altComo en tantas otras materias, mi conocimiento del mundo del cómic se arrastra por los más bajos estratos de la ignorancia. No me envanezco de ello, pues la sinceridad no es altanería.

 

Como en tantas otras materias, mi conocimiento del mundo del cómic se arrastra por los más bajos estratos de la ignorancia. No me envanezco de ello, pues la sinceridad no es altanería.
 

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Leí en mi infancia los tebeos de Mortadelo y Filemón, 13 Rue del Percebe, Rompetechos, Carpanta, El botones Sacarino, Zipi y Zape… También algún que otro ejemplar de Hazañas bélicas, y poco más. No si servirá como descargo decir que corrían los tiempos de Heidi y Marco; la única manga de entonces era la del jersey del hermano mayor, adaptada por las hacendosas madres al brazo del canijo que heredaba la prenda.

Más tarde, conforme acumulé años me fui distanciando de la historieta hasta caer en la inopia actual. Quizá por ello traspuse un tanto amedrentado la entrada de los pabellones de la Feria de Muestras barcelonesa, con ocasión de la 32ª edición del Salón Internacional del Cómic.
 

¿El primero de mis temores?: a raíz de lo visto por televisión sobre anteriores certámenes, pensé que iba a sumirme en una suerte de parque temático de engendros de toda traza, a cual más caprichosa, y que mi convencional atuendo contrastaría de un modo casi mortificante con el fresco polícromo y fabulosamente multiforme que allí contemplaría. Sin embargo, ¡feliz desilusión!, la mayoría de los presentes –mucha gente joven, familias enteras también– no divergía de apariencia salvo en los habituales rasgos físicos que distinguen al común de los mortales (unos más altos, otros más bajos, aquellos más delgados, más gordos los de allá…).

 

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Por supuesto, no faltaba la pléyade de figurantes disfrazados… porque supongo que todos lo eran, ¿o había algún exabrupto evolutivo entre ellos? Unos vestían como los archiconocidos héroes de la saga Star Wars o el sello Marvel (a ojo de buen cubero, creo que imperaban en número los émulos de Batman), cuando no de insólitas –para mí– criaturas del más moderno bestiario nipón. Otros, envueltos en las tinieblas de su capa y/o saya, no hubieran desentonado en una procesión de Semana Santa. ¡Y qué despliegue de ucrónicas heroínas, féminas de turgencias prietas como si pretendieran extraer a presión el tuétano de sus bellezas! Algunas de ellas parecían fugadas de los espectáculos sado del Salón Erótico, gran fiesta del porno que la ciudad celebra anualmente allá por el mes de octubre. Sin olvidar las más terroríficas muestras de la fauna biónica, dignas de las más acariciadas pesadillas del doctor Frankenstein, ni algún que otro grupito de hinchas del Atlético de Madrid, que aprovecharon su fe guevarista en la victoria final para matar dos pájaros de un tiro y visitar la muestra. Todos tuvieron su minuto de gloria, y algunos muchos minutos, y volvieron a sus moradas deslumbrados por el resplandor de los flashes de tanto curiosos sediento de frikismo. Sin lugar a dudas, la cultura popular es una religión de eficacia optimizada por los medios de producción industrial: fabrica ídolos a una velocidad vertiginosa, nunca igualada por los credos tradicionales (¿quizá por ello canonizaba santos a espuertas el Papa Juan Pablo?).
 

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Otro tipo de caracterizaciones, históricas estas, se hallaban instaladas en el marco de la exposición sobre el cómic bélico, por cierto muy recomendable. Allí podían verse distintos vehículos empleados por el ejército de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y el conflicto de Corea, incluido un carro de combate cuyo modelo se me escapa (no era el celebérrimo Sherman); un campamento de la Coronela barcelonesa, milicia ciudadana que luchó contra las tropas borbónicas en 1714; y un puesto de soldados del Ejército del Ebro, a quienes sorprendí de francachela, tomando su ración de combate y en franco descuido del enemigo. Purismo detallista en uniformes, complementos y utilería, con resultado digno del mayor elogio desde una perspectiva de fidelidad histórica al original. Estos cuadros escénicos recordaron, a gran escala, mis juegos de niñez con los inolvidables Madelman, por lo cual debo confesar que les presté más atención que al objeto principal de la muestra, la evolución del cómic bélico.

 

En el gran zoco de las paradetes (que diría un catalán), las había de diversa laya, pues junto a las librerías y editoriales especializadas en cómic –¡vaya muchedumbre en la firma de ejemplares del gran Ibáñez– figuraban puestos hippiosos de venta de bisutería y complementos; chiringuitos de caramelos, algunos pretendidamente relacionados con personajes de historieta, y fondues de chocolate; de dibujantes exprés, al estilo de los caricaturistas callejeros… Entre esa selva de ofertas tuve un grato descubrimiento, el pequeño stand patrocinado por la administración autonómica balear que ocupaban dos firmas mallorquinas, Cartoon Jocs, creador de caricaturas tridimensionales en cartón, y la galería on line Iconssmmart, con un producto de atractiva variedad, a saber: por una parte, obras de un grupo de laureados ilustradores como Jorge Isaurralde Tatúm (Premi Ciutat de Palma de Cómic 2013), Max (Premio Nacional del Cómic en 2007), Bartomeu Seguí (Premio Nacional de Cómic en 2008) y Pere Joan (Premio del Salón del Cómic de Barcelona en 1991). Sobre todo, me llamó la atención la originalidad y salero de las figuras de cartón para montar sin necesidad de tijeras ni pegamento, diseñadas por Tatúm: arte povera de los tiempos del reciclaje, algunas con reminiscencias primitivistas (perros y peces), inspiradas otras en la iconografía del souvenir (cuadro flamenco), sin que falten las series diseñadas expresamente para museos (Thyssen, Guggenheim Bilbao), que interpretan motivos extraídos de obras clásicas de la pintura universal.

 

Contemplado todo lo anterior, concluí satisfecho mi paseo por esa ultrarealidad en la que viven de modo apasionado tantas personas, jóvenes y mayores, desdoblando su cotidianidad en caminos paralelos pero nunca incomunicados, porque la corriente de la fantasía siempre trasvasa caudales de ilusión al sufrido cauce donde se empantana la vida cotidiana. Como dejó escrito Paul Élouard, “Hay otros mundos, pero todos están en este”.

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