En el 50 aniversario de “2001: una odisea en el espacio”, el CCCB acoge hasta el 31 de marzo una exposición colosal y prolija, reflejo de la mente y la trayectoria del creador. En España tiene como comisario al crítico Jordi Costa e incluye materiales hasta ahora inéditos y entrevistas a profesionales del país que trabajaron en las películas del cineasta.
La sensación al caminar por “Stanley Kubrick”, la exhibición inaugurada por el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona el pasado 23 de octubre, recuerda al pasmo de ver esa parte de la serie “Cosmos” en que Carl Sagan pasea por océanos de tiempo explicando la evolución humana : “Aquí aparecen los homínidos. Allá –a tres pasos, equivalentes a decenas de miles de años y de avances- descubrieron el fuego”.
Aquí los más de 600 objetos de Stanley Kubrick seleccionados por el Deutsches Filmmuseum de Frankfurt en 2004 -la muestra ha recorrido 18 países antes de llegar al nuestro- desglosan el proceso de construcción global de su carrera de artesano y el particular de cada uno de sus proyectos. Cronológicamente y paso a paso. Están las versiones del guión de “Lolita”, los partes de rodaje de “Espartaco”, las mujeres-mesa del Milk Bar de “La naranja mecánica”, el jersey del cohete en el pecho del hijo de Jack Torrance, la túnica que usó Lawrence Olivier para hacer de Craso, y las pruebas de las vueltas que tuvo que dar Saul Bass al buscar el diseño perfecto para el cartel de “El resplandor”. Hay toneladas de documentación (para “Napoleón”, obra inacabada con cuyos materiales HBO prepara ahora una serie, quiso saber incluso los hábitos alimenticios de Bonaparte). Y de cartas (ponía las cosas por escrito hasta cuando mandaba dar de comer a sus gatos. Aunque esto no sale en la muestra, pero da idea de las perlas que pueden encontrarse entre la cantidad ingente de materiales que había para cribar). Más que un banquete de objetos para mitómanos, es un inventario de los experimentos de un maestro del ensayo-error, siempre en la búsqueda de nuevas herramientas expresivas de potencia nuclear y precisión milimétrica.
La silla vacía del director, bañada en luz cenital y subida a una tarima, preside el recorrido por oscuros laberintos que evocan los de su propia mente. Frente a ese trono, un mosaico de vídeos creado por Manuel Huerga de Kubrick-haciendo-cosas-en-todas-partes-a-la-vez alude también al bullir de su cabeza: Stanley Kubrick calibrando el matiz dramático que aportan los hombros de Shelley Duvall al encogerse en una escena de “El Resplandor”, Stanley Kubrick indicando a un foquista qué objetivos ha de meterse en el bolsillo (en una repisa a pocos metros está esa lente, antes sólo usada por la NASA para retratar la cara oscura de la luna, que él mandó adaptar para filmar a Barry Lyndon a la luz de las velas), Stanley Kubrick ordenando como un Júpiter, rey de los cielos, que pare de caer la nieve en el set o enseñando cánticos a los reclutas de “La chaqueta metálica”. “Siento no haber estado con ustedes esta noche… justo en este momento, probablemente estoy en el coche de camino al estudio” dice aceptando el premio D.W. Griffith que le dieron mientras rodaba “Eyes Wide Shut”. En esa misma aparición pregrabada contó que dirigir es “como intentar escribir “Guerra y paz” montado en los coches de choque de una feria”.
El Stanley Kubrick autodidacta de los inicios está en las fotografías de gente ordinaria en las calles y de artistas, como Sinatra y Montgomery Clift, que empezó a hacer cuando, aún adolescente y con una cámara regalada por su padre, consiguió que la revista Look le empezase a publicar. Rescató a los boxeadores de sus fotos para su primer corto documental, “Day of fight”, y su gusto por las personas anónimas con un universo propio para el siguiente: “Flying Padre”, sobre un cura que iba de una a otra de sus parroquias repartidas en 640 hectáreas pilotando su avioneta. Virtuoso del pesimismo humanista, decía amar la filosofía de los que, en ausencia de Dios o de un sentido de la vida, se construyen el mundo a su medida: cuanto más rico en detalles sea, mayor será la superficie de agarre que te impedirá caer al abismo. Identificó ese don en Espartaco y en los delincuentes con planes maestros saboteados por sus propias emociones que saldrán en “Atraco perfecto” y “El beso del asesino”. El hecho de que también esté accesible en la sala “Fear and Desire”, primer largometraje del que se rumoreaba que el director había destruido todas las copias por sus pobres resultados, hace que resuene a otro nivel una paradoja presente en toda la exposición. La de que el truco de este mago es más bello cuanto más desnudo está: al ver sus limitaciones del principio junto al rastro de su persistencia posterior, cualquier mito de un genio innato y sin esfuerzo queda eclipsado.
En cada proyecto, la primera chispa suele ser un libro. “¡Aquí está la escena!”, garabatea triunfante rodeando un párrafo. Después vienen las colaboraciones con que sobre eso, piedra a piedra, se acaba haciendo la muralla china. Stanley Kubrick es, de entre todos los cineastas “autor”, el más famoso por sus dream teams. El crítico Ángel Fernández Santos le llamó “aprendiz de Dios” por su afán de creador que lo domina todo. Cada toma de decisiones y cada disciplina artística que toma parte en un film. Pero también la suya es una obra recordada por la aportación de artistas de primera línea. Famosos, como Kidman y Cruise, y anónimos, como Dan Richter: el mimo al que tuvo un año estudiando los movimientos de los simios para “2001: una odisea en el espacio” (su traje peludo y sus apuntes están en el CCCB). Alejados de su tiempo, como Beethoven y Strauss, y también contemporáneos: “Es su decisión, por supuesto, reintroducir, si lo desea, cualquiera de las escenas eliminadas”, le dice con extrema cautela Vladimir Nabokov al enviarle el guión adaptado de su libro, “Lolita”. La carta reposa junto a educadas protestas de Acción Católica y los presbiterianos contra la película, y junto a otra en que Sue Lyon, la actriz que encarnó al objeto de deseo del pedófilo Humbert Humbert, le cuenta al director que tras el rodaje acabó apartada del mundo, felizmente encerrada en un matrimonio, como lo hizo su personaje. No muy lejos de los storyboards de Ken Adams para la comedia de pesadilla “Teléfono rojo, volamos hacia Moscú”, sobre la que queda documentada la euforia de los pacifistas y la censura de la dictadura de Portugal, hay fotos de los soldados que Franco cedió como extras para “Espartaco”, sin que el tirano reparase en este caso en el gol por la escuadra implícito en el mensaje del film. Odiaba la autoridad castrante, pero nunca la identificó con sus progenitores. Con su humor negro, dedica “A mamá y a papá, con todo mi amor” la claqueta de “La naranja mecánica”, esa en que el protagonista descubre al salir de la cárcel que sus padres le han buscado un sustituto. Y es su ansía de independencia la que hace brillar con más luz la cita que da acceso a la exposición: “Si se puede escribir, si se puede pensar, se puede filmar”. Con ese lema no sólo elevó los límites técnicos del cine, sino que tampoco tuvo reparo en sortear miedos, reglas y tabús para hablar de deseos reprimidos, de violencia, de aislamiento, y de todo lo que encontró valioso al sondear tenazmente el alma humana.