El día de la despedida de Laura cumplí sin variación con mis costumbres madrugadoras y llegué el primero, como todos los días desde hacía tantos años, a los lujos del séptimo piso, un edén de suelos de mármol y muebles de diseño vanguardista repleto de lienzos, plantas, tapices, maderas nobles y espejos donde contemplar el esplendor de los trajes de sastre que rivalizaban en la competición del mejor corte, prueba más enconada que cualquier final de fútbol.
Recuerdo que amaneció un día agradable de finales de invierno, así pude comprobarlo en el breve paseo cotidiano desde casa. Disfrutaba como un verdadero privilegio el hecho de acudir caminando al trabajo, aunque definir así mis tareas representativas en la centenaria compañía fundada por mi bisabuelo era un mero decir, una palabra tomada frívolamente en préstamo a la jerga de quienes tienen empeñadas todas las mañanas de su vida (sin ir más lejos cuantos alojaba nuestro edificio del sexto piso para abajo).
Otros de mi condición hubieran preferido acudir en sus Mercedes o Porsche, aunque se hubiera dado la casual circunstancia de que vivieran enfrente mismo de nuestra sede, para así dar fe de opulencia durante el trasvase de garaje a garaje, pero a mí me importaban muy poco semejantes alardes.
Figuraba este paseo matinal entre las ventajas de no haber abandonado el céntrico y señorial piso de mis abuelos para irme a vivir a una urbanización de la periferia urbana, páramos donde no hay más señal de humanidad que los rugidos de los niñatos bemeuvizados o de los perros de presa asesinos parapetados tras los altos muros de las mansiones. Ocasiones no me han faltado para una buena transacción, pues tengo en cola a los más acaudalados notarios de la capital para venderles mi casa cuando quiera, seguidos a corta distancia por diplomáticos de distintos países, pero en ningún otro lugar, por majestuoso que fuera (y le costaría serlo), estaría yo arrullado por los recuerdos felices de mi infancia como lo estoy en mi piso familiar.
Como todos los días desde que nuestra remozada sede se había convertido en inteligente (o semi, porque aún albergaba mucho idiota en su interior), abrí la puerta del vestíbulo con mi tarjeta electrónica, personal e intransferible, que me daba carta de identidad en el seno de la Santa Madre Empresa. Ya dentro, junto al umbral recibí el saludo afectado, casi reverencial del guardia jurado de los cordones, alamares y charreteras, triste caricatura de un general decimonónico rebajado a las labores de ujier tras Dios sabe qué derrota colonial (me lo imaginaba mascullando entre dientes, con toda la rabia que podía parir su humillación: «¡Malditos mambises!»). Le dediqué una sonrisa carente de simpatía pero en modo alguno displicente, meramente estereotipada, y ascendí hasta el séptimo cielo del poder empresarial en el elevador privado, de uso exclusivo para VIPs, que subía desde el garaje hasta el séptimo piso con única escala en la planta baja… Supongo que para salir corriendo en caso de necesidad, nunca se sabe qué puede pasar cuando se brega con esa clase trabajadora tan ruin de sentimientos, que sólo busca su provecho personal por encima de las necesidades objetivas de la compañía y del bien colectivo de cuantos se benefician de la labor social de nuestra empresa (lo repetía mi abuelo hasta la saciedad, con la afectación de quien necesita justificar las maldades que perpetra).
Mi despacho se hallaba a la derecha de las opulentas estancias del jefe supremo (oficialmente, “el director general”; para mí, siempre en petit comité, “el garrulo de Jara”). Así correspondía al justo de las finanzas que yo era, con todo merecimiento ubicado junto a su dios empresarial.
Desde hacía casi un año, tal vecindad no me impedía atravesar mi particular purgatorio, personificado en Dolores, la secretaria heredada de otro privilegiado –este, dimisionario– que vino a sustituir con muchos años a cuestas y gris eficiencia profesional a la cimbreante Bárbara, su precedente en mi antesala, más preocupada en agradar visualmente a su jefe –es decir, a mí– que en demostrar su valía al frente de la agenda y el teléfono. Me agradaban esos desvelos, no lo puedo negar; tanto como la vibración de mis humores, rebeldes a la edad, al son de su paso marcial. Fue una de las jugarretas de Jara: la humillación implícita a esa condena al tedio que conllevó el cambio de mi asistente.
Por suerte, Dolores no aparecía nunca antes de las nueve en punto de la mañana (en realidad, yo se lo tenía prohibido), con lo cual disponía a diario de un rato matutino de libertad, pues solo soy dormilón cuando tengo resaca. Una vez acomodado, intenté mantener un atisbo de normalidad repasando la prensa de información general y económica servida sobre la mesa desde antes de mi arribada; así hacía todos los días, pero aquella mañana procedí con la doble finalidad de sosegarme interiormente y, de paso, matar el rato hasta que llegase el momento oportuno para llamar a Laura. Aguardé ese instante con una impaciencia desmedida, impropia de mi carácter.
Era el último día de Laura en la compañía después de 27 años de brillante actividad. Brillante, repito sin reparos, pese a que su trayectoria laboral –esto es: el reconocimiento público de los méritos atesorados– había recorrido caminos discordes a su actitud profesional, contra toda lógica y por causas bien evidentes que poco a poco irán aflorando en esta crónica.
Después de mirar el reloj media docena de veces, a eso de las nueve menos cuarto calculé que Laura estaría irrumpiendo en su despacho, el cuchitril de la planta baja que se le había asignado tras su última bronca con jefatura (perdón, su más reciente desavenencia con nuestra Dirección). Y digo “irrumpiendo” porque lloviera o tronara desplegaba Laura un entusiasmo visceral e inclaudicable, a prueba de bombas y desplantes laborales, plasmado en el vigor con que todos los días sacudía la modorra matinal de su equipo de colaboradores, mermado conforme porfiaba en sus discrepancias, ¡maldito orgullo!, con el director general (sí, el garrulo de Jara).
Uno, dos, hasta tres tonos sonaron antes de que Laura alzara el auricular:
–Buenos días, mi señora. ¿Cómo se presenta la jornada?
La teatral afectación de mi saludo se amparaba en la confianza que nos teníamos desde hacía tantos años. La misma intimidad que nunca había superado el gesto de aprecio, la predilección morigerada de la simpatía, si acaso de deferencia pública por parte de Laura. Un grado de estima notablemente superior a la media, pero nada más. Y valga decir que muy a mi pesar, pues yo había perdido la cabeza por Laura en un tiempo ya lejano (digo lejano porque los dos, que teníamos la misma edad, habíamos rebasado la linde del medio siglo y los recuerdos parecían vividos ayer mismo, pero llevaban más de veinte años cogiendo solera en las cavas de la memoria).
Ocurrió un par de años después de incorporarse Laura a nuestra compañía, cuando empecé a tratarla en todo el sentido del término, pues hasta entonces nuestra relación se había limitado a coincidencias esporádicas en un despacho ajeno o encuentros en tediosas reuniones interdepartamentales. Fue la misma época en que Laura perdió la cabeza por Jara, quien ya tenía una posición privilegiada en la compañía: se le pronosticaba como futuro director general y ahí sigue después de tantos años, inamovible pese a sus maldades o tal vez gracias a ellas. Sufrí mucho en aquellos días y a punto estuve de acrecentar el dolor de Laura, pues Jara tiene la satánica capacidad de hacer infelices a cuantos lo rodean e incluso a las personas que quiere, suponiendo que sea capaz de experimentar sentimiento alguno, aparte de la codicia y la ira. En aquel entonces, Laura supo entender casi maternalmente la puerilidad de mis arrebatos y, sobre todo, mi desvalida sinceridad. Comprendió que yo la quería sinceramente y desde entonces me dispensó una deferencia especial, grata tanto en sus maneras como por el poso de cariño que desvelaba sin reparos.
Respondió con voz cansada, como quien deja escapar las fatigas de una noche en vela:
–Sabía que eras tú. Gracias por llamar.
–Siempre a tus pies –me gustaba dedicarle frases galantes, tan lejanas del habla cotidiana pero siempre sinceras a pesar de su aire ampuloso; quería tratarla como un trovador a su amiga, huroneando en esa tierra de nadie, tan difusa de lindes, que separa la devoción del deseo, la amistad del idilio–. ¿Has podido dormir algo?
–Muy poco. No es fácil dar este paso y echaré de menos a mucha gente. Por ejemplo, a ti. Y a una parte de mi vida.
A veces me preguntaba: ¿por qué te sobresaltas cuando oyes tu nombre en sus labios o al saber que se refiere de algún modo a ti, si tu amor por Laura fue un episodio de juventud con nula trascendencia, sobre todo después de tantos sucesos acaecidos desde entonces? Tantos y tan importantes avatares como para pensar solo en ellos, y no en aquel enamoramiento no correspondido.
¿No fue mucho mejor, por decirlo así, aquel año con Marta, mientras se decidía de una vez por todas a separarse de Joaquín, excompañero de planta de Laura? ¡Vaya año de locura! Marta tenía hambre de sexo porque su marido era un impotente, aunque fuera comiéndoselo todo por la oficina –de boquilla, claro está– y armando jaleo por los bares cuando se emborrachaba. A Joaquín lo despidieron por acoso sexual, llegó a morder en el cuello a su secretaria y Jara, mucho más pervertido, no podía tolerar que hubiera dos gallos en el mismo corral, porque sólo él se permitía blandir los espolones del poder absoluto. En fin, que mientras el memo ese perseguía a su secretaria y armaba broncas y maldecía a «la cabrona de mi mujer», yo me encamaba con la antedicha para luego permitirme el gustazo –eso sí que era sadismo, debo confesarlo– de meterle unas broncas inmensas cuando los informes que dejaba sobre mi escritorio no eran de mi agrado, ora porque yo los prefería de otro modo, a mi capricho, ora porque simplemente estaban mal hechos, pues Joaquín no daba pie con bola. Y para colmo de la satisfacción más aviesa, cuando lo veía enrojecer de cólera ante mis reproches y correcciones, pensaba con regocijo: «Pues esto no es nada, picha boba, si supieras lo que me ha contado tu mujer… Con lo buena que está y lo caliente que va, que le gusta follar más que a las putas, y tú sin echarle el diente encima, maricón.»
Disfruté de lo lindo humillando a ese desgraciado, que necesitaba un repaso psicológico integral. No estoy orgulloso de ello, pero hay causas coyunturales de sobra para comprender mi mala predisposición. No me considero malo, en otras ocasiones he dado muestras de bonhomía, pero la doctrina imperante en la empresa, «Homo lupus hominis est», por fuerza tenía que calar sobre la coraza de nuestros principios (algunos carecen de ella, así puede colegirse de su actuación durante años y años). Al fin y al cabo para oficiar de alimañas nos pagaban (y a mí muy bien, aparte de los beneficios proporcionados por mi condición de accionista). Y si a las torpezas laborales de Joaquín añadimos mi relación física con su mujer, porque distinguir nuestro ligamen como sentimental hubiera sido mucho pretender, pues no hace falta gran agudeza lógica para entender mi inquina, aun sin justificarla.
En fin, lo dicho anteriormente: que podría recordar con mucha mayor fruición aquel año con Marta que no de los casi dos años en que pené la indiferencia de Laura mientras Jara se la beneficiaba de modo ostensible, a veces cuasi exhibicionista, porque el señor director general es así de altanero y sicalíptico. Quizá responda mi querencia a una frustración, la inagotable atracción hacia el objeto nunca alcanzado, que acaba convirtiéndolo en un mito. No lo sé.
(Divorciada por fin, Marta volvió a su tierra, las Canarias, y me dio su dirección y teléfono pero nunca tuve ni la inquietud ni el deseo de llamarla, me bastó con los muchos ratos de placer regalados.)
En cierta ocasión, cuando Laura y yo habíamos coincidido ya en la antesala de la gloria (es decir, en el sexto piso, donde se embarnecen los ejecutivos bisoños), arrastré una noche al plantel de varones de la planta a tomar unas copas, y con mucha astucia, tras un par de comentarios sobre las relaciones sexuales entre compañeros que dije haber oído –mentía– en no sé qué emisora de radio, pregunté a la ferviente muchachada –algunos ya no lo eran tanto– cuál de las dos ejecutivas de nuestra planta, Laura o Edurne, les hubiera gustado tirarse. Después de forzar la elección, porque a mi pregunta sucedió el grito unánime de «¡A las dos!, ¡a las dos!», aquellos sesudos hombres de negocios bajaron de los cielos de las cifras, las previsiones de recursos y las acciones en bolsa –¡y las opciones!, ¡no olvidemos las opciones!– y por mayoría absoluta eligieron a Edurne para ser follada con prioridad sobre Laura. Un dictamen que en ese momento, debo confesarlo, ofendió mi orgullo primario de macho ibérico, no muy distinto al del papión si es que en algo se diferencian.
Durante lustrs he vivido en el bucle del recuerdo de aquella Laura de veinticinco años recién incorporada a nuestro exquisito plantel de profesionales del timo y el agiotaje, demasiado bella para sumirse en la podredumbre interior de cuantos la rodeaban en el severo edificio de siete plantas que aún no se había convertido en inteligente. Querámoslo o no, el tiempo corre a toda prisa y cuantos quedábamos de entonces, el día de la despedida de Laura éramos ya más que maduritos y soportábamos con desigual ánimo el espectáculo diario de nuestras arrugas y canas. Las cuales, por cierto, apenas se evidenciaban en el rostro de la homenajeada, que con la edad se había vuelto más enjuto y pálido, acentuando los ángulos de sus facciones hasta orlarlos de una belleza mística. La misma faz arrebatadora que imaginaba esa mañana de adioses sobre el plano barnizado de mi escritorio, mientras hablaba por teléfono con ella.
–Estoy seguro de que no te será difícil sobreponerte. No tardo en bajar a verte. Ya sabes que me tienes a tu lado para lo que sea.
¿Para qué? Laura me superaba en valentía, no necesitaba la protección tutelar de ningún varón, y yo, ¿estaba dispuesto a hacer «lo que sea» por Laura? ¿Poniendo en peligro incluso mi privilegiada posición en la compañía? Noches enteras de insomnio había consumido, instalado en esa duda. Pero sí, desde hacía semanas estaba seguro de ello: si fuera necesario, lo haría. Por vez primera en la vida anteponía algo, un sentimiento, al cumplimiento de mi trabajo, que era como decir a mis intereses, y esa determinación me satisfizo sobremanera. Ni siquiera lo hubiera hecho por mi mujer.
*****
Tres años estuve casado y casi sin saberlo, como el que conoce algo por referencias. Nunca dediqué a mi esposa la atención que le correspondía, a falta de cariño para obsequiarla. La pobre Merche hubiera aguantado veinte años más así, y treinta y cuarenta sólo por las obligaciones que sus monjitas le habían inculcado. Preterida en la soledad más absoluta, la requería tan sólo para la satisfacción de mis apetitos carnales –porque era muy bonita, de eso no puedo quejarme– y ello con una regularidad que atacaba su concepción primitiva del sexo reproductor. Ni tan siquiera esa satisfacción alcanzó: falleció sin hijos, prematuramente, víctima de un conductor borracho. Pobre Merche, la lloré con sinceridad, pero nada más que por la impresión derivada de su tragedia: es terrible que una mujer de treinta años muera de modo tan estúpido.
Fue mi madre quien me convenció de casarme con esa chica tan guapa y de tan buena familia (la hija de los Aguirre, industriales de Neguri), la que veraneaba en Comillas como nosotros cuando yo era niño. En un momento u otro tenía que pasar por la vicaría, a los veintitantos años de mi burguesa existencia no sólo era mucho menos revolucionario que ahora (jocosa expresión), también estaba mucho más apegado a las convenciones sociales. Así pues, me casé con Merche; lo que mi madre no sabía es que ya habíamos sido novios –más jocoso aún, el término– a los diez añitos, y que nos habíamos dado el primero y más tonto de los besos en una playa del Cantábrico. Un beso que quedó sepulto bajo otros muchos y ajenos durante años, hasta que Merche, con un título de Deusto bajo el brazo, vino a trabajar a Madrid a un prestigioso bufete de abogados. Eran los suyos veintitrés monísimos años; podría decir hermosos, espléndidos, lozanos, qué sé yo qué otro calificativo ponerles… Pero más que atractiva, Merche me parecía mona, una niña grande que no había adquirido aún la sensualidad atildada de las bellezas adultas.
Recién concluida la larga aventura con Marta, mi novia oficial era un casto juguete por pervertir. A saber de qué hablarían, las largas tardes de domingo que consumió en el salón de casa sentada a la vera de mi madre, mientras yo andaba por ahí con los amigos, en el fútbol o de copas, si no dormía aún la curda de la noche anterior. No sé cómo la persuadió pero me la puso en bandeja, sólo le faltó decirme: «Anda, hijo, cómete este pichón». De modo que fue ella, Merche, quien una tarde me llamó al despacho para preguntarme si la invitaría un día al cine o a cenar; y precisamente ese día, por andar yo un tanto soliviantado de espíritu contemplando las pronunciadas caderas de la nueva secretaria de Jara, pensé que sí, que Merche podía ser un buen festín de carne aderezado de morbo por sus presumibles reticencias, todo un acicate para mis deseos.
Durante nuestro breve noviazgo, que no llegó a ocho meses, la respeté mucho (en el sentido más arcaico del término). Me porté, digo, muy formalmente, aunque no sin insinuarle más de una vez los regocijos inmensos que su cuerpo debía esconder bajo los trajes de fino corte que vestía en el bufete o los modelitos repijos que se ponía cuando salíamos los sábados por la noche… Nunca llevó un dedo menos de aquí o de allá: la frontera del decoro a menudo se antoja confusa, pero aparece flagrante una vez traspasada.
A mitad del noviazgo cayeron las Navidades y nos fuimos a Bilbao, a visitar a su familia. Curiosa parentela, la suya. El aita, don Francisco Javier Aguirre Zubeldía, estaba emparentado por parte de padre, madre y esposa con toda la plutocracia vizcaína; chaquetero por naturaleza, para hacer negocios le daba igual un requeté que un nacionalista y con todos mantenía buenos tratos. Era un hombre sobrio, de cavilación larga, más religioso por herencia que por convicción, a quien nunca se conoció otra novia que su mujer ni desliz alguno tras el matrimonio. Vivía para hacer pasta y así era feliz. Su mujer, doña Mercedes de Churruca y Marquiegui, no despreciaba los lujos que la rodeaban pero daba la impresión de que así fuera, a tenor de la templanza de sus costumbres y la educación casi espartana que dispuso para sus hijos. El hermano mayor, Javi, iba para tiburón de las finanzas por decisión paterna, pero hasta Deusto estaba lleno de malas influencias y algún cura rojo cabrón le lavó el cerebro, convirtiéndolo en miembro de la Compañía y a la sazón misionero en El Salvador o Guatemala, no sé exactamente dónde (bueno, por ahí anduvo…). Merche, muy devota ella, tenía una devoción casi sacrílega hacia el hermano sacerdote. De modo que la gran esperanza blanca del aita Javier era el segundo hijo varón, Alberto, mejor avenido con los txokos y la pelota –perdía la cabeza apostando en los frontones– que con los estudios. A pesar de su carácter disperso y poco voluntarioso, Alberto había seguido en Deusto los pasos de su hermano mayor, bien aleccionado por el nefasto ejemplo de Javi, y ya estaba iniciándose en la dirección de las empresas familiares bajo la custodia atenta del patriarca (que tenía poca fe en él, todo sea dicho); era jovial, potero y manirroto, y para disgusto de su madre no se le conocía novia (en ciertos ambientes de Bilbao había acrisolado fama de bujarrón). El tercer hermano, también varón, se llamaba Borja y admiraba casi tanto al primogénito de la familia como al Che Guevara; único miembro de los Aguirre que había aprendido euskara (todos eran más vascos que la chapela, eso sí, pero no sabían si se escribía con «tx» o con «ch»), andaba con un montón de boronos poco recomendables. Ese año, el de nuestra visita, Borja tuvo una gran bronca con su padre en la cena de Nochebuena. Mejor dicho, el patriarca se explayó a gusto contra las veleidades del hijo, porque había recibido una carta poco amable exigiendo el pago de millonarios tributos, adeudados en concepto de atrasos a la causa del proletariado vasco; el cual, decía aita Javier, «come de lo que yo le pago, y encima se queja». Borja replanteó algunas de sus convicciones –a la fuerza ahorcan, dice el refrán– cuando su padre recibió tres tiros dos años más tarde, casi por las mismas fechas de la histórica bronca: el aita quedó paralítico y se consumió en su silla de ruedas con la misma rapidez con que Alberto tiraba la casa por la ventana y se mudaba a Ibiza, donde acabó de desmelenarse del todo, ayudado por los muchos millones que obtuvo de la liquidación de unas cuantas empresas. Un tío cojonudo, Alberto; lo recuerdo con cariño, fue un buen anfitrión aquellos días.
Esa fue la dignísima y no menos estrambótica familia que fui perdiendo con los años y que definitivamente olvidé tras la muerte de la pobre Merche (a Alberto le vi muchos años después en un reportaje de una tele privada sobre los ambientes gays de Ibiza: regentaba un conocido garito y se conservaba la mar de bien, el muy cabrón, quizá rejuvenezca eso de tomar por culo, lástima que algunos prefiramos desperdiciar nuestro flujo vital en otros receptáculos). Y digo familia porque sólo ellos reproducían, a efectos antropológicos, algo semejante a tal y no lo que yo tenía en casa, más parecido a un museo de cera: mi madre prematuramente viuda –claro que me acuerdo de mi padre, como también de mi primer muñeco de trapo– y mi esposa retirada de antemano de la vida, arrumbada como un mueble bonito, pero mueble al fin y al cabo, porque una mujer como Dios manda no trabajaba si pertenecía a la familia Márquez. En casa de mi padre sólo pencaba la criada, faltaría más, ni que un Márquez fuese un cualquiera de esos que tienen que mandar a su mujer a currar para llegar a fin de mes; nuestros vicios serán caros, pero nos los costeamos nosotros mismos. En fin, así languidecían las dos emperatrices de la cotidianidad gobernando su tedioso reino doméstico. No sé si alguna vez les otorgué el rango de familia propiamente dicho. Tampoco estaba acostumbrado a compartir nada con nadie –una vez leí en una revista: «Familia es sinónimo de compartir»– desde que me quedé huérfano y primogénito a un tiempo. Feliz orfandad la mía, jalonada de caprichos y rebosante de oportunidades (mi padre me hubiera robado unas cuantas décadas de egocentrismo).
Mi vida no era el hogar sino la bolsa, los bancos, las operaciones inmobiliarias; no había caricia más dulce que la ocasión de comprar una empresa descapitalizada para luego revender sus despojos, y otras maniobras, tratos y contratas que hoy me parecen mucho más arteras de lo que imaginaba entonces. Múltiples y brillantes dotes demostré en esa piratería de guante blanco que son las finanzas, donde, aparte de la pasta que ganas, tu sinvergonzonería lleva emparejada muchos hectólitros de whisky de malta y toneladas de percebes, lo cual no está nada mal; por tales facultades, pero también por el peso de mi apellido en esta santa casa, ascendí pronto en la escala de los siete cielos de la compañía hasta rozar el aura del motor inmóvil –¡y tan inmóvil!: las altas esferas fueron creadas para los vagos– que presidía nuestra sagrada entidad.
Ni que decir tiene que me aproveché de mi ascendiente, como hizo todo el que pudo, para beneficiarme a más de alguna secretaria y/o auxiliar de buen ver: siempre he sido mujeriego y no me avergüenzo de ello, al fin y al cabo ninguna se me quejó nunca, ni en la cama ni en la mesa de los restaurantes donde las invité a cenar (qué hambre tenían: recuerdo a Consuelo y su maquillaje comanche-fashion, cómo tragaba langosta y cómo le bullían de alegría las tetas enormes sobre el triángulo canallesco del escote, al compás de la deglución). Tampoco interponían objeción cuando las obsequiaba, como si de una recompensa por su unción sexual se tratase, con algún presente que por mucho oro que llevara no dejaba de ser una baratija para mi peculio. Creo que esos han sido mis únicos contactos directos, y desde luego íntimos, con la clase media, como se llama hoy a la facción más estúpida de la clase obrera. En favor de todas ellas debo decir que demostraron más profesionalidad que muchos ejecutivos: ninguna me defraudó, la libido se les disparaba ante una mesa opulenta o una pulsera. De muchas cosas me arrepiento, pero no de haber gozado ni de haber hecho gozar, se entienda la expresión como se quiera. Alguien escribió que bajo todo mujeriego hay un buscador incansable de belleza; tal vez no lo haya leído yo mismo, quizá me lo han contado, pero es absolutamente cierto, a mi parecer.
Todas esas mujeres compartieron conmigo otras fatigas más placenteras que las del trabajo, donde el personal auxiliar penaba las incompetencias y ruindades del vasto plantel ejecutivo (excesiva oficialidad para tan menguada tropa), una elite con grandes aptitudes para la zancadilla y la maledicencia, más dada a la intriga que a la tan cantada cooperación interdepartamental, y que había sustituido el trabajo productivo por el método burocrático de quien inventó la maraña de planificaciones, informes y cálculos interminables (despista, que algo queda), simples pretextos para no trabajar. Mafia encorbatada que solía vanagloriarse de su incultura, sancionada por algún diploma de posgrado expedido en una universidad privada, nacional o extranjera, como el loro que repite hasta la saciedad su cantinela y aun parece inteligente. Por suerte para esas cotorras (nunca se vio pájaro con tamaña sensibilidad estética, ¡qué eximios artistas del Excel!), el baile de gráficos les basta para engañar a los estultos que suelen detentar la propiedad empresarial, pese a no tener ni puta idea de lo que se cuece –en este caso, de lo que no se trabaja– bajo sus pies. Como dejó dicho para la posteridad mi (nunca) amigo Jara cuando asumió el poder en la compañía, «Aquí tenemos para cinco o seis años tocándonos los cojones», y ya lleva casi veinte sobándoselos con la connivencia del consejo de administración, órgano colegiado de los cornudos consentidos.
(Continuará)
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.