.

El suicidio pendiente

Mark Gjoka, o Mark Shpendi, natural del rincón remoto de Nikaj-Mërtur, con estudios de secundaria dejados a medias, tenía, según el compañero de celda que me había hablado de él, una mente que te hacía estremecer”. El compañero aquel tenía la costumbre de inflar y adornar las cosas, lo que se correspondía con las extremas con­diciones de reclusión, pero en el caso que nos ocupa fue diferente, día tras día me convencía más de que llevaba…

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