Borracho de éxito macroeconómico, Brasil se ha despertado estas semanas con una inesperada resaca: la protesta social. Y es que, las movilizaciones contra el incremento de la tarifa en los transportes públicos se extienden estos días por todo el país como una mancha de aceite. Las violentas cargas policiales han terminado además por convertir las protestas desarrolladas en ciudades como São Paulo, en una auténtica caja de resonancia del malestar social, precisamente cuando el arranque de la Copa Confederaciones anunciaba el inicio de una serie de macroeventos deportivos –Mundial de fútbol de 2014 y Olimpiadas de Rio, en 2016- con los que el país aspiraba a refrendar su definitiva inclusión en el club de los ricos.

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En cualquier caso, el rechazo a los precios del transporte público no es el único frente que el gobierno de Dilma Rousseff tiene abierto justo cuando se conmemora el décimo aniversario de la llegada de  Luiz Ignazio Lula da Silva al poder. A principios de la pasada semana, un centenar de indígenas Munduruku, Xipaya, Arara y Kayapó, cubiertos con pinturas de guerra y armados con arcos y flechas, ocupaban en Brasilia la sede de la Fundación Nacional del Indio. La protesta pretendía llamar la atención de la puesta en marcha de grandes proyectos hidroelécticos, como la gigantesca presa de Belo Monte, en el río Xingú, que afectará gravemente a las comunidades indígenas. Pero no solo eso, la movilización de los pueblos originarios también denuncia el retraso en la delimitación de los territorios indígenas, fuente de continuos conflictos con los grandes fazendeiros cuyas consecuencias más violentas se pudieron ver la pasada semana cuando un indio terara resultó muerto y varios más heridos, por los disparos de la policía durante el desalojo de una finca en Mato Grosso do Sul. Según los datos del Consejo Indigenista Misionero, una ONG  ligada a la iglesia católica, más de 500 indios han sido asesinados en la última década.

Este último dato viene a demostrar que, pese a la sorpresa con que los grandes medios han recibido las actuales protestas, su explosión se venía gestando desde hacía tiempo. De hecho, hace ahora una década de la histórica revuelta que durante más de una semana paralizó la ciudad de Salvador de Bahía como rechazo al incremento del precio de transporte público. No en vano, durante todos estos años el precio del autobús no ha dejado de subir: desde 1994 hasta hoy el billete se ha incrementado un 540% en São Paulo, muy por encima de la inflación que durante ese periodo se situó en el 332,2%. En este sentido, el Movimento Passe Livre, uno de los promotores de las actuales movilizaciones, basándose en datos del Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada, alerta de quen un 35% de la población urbana no tiene dinero para afrontar el gasto del transporte.

En realidad, tan sorpresiva como la irrupción de la protesta es la facilidad con que la pobreza reaparece en Brasil pese a la bonanza económica y los maquillajes estadísticos. Fijada la línea de la miseria en 2009  en una renta per cápita de 70 reales mensuales (unos 28 euros), el gobierno de Dilma Rousseff presenta como uno de los grandes logros sociales de su gestión haber acabado con la pobreza extrema. Sin embargo, la prensa le recordaba recientemente que solo aplicando la desviación inflacionaria que situaría el límite de ingresos mensuales en 86,46 reales (34,5 euros), 27,3 millones de brasileños regresarían estadísticamente a una pobreza que, en la realidad, nunca abandonaron. La cifra es, en cualquier caso, más que significativa: todos esos millones de personas sobreviven en el Brasil del milagro económico con menos de tres reales al día, menos de lo que cuesta un billete de autobús en Saõ Paulo que la última subida fijó en 3,20 reales.

Son la otra cara del neodesarrollismo impulsado primero por el derechista Fernando Henrique Cardoso y proseguido, con algunos matices populistas, por los gabinetes de Lula y Rousseff. Gobiernos que apostaron por la expansión del agronegocio transgénico como motor económico o por unas políticas de bajos tipos de interés para mantener a una pujante clase media en el espejismo consumista a costa del endeudamiento privado. O que, paralelamente, renunciaron a atajar problemas endémicos de la democracia brasileña como la corrupción o a impulsar un proyecto que transformase las injustas estructuras socioeconómicas brasileñas, tal y como como evidencia, por ejemplo, una reforma agraria más olvidada que nunca como viene denunciando el Movimiento Sin Tierra.

Mientras tanto, el Brasil borracho de éxito sigue proyectando su imagen de triunfo, con unos macroeventos deportivos que se presentan como una gran catarsis de triunfo colectivo. Frente a ello, no son pocos los que llevan tiempo cuestionando la forma en que se están preparando, la claudicante sumisión a las imposiciones de la Fifa, el desalojo de más de 170.00 personas –en su mayoría residentes en favelaspara las obras del Mundial y las Olimpiadas, o las inversiones millonarias de dinero público que, sin embargo, sigue sin llegar en la cuantía necesaria a sectores clave para el futuro del país como la educación.  Son las caras ocultas del poliédrico milagro brasileño que estos días, entre bombas de humo, se empeñan en salir a la luz en las calles de São Paulo, Rio o Brasilia.

Periodista cultural y columnista.

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