No hay nada que le guste más a un estadounidense que una película que retrate el sueño americano, para bien o para mal, y más si muestran su paisaje, le ponen música, habla de sus jóvenes.
Las pruebas son obvias: las últimas vencedoras-bueno, ya llevan unos años- en el festival de Sundance son aquellas que se centran en contar (¿revelar?) cuán lejos está la realidad de ese sueño.
Es el refuerzo de los festivales y de algunos críticos que les gusta ver como despellejan a los yankis que aúpan con fuerza este tipo de películas. Un ejemplo claro está en American Honey que fue muy bien recibida en el último festival de Cannes. Razones: las antes expuestas, más un trato de la imagen que hace pensar que las historias de sus protagonistas son un sueño -el americano-, una música entre rap e indie que subraya el mensaje en el momento justo…
Cierto es que el film de Andrea Arnold tiene todas estas propiedades, más que loables. Es la conjugación de todos los elementos fílmicos puestos al servicio de un mensaje: podemos tenerlo todo, jóvenes americanos, pero sólo es un sueño sin fin, que sólo unos cuantos viven. El resto… es white trash. Esas puestas de sol, esa escena de degradación humana ante un pozo de petróleo en llamas, esas mansiones de cowboys en descapotable contrastan con unos jóvenes que viajan en furgoneta por todo Estados Unidos engañando al personal para tener el dinero necesario para seguir fumando hierba y vivir «de gratis».
Esta, igual, es la distinción de American Honey el tratamiento del paisaje. La cineasta parece prestar atención a la tierra americana, a la que conforma el continente, paisajes de casas unifamiliares con el contraste de los moteles de carreteras. Se trata del paisaje que ven estos jóvenes a la deriva, que no dejan de observar desde la ventana de su furgoneta con una mirada atónita. Pareciendo buscar en ellas ese «american dream» tantas veces cantado y prometido y siendo incapaces de encontrarlo. Y tal vez por eso la música a todo trapo para al menos no escuchar más todas esas historias llenas de promesas incapaces de encontrar. Y que si uno va a por ellas, suelen acabar mal.
Tan triste como verdadero, cierto, es que estos jóvenes que no sueñan con un futuro, porque apenas tienen presente, y existen. Y es obvio que el cine puede dar constancia con ello y usar todas las herramientas a su disposición para contarlo. Pero es que en los últimos -bueno, ya llevan unas cuántos- años los mecanismos no han variado mucho. Y Andrea Arnold y su American Honey no son una excepción. Larga debida a todos esos «minutos musicales» para reforzar el dramatismo, la película, como sus jóvenes protagonistas, no avanza ni va a ningún parte que no conozcamos. Nada más que buena dirección.
Joan Colás
Periodista.