Con la anuencia del Senado (¡por fin sabemos que sirve para algo, aunque ese algo sea perverso!), el gobierno de Mariano Rajoy trama un estado de excepción encubierto para Cataluña, en el que todos los poderes del Estado queden sometidos a su voluntad personal, lo cual supone una franca violación de los principios básicos de la democracia.

Foto: Francesc Sans.

Aparte de su atávica relación con el franquismo, otro de los problemas de la Constitución española de 1978 estriba en la indefinición de buena parte de su articulado. Así ocurre con el artículo 155, ese número mágico que concita las esperanzas de los nacionalistas hispanos más sordos y ciegos ante la realidad catalana. Establece su texto que, si las autoridades de una comunidad autónoma obran contra la ley o el interés general (es decir, si hacen como el Partido Popular en la trama Gürtel o como el Tribunal Constitucional cuando anuló la ley autonómica catalana contra la pobreza energética), el gobierno central «podrá  adoptar las medidas necesarias para obligar a aquella [la comunidad autónoma implicada] al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general». Medidas que no se especifican —es decir, ni se las nomina ni se les pone límite— pero, eso sí, queda prescrito que su realización se basará en que «el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas». Al pie de la letra, la tarea del gobierno central en estos casos más parece de supervisión y dirección de la actuación de las autoridades regionales, que de desmantelamiento de las instituciones autonómicas y usurpación de las funciones de las mismas. Toda esta desmesura sobrevenida, todo este exceso decretal es propio de un gobierno débil pese a sus enormes prerrogativas; de un ejecutivo histriónico que pretende consagrarse como supermán de la legalidad después de retratarse cual matón de barrio el pasado 1-O.

Resulta curioso que los porrazos contra votantes pacíficos no fueran el acto culminante, en su gravedad, del desquiciamiento gubernamental ante la crisis catalana. Ahora resulta que la inopia de Rajoy y el militarismo de Sáenz de Santamaría, debidamente combinados, destilan la desfachatez de anunciar una posible convocatoria de elecciones autonómicas  —una vez más, ¿en qué punto del artículo 155 se apoya el ejecutivo para pretender semejante maniobra?— cuyo resultado práctico, la investidura de un nuevo Honorable President, no correspondería al parlamento catalán, expresión de la voluntad política de los ciudadanos, sino al propio Rajoy, que quiere pasar a la historia de la teoría política con la invención de una nueva categoría legislativa, el parlamento mediatizado, intervenido y domeñado. ¿Se acuerdan ustedes de un tal Charles Louis de Secondat, Señor de la Brède y Barón de Montesquieu, para los amigos Montesquieu, el apóstol de la independencia entre los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial)? Pues bien, el PP, que ya disfruta hozando en la confusión entre quien gobierna y quien acusa y juzga, va a dar el tiro de gracia en la nuca ideológica del ilustre pensador francés del siglo XVIII, cuya doctrina de la división de poderes está considerada como uno de los pilares teóricos fundacionales de la democracia.

Recapitulemos: o el presidente del gobierno central ha sufrido un ataque de estupidez  —quizá requiera asistencia médica— o los lerdos —pero congénitos— son los ciudadanos a quienes les parece bien semejante barrabasada antidemocrática. Y por demás inútil, porque el escenario electoral, si montado por la carpintería de la Moncloa, solo puede devenir en un desastre: o las elecciones son boicoteadas por los partidos soberanistas (incluidos Podemos y afines), con lo que no habrá quórum que les confiera legitimidad representativa, o se reproduce la tesitura de una amplia mayoría del bando soberanista (Podemos y afines incluidos) y se renueva la reivindicación de un referéndum de autodeterminación. Ante esta segunda situación, ¿de qué serviría la burda cirugía rajoyana en la presidencia de la Generalitat? ¿Iba a imponer el señor de la Moncloa a un colega para presidir un gobierno en minoría y por demás ilegítimo, no ya inestable en su debilidad representativa sino dinamitable a la primera liza parlamentaria?

Moraleja para el presidente de España (como dijo Jeff Bush): señor Rajoy, las autoridades sanitarias le recomiendan que constitucione con moderación, porque es su responsabilidad. Y aún peor: la responsabilidad será suya, pero el desastre caerá sobre los ciudadanos.

Mientras todo esto ocurre en la realidad virtual cuya verdadera semblanza protege el secreto sobre las deliberaciones del consejo de ministros, en la Cataluña intervenida desde hace semanas por el ministro Montoro, afrentada a palos el pasado 1-O y desangrada económicamente por una clase empresarial fugitiva que tantos votos de catalanidad hizo siempre, la coalición parlamentaria mayoritaria parece progresivamente inclinada a consumar la DUI (Declaración Unilateral de Independencia). Ya se habla con que hoy, jueves 26 de octubre de 2017, las luchas de la última década fructificarán en esta proclama. Una solución muy arriesgada y sin duda bella a efectos épicos, pero muy arriesgada y a la que pueden interponerse tres objeciones de distinto tipo.

La primera, una pega democrática. ¿Tienen este gobierno y este parlamento autonómicos legitimidad para proclamar la independencia en nombre de TODO el pueblo de Cataluña? La respuesta es negativa, si se repara en que la mayoría absoluta de escaños obtenida por los independentistas en las elecciones de 2015 no se corresponde con la mitad más uno (o más) del total de los votos. Son las bromas pesadas de la Ley d’Hont. En su conjunto, el monto de los sufragios independentistas quedó por debajo del listón del cincuenta por ciento. Con semejante resultado, el gobierno de Puigdemont tenía derecho a gobernar y lo ha hecho; a pedir un referéndum y lo hizo, chocando contra la cerrilidad del gobierno central y sus satélites políticos (Ciudadanos, PSOE), pero no puede arrogarse la representatividad demográfica que exige el hecho trascendental de la DUI, ni siquiera tras el referéndum del 1-O, cuyos resultados son más que difusos.

Montesquieu

Precisamente con la consulta del primero de octubre tiene que ver la segunda objeción, de índole táctica. Fue una batalla simbólica que el independentismo ganó por goleada ante la opinión pública internacional, merced a los buenos modales de las fuerzas policiales y militares desplegadas en Cataluña para la ocasión. Pero no hubo victoria absoluta. Las condiciones en que se realizó el referéndum no aportan la seguridad necesaria para proclamar resultados firmes. Y también hay que tener en cuenta el boicot de los catalanes que comulgan con el nacionalismo español. La DUI dejaría fuera de la República catalana a casi —o sin casi— la mitad de la población. Hasta el momento, la causa independentista no ha encontrado la manera de romper el catenaccio social que defiende las posiciones gubernamentales, y sería una enorme irresponsabilidad desperdiciar con una declaración de independencia que pueda parecer altiva, poco dada a la negociación, la buena imagen de pueblo dialogante ganada a fuerza de sangre y hematomas el 1-O.

Finalmente, puede haber una crítica eficiente. La DUI no va a tener vigencia de ningún tipo, por lo menos a corto plazo. El gobierno catalán tiene tan pocos medios materiales para hacerla tangible como le sobran al gobierno central para aplastarla a todos los efectos. Es cierto que las medidas de fuerza son insostenibles a medio y largo plazo sino se cae en la pura y dura dictadura, pero me parece igualmente diáfano que cabe ahorrar toda la cuota posible de sufrimiento a los pueblos, aunque estén embargados en luchas decisivas para su futuro. Se entiende la fruición con que los sentimientos independentistas desatados ansían la pronta resolución del conflicto, pero resulta evidente que las luchas son largas, se rebelan en su prolongación contra los sentimientos y no siempre se ganan incondicionalmente, por cargado de razón que uno se considere. Para la DUI, las prisas también son malas consejeras.

Este jueves esperamos salir de dudas. El colmo de la sensatez sería, tal vez, que Puigdemont convoque elecciones aunque queden dentro del ámbito legislativo español, para aprovechar el tirón proporcionado al soberanismo por el comportamiento estólido del gobierno español en el 1-O y ese estado de excepción encubierto que se cierne sobre Cataluña. Ya se verá.

Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.

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