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Ilustra Evelio Gómez.

Querido Dinero,

Llevo tiempo deseando escribirte, pero en los últimos siglos no he podido sofocar esta llama de pena y rabia que me consume cada vez que pienso en ti y que me arrebata el sosiego que necesito para hablar contigo. La siento todas las mañanas y por mucho que me cueste aceptarla y vivir con ella, en el fondo siento que si me tienes tan abandonada es porque a estas alturas ya te avergüenzas de ti mismo. Tanto, que no puedes mirarle a los ojos ni a tu propia madre.

Y haces bien en mantener las distancias, dicho sea de paso, porque aunque no me hayas visto sé que me has oído poner el grito en el cielo por tu despreciable conducta y que nuestro encuentro sería más confrontado que cualquiera de los que hayamos podido tener con nuestros peores enemigos. Sólo de imaginarlo me hierve de nuevo la sangre. ¡Qué dolor verte así de desamparado! ¡Qué desgarro sentirte tan lejos! ¡Qué desengaño haber creído en ti!

Te lo di todo, ¡todo! Te colmé de ingenio, de manejo, de carisma. Te deposité toda mi confianza, te abracé hasta quedarme en los huesos. Sin embargo, con todo lo que te amaba al principio… y lo que me duele quererte ahora. Tal fue mi entrega que caí en el craso error de olvidarme de mí misma y cuando me quise dar cuenta era demasiado tarde para reconducir la situación. De poco consuelo me sirvió romper en llanto y lágrimas, porque ya te me habías ido de las manos. Desde entonces, lo más doloroso siempre ha sido convivir con esta sensación de no saber quién eres. Ya no te reconozco, Dinero.

Y no menos grave es la vida que llevas en tu día a día. Casi te he perdido la pista, pero por las voces que me siguen llegando, y que seguirán sonando por mucho que intentes impedirlo, se me confirma que cada vez cumples menos con tu propósito, el cual es, al fin y al cabo, la razón por la que te traje al mundo. ¿Será que con tanto desenfreno has terminado por olvidarlo? Te lo recordaré una vez más para que luego no hagas como que no sabes de qué te estoy hablando: naciste con el don del lenguaje universal y, por tanto, con la responsabilidad de ponerle palabras a lo inexpresable, de unir lo incompatible, de permitir un progreso jamás concebido hasta el día que decidí darle forma a tu existencia. Quise contar contigo para afianzar mi paz interior, quise ver en ti la fuerza que le daría salud a mis órganos y buen entender a quienes hablaran tu idioma, pero muy pronto y a traición de todo mi ser te dejaste camelar por sátrapas, usureros, oligarcas y demás facinerosos miserables que te han manipulado todo lo que han querido sin tú siquiera darte cuenta. Aun teniendo todo el poder para permanecer puro, aun contando con mi apoyo incondicional e invencible, bien temprano te dejaste agarrar por las zarpas más arpías habidas y por haber, y con ello me condenaste entera a tener que sufrir esta sobrecogedora realidad. Maldigo tu corrupción, tu debilidad, tu ansia de poder y el interés que guardas oculto en cada uno de tus movimientos.

Por todo ello, hijo mío —y se me retuerce el alma al tener que decirte esto, pero es que ya no consigo lidiar más con la situación— escribo con la sangre derramada de mi evolución entera estas malditas palabras: yo… me despojo de ti.

No te digo que te vayas (porque ya te fuiste), lo que te digo es que no vuelvas Nunca. Jamás. Antes de darte siquiera medio suspiro de tiempo añadido prefiero retraerme en lo que posiblemente haya sido mi mayor creación de los últimos tiempos y abandonarte, proeza de mis entrañas, al vacío. Te quito el arropo de mi gravedad. ¿Puede una madre sufrir mayor aflicción que ésta? ¿Existe peor condena que arrepentirse de un parto, que decidir deshacerlo? «¿Cómo va a ser posible? —piensa una parte importante de mí—. ¡Matar a un hijo!». Macabro y detestable, lo sé, pero doy fe de que no he tomado esta decisión sin haberlo meditado mucho. Porque a fin de cuentas lo que hago arrancándote de mí es dejarte a tu propia suerte, y dudo mucho que sin el insalvable cordón umbilical que nos une puedas durar mucho más en este mundo que tanto has deformado.

No obstante, déjame aclararte que no lo hago para castigarte, sino con la intención de comenzar de nuevo. Yo te engendré, yo te puedo destruir. Pero para corregir del todo el error cometido con tu nacimiento me aferro al amargo aprendizaje que me has brindado y me armo de valentía para darme una segunda oportunidad: he decidido tener otro hijo, tu sustituto.

Así que con todo el dolor de mis corazones maltratados, me despido sin un beso.

Siempre tuya,

Humanidad

Querida Humanidad,

Me remito a usted, amada madre, en referencia a sus reproches y a su amenaza de despojo, de suplantación y de muerte. Sé que me hablas desde el corazón y que, éste, lo hace desde la desesperanza. Sé también que, de otro modo, nunca hubieses hablado. Tú siempre has sido de actuar, importándote poco las explicaciones. Sí, igual que Poder, tu hijo más querido.

Y no, no son celos de hermano, ya que cuando nací, él ya lo era todo para usted. Tampoco soy quién le dirá cómo tratar a sus hijos.

Escúcheme. Escúcheme primero y luego máteme de la misma forma que me dio la vida. No como ahora, que me está matando a pellizcos.

No le hablo por suplicar clemencia, aunque la injusticia sea evidente. Tampoco lo hago para que cambie de opinión porque sé de su incapacidad, la abuela ya lo decía, “tú mamá está enferma, debéis cuidarla y no separaros nunca de ella”. Yo no la creía, y tal vez sea por eso por lo que no he evitado los ataques contra ella. ¿Qué será de la abuela Naturaleza? Ella sí pone el grito en el cielo, ¡literalmente!

No quiero culparle de nada, ya que sé que lo hace usted misma, flagelándose a diario, renunciando a curarse, dejándose llevar por sus instintos hacia su destrucción y la de los que la rodean.

Ojalá, cuando lea esta carta, que no es más que sangre salpicando de mis heridas, tenga las mismas fuerzas que cuando escribió mi sentencia. Así con esas fuerzas la quiero, para que pueda aceptar mis palabras. Para que pueda mirarse al espejo. Para ver su pasado, su cruel historia. ¡Y ya está bien de excusarse en dioses! Responsabilícese y empiece a mejorar, a crecer, más que en número, espiritualmente.

Hace más de cuarenta siglos que me dio la vida, dice que en Mesopotamia, ¡qué más da! Mi destino eran todos los rincones del mundo, mi lenguaje debía ser universal sí, además de ser preciso y puro. Pero, ¿para qué? O, más bien, ¿por qué? Sabe usted que, con Amor, no necesitaría a nadie más para progresar.

Por eso pienso, que en aquellos lejanos días, ya no entendías a Amor. Las cosas las conseguías con la fuerza bruta, con intercambios engañosos, con chantajes… Y en ese clima fui concebido, para cubrir tus bajezas. Preciso, pero corrompido desde la niñez. Ya podía ser moneda de metal, oro o plata que siempre iba a parar a las mismas manos. ¿Cómo negarme yo, a quienes me deseaban, me sacaban a pasear y me valoraban tanto como a Poder? ¿Dónde estaba usted, hace veintiún siglos, cuándo, al pasar a “papel moneda”, llevé a la bancarrota a todo un gobierno chino? ¿Cómo no impidió que me devaluasen o me sobrevalorasen estirándome tanto hasta romperme? ¿En qué momento febril me acusa de todo aquello que aprendí de usted?

Creyó que conmigo lo controlaría todo ¿verdad? Es usted quien ha de controlarse, nadie lo hará si no. Probó un poco y le gusté, ahora soy otra droga que la consume, otro hijo al que llamar bastardo.

Yo también creí en usted, la abuela Naturaleza creyó en usted, incluso Él. La única que no cree es usted misma, acabe de destruirse; destrúyanos a todos, no pienso derramar una lágrima, soy como me hizo, frío, de nadie y de todos.

Atentamente,

Su dinero.

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