Al despertar aquella mañana Iris no tuvo más remedio que admitir dos cosas: una, que ésa no era otra que la vida, su vida, y no había posibilidad de que la vida fuese otra; dos, que las mil señales que vio iluminarse y parpadear por un instante ante sus verdes ojos distraídos sin que llegase a entenderlas nunca del todo, ni mucho menos avanzase por el camino que ellas le mostraban –terroríficas, seductoras, espléndidas–, ese amasijo de danzas luminosas adquiría de pronto un significado tan pleno como atroz, tan transparente como insoportablemente doloroso.

La coyuntura no podía ser más desgarradora. Por un lado, había descubierto que ya no le quedaba tiempo para ninguna otra cosa excepto resignarse como bien pudiese durante las semanas o los meses que aún habría de continuar viviendo en esa condición como de reliquia viviente; tiempo para calmarse y aguantar; tiempo para armarse de paciencia y resignación como bien pudiese; envuelta en paños y en silencio, sola, exactamente igual que una reliquia. Por otro lado, durante ese tiempo lento y oscuro ella estaría –lo sabía muy bien, no podía ser de otra manera– ineluctablemente condenada a ver pasar una tras otra por su mente, con absoluta viveza, una tras otra, día a día, noche a noche, plenas, abundantes, clarísimas, las imágenes de todo aquello que pudo haber sido y no fue, las mil señales desfilando por su mente, parpadeando todos los sueños, haciendo muecas todos los comienzos de senderos y caminos ante los que ella retrocedió asustada, como si un enorme muro le cerrase el paso con violencia; estaría condenada a despedirse una y otra vez de todas las oportunidades que habían palpitado a su lado y luego huido, zas, huido en el aire, huido en el viento, haciendo muecas al alzarse en el aire como globos, formas llenas de carne y de hueso que ahora estaban ahí, inermes en el reino de las sombras, en nunca jamás, todas rotas y vencidas, pura desintegración, pura caducidad marchita paseando lentamente por los pasillos de su mente, un desfile horrendo y tormentoso, pero capaz todavía de desprender de alguna manera esa fragancia irresistible de lo ausente. Y a quién podía importarle algo esta gran incongruencia, esta íntima tortura –pensaba Iris–, a quién, vamos a ver, a quién podría importarle algo al fin y al cabo.

Todo le dio vueltas; las imágenes se multiplicaron en el aire, multitudes arracimadas, frenéticas, tumultuosas. Como un rebaño de negros ñúes derramándose sobre una extensa llanura africana las imágenes echaban a volar, se precipitaban en estampida por la puerta de su habitación, saltando hacia el interior de su cabeza le entraban por los ojos, y pisoteaban, y empujaban, y arrasaban con todo a su paso hasta que la fina pantalla de su mente se resquebrajaba como hojaldre o como escarcha.

Fuera la lluvia ennegrecía la pizarra del tejado, un alud de gruesas gotas lavaba sin descanso la pizarra ennegrecida. Contemplando el lastimero paisaje desde el interior de la casa uno no podía evitar la sensación de estar oliendo la humedad que desprendían los viejísimos troncos enmohecidos que poblaban el jardín, troncos de esos tan podridos y tan viejos que se deshacen nada más los levantas del suelo o los mueves un poco, casi nada, y se rompen porque no son ya sino puramente tierra mohosa que de árbol solo conserva una imagen, una especie de fantasmagoría u holograma sin pizca de savia. Como uno de esos troncos fantasmales que yacían inermes entre las hojas muertas del jardín la cabeza de Iris casi se deshizo en mil terrones al caer sobre la almohada de su cama, propulsada hacia atrás por un invisible dedo minúsculo que –eso parecía– había tocado su frente.

Apretó los párpados, apretó las mandíbulas, apretó las sienes clavándose las uñas sin saber, aplastó el rostro deshecho ante ese voluptuoso despliegue terrible de su imaginación, que desde hacía semanas o meses manaba como una fuente enloquecida, día y noche bullía sin descanso, con una urgencia casi indecente sacaba fuerzas de quién sabía dónde, pozos muertos, rincones oscuros, sótanos, fango, sí, fango; esa incansable fuerza productora de miríadas de imágenes atroces se revolvía ahora indecentemente y sin descanso allá abajo, en los sótanos de su alma, saldando mediante ese exceso de visiones extenuantes y enfermizas quién sabía qué viejas cuentas terribles que nunca antes, por falta de arrojo y cobardía, había tenido tiempo de saldar.

Y sin embargo, cualquiera podía darse cuenta de que en esos momentos poca cosa dependía ya de su voluntad individual. Era evidente que recibos y cuentas llegaban súbitamente como vientos, súbitamente tomaban por sí mismos lo que era suyo, como harpías, como vientos. Así que era cierto –Iris lo sabía–, estaba pagando con desasosiego y enfermedad reales el sosiego y la languidez algo ficticias en los que había malgastado tonta e irreparablemente la primera y última década de su vida adulta.Unas horas después un chico entró en la habitación de Iris y se sentó en el borde de su cama con muchísimo cuidado. La cama no cedió ni un milímetro bajo su peso. Vio los ojos enrojecidos por la presión y el forcejeo de las manos, pues no trataba de disimularlos nada. Vio las mejillas arañadas y los dedos temblando sobre la sábana. Vio los ojos enormes, agotados. No le habló porque supuso que había estado llorando y entonces sería mejor que no supiese que lo sabía; si realmente había llorado ella no iba a contarle los motivos, de ningún modo iba a contárselos, ni siquiera soportaría que se insinuase nada sobre el tema; se pondría hecha una furia si lo hiciese; intentaría decir algo atropelladamente o gritaría alteradísima hasta echarle con tristísimos gritos de la habitación, gritos ahogados, sin volumen, enfermizos. En su estado había que andarse con mucho cuidado –pensaba él, y volvía los ojos al suelo para no molestarla–; había que anticiparse a cualquier posible causa de irritación, por más que uno nunca pudiese estar seguro del todo y ella se mostrase más irritable que nunca, injusta e indiscriminadamente irritada. Al fin y al cabo, nadie tenía la culpa; todos estaban tristes y nadie tenía la culpa de lo que le pasaba.

Este consentimiento necesario al que todos sus conocidos habían llegado por sí mismos de una u otra manera durante las últimas semanas Iris no quería o no podía alcanzarlo; se mostraba intratable con todos y empleaba las pocas fuerzas que aún tenía en una suerte de desesperada venganza. Era como si se negase a abandonar este mundo sin antes imprimir un imborrable sentimiento de responsabilidad y eterna culpa, desperdiciando así, con ellos y ante sus propios ojos, un aire y una energía que ya nunca más recuperaría; sí, era como si pretendiese suicidarse ante sus ojos al modo de esos monolíticos guerreros orientales. No dejaba de provocar cierta aprensión ver cómo esa poca fuerza joven se desperdiciaba en vano; más valía no profundizar demasiado en la idea de que la enferma no buscase nada más que hacer el mayor daño posible a unas personas que supuestamente solo querían ayudarla, de ahí el desgaste incalculable de las fuerzas y el desmoronamiento acelerado que duraba ya tres meses.

Iris parecía subyugada por todo, completamente incapaz de permanecer tranquila siquiera unas cuantas horas, leyendo o durmiendo o lo que fuese; estaba ahí, enferma pero furiosa, impertinente, irritable, siempre al borde de saltársele las lágrimas, ansiosa por que la dejasen sola y reclamando compañía dos segundos después, acuchillando mentalmente a todo ser viviente que pisase el suelo de su habitación, ofendiéndome deliberadamente –pensaba ella–, hiriéndome sin importarles nada. Porque vamos a ver –se decía en soledad–, nadie tenía por qué engañarse ahora: todos y cada uno de ellos no venían nada más que a satisfacer su vil egoísmo, nada más que a colmar su vanidad y quizá también, con toda seguridad también, a celebrar el estar todavía y por algún tiempo en posesión de lo que ella estaba a punto de perder para siempre; sí, a eso venían, a celebrar, estaba segura, venían a recordarle hipócritamente todo lo que ella había perdido. Así que Iris no toleraba las visitas, ni siquiera toleraba la presencia del chico en su habitación, por más que procediese con admirable cuidado y solo fuesen dos o tres personas las que, aparte de él, solían poner los pies en su habitación cada semana, cada semana desde hacía tres meses, su familia básicamente, su abuela y su padre, sobre todo.

«Bueno, lo suyo era crónico, yo pensaba que ella lo sabía y que por eso no…», dijo su madre por teléfono cuando llamó tres meses antes. Fue Elena quien respondió a la llamada; estaba tan miserablemente asustada que no pudo articular una palabra, solamente descolgó el teléfono y en menos de medio segundo lo apoyó contra la repisa del mueble y toda alterada se puso a llamar a gritos «mamá, mamá, ven, el teléfono», y luego se metió en su habitación dando un portazo, sin despedirse siquiera ni decir «espera un momento que ya viene».

Su padre no había dicho nada, estaba demasiado perplejo, indeciblemente triste, como paralizado, además él nunca decía nada, no se sabía si lo deglutía lentamente o qué, pero lo cierto es que se callaba siempre, como una mole de granito o un sepulcro se callaba.

Su abuela pensaba que no estaba enferma y lo decía. Eso pasa, solía decir. Solo era un catarro y se le pasaría, para la primavera estaría otra vez bien, ya lo verían. Qué broncopulmonía si solo era un catarro y se le pasaría de aquí a un tiempo si se quedaba en casa y la cuidaban bien. Tenía que dormir y comer, nada más, nada más, eso pasaría, pasaría.

Cosas así decían y callaban y tramaban a su alrededor durante aquellos meses de otoño en aquella casa plantada en el valle, rodeada de monte por todas partes, alejada, aislada, sola.

Cuando el chico apareció sobre las cinco de la tarde de aquel húmedo día de un noviembre gris ya había renunciado de antemano a la posibilidad de que ella le dirigiese la palabra. Sabía que no le convenía hablar y además no se lo exigía; le constaba que apenas tenía voz y que cada palabra la pronunciaba desprendiéndose de un aire que nunca más recuperaría, por lo que toda palabra dicha en vano era un despilfarro, y qué palabras no decimos en vano, a ver, qué palabras –pensaba Iris, extasiada ante ese alocado derroche festivo–. Él no solo era consciente de su actitud poco menos que suicida, sino que se apenaba muchísimo, nadie podría decir lo mucho que le apenaba; lo habría dado todo por que fuese él y no ella la que estuviese pasando ese trance, y sin embargo tampoco él era capaz de imaginárselo ni evaluarlo correctamente. Las sanas cabecitas de los que no han sufrido nunca algo de este tipo no pueden llegar a imaginarse qué significa que en un momento dado el aire te falte y las palabras no te salgan del pecho sino que se queden ahí, atrapadas en algún lugar entre el cerebro y la garganta dando golpes, pugnando por salir, enloquecidas de pura claustrofobia. Algunos creen que finges y exageras y solo cuando oyen silbidos y rugidos, solo cuando ven una gota de sangre o un poco de vómito parecen convencerse de la gravedad de la cosa, y no siempre se convencen, no, a veces siguen pensando que todo se reduce a poco más que nervio y exageración, exageración y nervio. Las madres y los médicos saben muy bien que con la falta de aire los labios se ponen morados y en torno a los ojos también son capaces de reconocer ciertas marcas inequívocas que testifican a favor de su preocupación y diagnóstico. A veces casi se alegran al descubrir esas amoratadas venas hinchando los labios, o ciertos surcos y arrugas cayendo y trepando hacia la cuenca de los ojos. Uno no puede ignorar aquí el hecho de que unos pulmones débiles son una cosa muy triste. La vida está en el aire, en el aliento, en el soplo; el calor y la humedad de la vida que incuba y se retuerce por lo bajo están ahí, ya se sabe, en la humedad de la tierra cuyo aliento insufla vida al pulmón del cielo, en la fría ráfaga de aire que ensortija las hojas de los robles, en el soplo caliente que exhala el cuerpo animal probando así que, en efecto, una vez estuvo vivo. Quien ha vivido media vida sin aliento ha vivido media vida, ya está, solo eso, ni más ni menos que eso.

Iris parecía muy tranquila esa tarde y no dio señales de irritación alguna. Mantuvo el rostro visible sobre las almohadas, unos brazos blanquísimos reposaban suavemente junto al cuerpo, el pelo (le había crecido mucho durante los últimos meses) se desparramaba hacia los lados sobre el edredón, una abundante melena entre rubia y castaña, con leves ondas y resplandores. Los ojos se habían aclarado un poco y miraban el hueco entre el techo y el armario, aunque seguramente no miraban nada, con toda probabilidad Iris no miraba nada en esos instantes sino que concentraba sus escasas fuerzas en pronunciar la brevísima frase que quedó desenterrada en su interior después del huracán de la mañana. La mirada clavada en el techo daba testimonio de la dificultad que le suponía física y moralmente pronunciar ese puñado de letras que ni siquiera el blanco, inmenso alud del mediodía había conseguido borrar. Cuanto más inmóviles permanecían su cuerpo en la cama y sus ojos en el techo tanto más difícil le resultaba seguir adelante con su breve frase, por eso cerró los ojos en cuanto hubo acabado de decir en voz bajísima, apenas un gemido, apenas un segundo, las tres palabras que al chico le pareció oír muy a lo lejos, un eco imperceptible, una reverberación cavernosa llena de una extraña irrealidad.

«Llamarás a Andrea…», preguntó, ordenó, confesó, imploró, dijo quedamente Iris en un murmullo imperceptible. Ésa era la frase breve y anodina, el depósito residual que sobrevivió a la estampida y al alud, como una higuera agarrada a la lisa superficie de un acantilado, como una pepita dorada en el lecho seco de un río, allí se quedó y allí estaba todavía, la tonta frase, la desesperada súplica.

Durante el inmenso instante en que el sonido de las letras todavía resonaba entre su boca y su cerebro Iris no pudo evitarlo y pensó que también en esa ocasión había sido como si alguien la hubiese forzado; en ese y en otros muchos momentos de su vida era como si no hubiese sido ella misma la que obrase, sino que algo la había obligado a hacerlo. Nadie que la hubiese visto tomar todas aquellas decisiones habría podido decir otra cosa; parecía que la estuviesen forzando, sí, exactamente eso parecía. Viajes que no quería hacer, ropa que no quería comprar, comidas que no quería comer, gente a la que aborrecía hasta el punto de no aguantar oír sus nombres. Y también era como si alguien la hubiese forzado a apartar la mirada justo en el momento en que una mirada habría podido solucionarlo todo, aunque solo fuese provisionalmente. Así que la pregunta era: ¿qué la forzaba exactamente?, ¿quién había levantado el muro?, ¿quién la avasallaba tan constante, tan secretamente? Algo la sometía por la fuerza; algo desconocido la subyugaba siempre, siempre mientras tuvo aliento para ir y venir y comprar y comer y equivocarse.

Andrea era una belleza; la ropa, el pelo, las uñas, la piel, la risa, incluso su voz era un reclamo; y cómo se movía caminando por las calles, y cómo se arrugaba su vestido cuando se sentaba en la barra de algún bar, y cómo hablaba con hombres y mujeres de todo tipo, haciendo gala de una seguridad que quizá verdaderamente poseía. En todo caso, la voz no se le quebraba nunca y las palabras eran todas suyas, sin comedimiento alguno. Nada parecía interponerse entre Andrea y el mundo, nada parecía ser un obstáculo lo suficientemente sólido para que ella no pudiese salvarlo. Quizá porque comprendió esto enseguida Iris la había aborrecido desde el instante mismo en que la vio, si bien de todos es conocido que aborrecer y odiar no son sino los viejísimos ropajes con los que manos infantiles acostumbran a encubrir torpemente sus amores y sus celos, y bien podía decirse que Iris era poco más que una chiquilla cuando vio a Andrea por primera vez. Ahora era una mujer y las dos tenían la misma edad, lo cual quizá explicaba que, inexplicablemente, Iris quisiese verla.

Andrea aterrizó una tarde lluviosa de un diciembre demasiado gris. La recogieron en el aeropuerto y la llevaron a la casa. Se quedaría solamente tres noches y no tenía la menor idea de cuál era el propósito de su visita ni cómo se había dejado conducir hasta allí. Pero lo único importante, lo único absolutamente cierto en esta historia es que esa misma noche la recién llegada entró confundidísima en la habitación de Iris y no salió de ella hasta la mañana siguiente.

Junto a la ventana y frente a la cama había un sillón tapizado de rosa; ahí sentada Andrea podía tener, aunque la habitación no fuese demasiado grande, una cierta sensación de lejanía que aliviaba un poco el carácter obtuso de la situación, además de mitigar de alguna manera la extraña melancolía que le había infundido el paisaje entrevisto por la ventana del coche en lo que duró el trayecto desde el aeropuerto. Las curvas la marearon tanto que solo alcanzó a ver masas verdes y masas marrones que bien podían corresponder a cualquier cosa, seguramente a montes desollados de su capa protectora por algún incendio reciente, laderas que mostraban sus infiernos a la luz del día, unos infiernos como todos, tenebrosos, tristes, estériles. Las casas y las gasolineras desperdigadas al azar por los caminos no habían contribuido mucho a cambiar la turbia impresión que suscitaba en ella todo aquello. Pero digamos que la melancolía apenas se le notaba. Andrea estaba fantástica cuando entró en la habitación de Iris aquella tarde, tan fantástica que la enferma resplandecía de alegría por el mero hecho de tenerla ahí, delante de sus ojos, tan cerca de sí misma; como una niña con su muñeca de reyes Iris resplandecía por el hecho de tenerla consigo y poder mirarla sin que la interrumpiesen, porque lo primero de todo era mirarla sin disimular que la miraba, mirarla hasta absorber con las pupilas ese color, ese gesto, esa forma. Lo segundo que Iris necesitaba era interrogarla. Ver a Andrea comprendía exactamente estas dos cosas: ver el cuerpo y conocer qué había sido de ese cuerpo contemporánea y paralelamente al suyo. Sin embargo, para que todo saliese como Iris deseaba primero ella tenía que contarle algunas cosas de sí misma. En realidad, era imprescindible que lo hiciese, pues su relato sería la primera parte de un díptico que ella necesitaba contemplar en sus dos caras antes de juntarlas y cerrarlas definitivamente.

Querría contártelo todo –empezó Iris–, pero cómo contarlo todo, cómo decirlo todo –continuó–. Has pisado la hierba mojada, hueles esta humedad, ves estos libros, este espejo –su voz apenas podía percibirse–. Supongo que si el tiempo excava y excava sin tregua, supongo que si desbroza y devasta de esta forma bestial es nada más que por amor, por amor a la verdad, a la exactitud; por amor el tiempo investiga y remueve y rebusca hasta que sale a la luz el rostro escondido de las cosas. Pues bien, mi rostro es lo que has visto, una lluvia que cae y se dispersa como un llanto infantil y ridículo; un viento incapaz de quedarse y permanecer en ningún sitio; un tronco húmedo que si lo tocas se convierte en polvo; un espejo en la pared; un fantasma.

Andrea guardaba silencio y miraba extrañamente conmovida.

Supongo que algunos tenemos que andar desnudos entre los vestidos –continuó diciendo Iris–, supongo que unos tenemos que yacer mientras otros andan y corretean a toda prisa, supongo que sí, alguien tiene que permanecer incapaz entre los capaces, vacilante entre los seguros, insomne entre los dormidos. Y lo más curioso de todo es que aunque nos veamos todos los días en calles y en restaurantes, aunque hayamos compartido colegio y aula y piso y cama, jamás convergeremos, jamás nos encontraremos los unos con los otros, como ahora tú y yo nos encontramos en esta penosa y extraña circunstancia.

Iris hablaba bajísimo, largos silencios se extendían entre sus palabras.

Es difícil explicar por qué te he hecho venir hasta aquí –continuó diciendo Iris–, ni yo misma encuentro la manera de explicármelo. Tiene que ser esta nostalgia, este deseo que me ha atosigado sin descanso hasta conducirme a ti…

La voz se le quebraba, sonreía.

¿Acaso no es angustiante pensar que después de la batalla todavía queda la nostalgia, que al final sobrevive un insaciable anhelo de juventud más allá de ti, un extraño deseo de intimidad y de confidencia sin propósito que te sobrevive? ¡Como un redoble final, como un espejismo, como si hubiese espacio para vivir dos veces! ¿No te parece una broma horrible? Esta nostalgia de la vida ha sido mucho peor que la propia enfermedad, puedes creerme; porque… ya lo ves, ella merecuerda que si el objetivo de todo esto era abrir los ojos a todo y conocerlo todo y saciarse de todo, yo…

Iris parecía una niña, el cabello suelto sobre el edredón, la blusa blanca, el rostro solemne e infantil.

A veces pienso que fue esta absurda irrealidad la que lo arruinó todo, nacer así, aquí, en este lugar, como esa figura de tronco que si lo tocas se deshace…

Su rostro se había ensombrecido y parecía muy fatigada.

Digamos que fue como nacer en un pantano, o en la copa de un árbol del que no te puedes bajar, algo que eres y que te destruye. Solamente es un espejo, le decía Nelly a Cathy… también a mí me han lanzado de vuelta al punto de partida, a esto inhóspito que ves…

Sus ojos se perdían en el aire, parecían escaparse de la habitación a través del techo.

Pero seguramente tú no sabes nada de todo esto; seguramente nunca has sabido que para mí tú eres mi espejo, mi imagen invertida, que por eso te he llamado y ahora estás aquí, a mil kilómetros de tu casa.

Andrea empezaba a inquietarse de verdad. El cristal de la ventana chorreaba y la noche caía del cielo como en una tormenta. Nada exterior podía verse.

Ven –dijo Iris tras una pausa–. Ya sabes que hay cosas que solo se comprenden mucho después, el disfraz se pulveriza y de pronto comprendemos.

Andrea obedeció y se sentó sobre la cama. Estaba fascinada.

Solo quiero verte, escucharte –dijo Iris rozando una de sus manos–, solo quiero saber cómo ha sido… vivir es llenarse de cosas, ya sabes, los ojos, las manos… necesito saber cómo has vivido para no enfermar de nostalgia, necesito vivirlo aunque sea de esta torpe manera mía, necesito… a través de ti…

Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.

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