El conocimiento, el saber y la cultura que ha aportado la revista Triunfo a este país es inagotable. Todos los periodistas, editores y lectores deberíamos estar agradecidos por el legado de su hemeroteca. En esta ocasión, Rambla ha decidido recuperar una entrevista a Alfonso Guerra, uno de los pilares socialistas durante la transición y los posteriores gobiernos del PSOE. En esta conversación no se habla de política, más bien el encuentro que mantienen Víctor Márquez Reviriego y Guerra, a las puertas del verano de 1982, trata de acercarnos a la figura menos conocida del político, abordando su interés por el teatro, la poesía, la música y la literatura. La entrevista original ocupa 9 páginas en papel, por lo que hemos decidido dividirla en dos artículos para agilizar su lectura. Aquí va la primera parte:

La otra vida (beata) de un diputado

Por Víctor Márquez Reviriego

Cuando comenté con Felipe González que le iba a hacer una entrevista a Guerra, ajena a la política y centrada en libros y lecturas, me dijo: «Tendrías que titularla El verdadero rostro de Alfonso Guerra«.

Ciertamente, el diputado por Sevilla, Alfonso Guerra González (nacido en Sevilla el 30 de mayo de 1940 y no el 31, como dicen las biografías) me diría luego: «la mayor intensidad de mi vida, yo la he tenido en los libros». Y me hablaría también de su orgullo y su modestia, tan machadianos; de su afán de aprender siempre («soy aprendiz de todo y maestro de nada y eso es el elixir de la juventud, porque tengo unas ganas de enterarme de las cosas tremendas»). Le gustan los libros y la música, la termodinámica y arreglar un coche. Sabe limpiar un magnetófono («pero no el polvo así, sino las cabezas y eso»). Y, efectivamente, según pude comprobar, maneja los cacharros éstos de una forma temeraria, como si fuera un auténtico japonés, sin miedo a electrocutarse de un calambrazo.

Conversamos en su despacho del Congreso de los Diputados, cuando remite el debate de la colza. Este de la colza ha sido, es, un episodio nacional de la España Negra; de un viejo país ineficiente donde revientan presas y saltos de agua, como en Ribadelago; donde se vende alcohol metílico para consumo; y donde, sin embargo, porque a lo peor organizamos o desorganizamos un «Mundial» (que a estas horas no ha empezado aún) nos creemos el ombligo del mundo… ¡Pero bueno, ustedes han reparado en lo feo que es el famoso Naranjito! Tiene un cierto parecido a don Iñigo Cavero, pero no lo propalo porque a mí, el señor Cavero no me cae tan mal…

Pero, en fin, estábamos en la conversación. Dice mi director espiritual (que es el padre Baltasar Gracián de la Compañía de Jesús) que «es la noble conversación, hija del discurso, madre del saber, desahogo del alma, comercio de los corazones, vínculo de la amistad, pasto del contento y ocupación de personas». Y creo que es verdad. (Lo dice en El criticón, crisis primera, primera parte, En la primavera de la niñez y estío de la juventud).

Víctor Márquez Reviriego.- ¿A qué edad aprendes a leer?

Alfonso Guerra González.- Temprano. En casa. Mi padre me enseña a leer a los cuatro años. Y voy a la escuela a los cinco años, pero estoy un día en la primera clase y comprueban que sé leer y me pasan a la tercera.

V.M.R.- ¿Y los primeros libros que recuerdas de tu vida?

A.G.G.- El primer libro que recuerdo es, sin duda, el que me orientó hacia la lectura. Con nueve años, en el colegio, nosotros íbamos a una biblioteca porque en el colegio había una hora de biblioteca todos los días, es un colegio del que tengo magníficos recuerdos: el colegio Miguel de Mañara, un colegio laico. Ahí nos daban unos libritos pequeñitos, de un armario grande, unos libritos de tipo ejemplificador, de santos, de no sé qué… de personajes como don Miguel de Mañara, que era el personaje al que se dedicaba el palacio, era su casa, el colegio estaba en el palacio de don Miguel de Mañara… Y entonces había unos tomos grandes, que no sabíamos lo que eran, y estábamos muy ilusionados con saber quién sería capaz de leerse un libro tan gordo. Y entonces hicimos una apuesta a ver quién era el que se leía uno de aquellos libros. Yo cogí uno. Me apasionó. Eran tres tomos, eran las obras teatrales de Lope de Vega, lo recuerdo con toda claridad. Y el segundo libro era El criterio de Jaime Balmes.

V.M.R.- ¿La afición al teatro le viene de esa lectura de Lope de Vega?

A.G.G.- Seguramente, sin duda, tuvo una enorme influencia eso. Y luego, con catorce años, yo me leí el teatro contemporáneo -bastante teatro contemporáneo- en una biblioteca a la que teníamos acceso entonces, que era la biblioteca de la Casa Americana. Leí teatro americano contemporáneo y teatro europeo.

V.M.R.- ¡Vaya! Esa era una de las preguntas que tenía yo previstas para más adelante. Esta de la Casa Americana. El otro día recordábamos Felipe y yo los tiempos en que íbamos a la Casa Americana.

A.G.G.- También salió a relucir.

V.M.R.- Claro. Es que en la Sevilla de entonces era casi obligado ir allí. Allí leíamos a Steinbeck

A.G.G.- Las uvas de la ira, Dulce jueves… Todo eso me lo leí yo allí. Encima del teatro Álvarez Quintero.

V.M.R.- Frente a la universidad antigua… Diriges teatro por primera vez con diecinueve años…

A.G.G.- Sí.

V.M.R.- Diriges La mordaza

A.G.G.- La mordaza no la dirijo yo. Yo dirijo Eurídice, de Jean Anouilth. Esa creo que es la primera que dirijo. Había hecho como intérprete, otras cosas… Bueno, antes de Eurídice, creo que dirigí también algunas piezas cortas, por ejemplo, El parque se cierra a las ocho de Martín Iniesta; alguna cosa de Ionesco, piezas cortas; pero creo que el primer montaje importante dirigido por mí (importante en el sentido de que tenía dimensión, no digo que es que fuera una cosa extraordinaria) fue el de Jean Anouilth, que me valió ¡bueno! una consideración de filocomunista y una cosa tremenda… ¡Ah, Jean Anouilth! Autor burgués, francés, una cosa terrible… Claro que también llevaba barba y eso estaba muy mal visto…

V.M.R.- La barba la llevabas tú… Era una barba así como pluvial, muy grande. Yo he visto una foto tuya, interpretando con José Batlló Final de partida ¿Cuándo conoces a Batlló?

A.G.G.- Yo a Batlló, lo conozco en el tema del teatro y en el tema de la poesía. Conecto con Batlló a través de un amigo común que se llama Pepe Barrera, que era y es empleado de una agencia médica -una agencia de estas aseguradoras médicas-, devorador de libros, empleado, un hombre con una vida burocrática y tal, pero absolutamente devorador de libros… Y, entonces, entre los tres planeamos editar una revista de poesía, que se llamaba…

V.M.R.- Se llamaba La Trinchera

A.G.G.- La Trinchera, que dio lugar después a El Bardo. Y también a hacer un grupo de teatro. Creamos un grupo de teatro que se llamaba Hora Primera. Que también indignó mucho a los poderes públicos consolidados ese nombre de Hora Primera: ¿por qué nos llamábamos así si teníamos que llamarnos Agrupación sevillana o algo por el estilo?

V.M.R.- Por ese tiempo tú estudias perito industrial.

A.G.G.- Sí.

V.M.R.- ¿Y cuándo estudias filosofía?

A.G.G.- Pues por los años sesenta, también.

V.M.R.- En Sevilla, ¿Coges la época de la contraposición entre García Calvo y Arellano?

A.G.G.- Bueno. García Calvo ya había pegado el salto, pero Arellano permanecía… ¡Y permanece, eh!

V.M.R.- ¿Todavía vive este señor?

A.G.G.- ¿Arellano? ¡Si es el capo de la Facultad de Psicología!

V.M.R.- Pues para mí era ya una figura histórica, como Pelsmacker o como Carande o así.

A.G.G.- Carande está magnífico, ¡Está increíble, con noventa y cinco años!

V.M.R.- Cumplidos el 4 de mayo.

A.G.G.- El 4 de mayo. Y el 18 de enero, Jorge Guillén, los noventa.

V.M.R.- En La pluma leí una entrevista de Jorge Guillén con Alfonso Canales y contaba Guillén que Carande le fue a ver, y después de estar hablando un buen rato, le dijo: «bueno, me voy que…»

A.G.G.- ¡Que no quiero fatigarle! Eso me lo ha contado Guillén también a mí.

V.M.R.- ¿Tú conoces a Guillén?

A.G.G.- Sí, sí.

V.M.R.- ¿A qué otros poetas de la Generación del 27 conoces? Quiero decir personalmente, no solo como lector. A ¿Rafael Alberti le conoces?

A.G.G.- Sí.

V.M.R.- ¿A Bergamín?

A.G.G.- No he tenido con él casi contacto. Justamente he leído en estos días Esperando la mano de nieve, su último libro, que es muy bello, con unas influencias descaradamente expuestas de Bécquer y Machado. Hay un poema que empieza diciendo: «Los caminos de la tarde…». Es una cosa intencionada. No hay ninguna irresponsabilidad en la influencia. Y es un libro muy bello, que yo desconocía ese modelo poético de Bergamín y me ha gustado mucho.

V.M.R.- ¿A Dámaso y a Gerardo Diego los conoces?

A.G.G.- Sí, pero muy poco.

V.M.R.- ¿Y a Guillén cuando le conoces?

A.G.G.- Hombre, yo a Guillén lo había seguido mucho a través de personas interpuestas. Entonces, lo conocí, creo hace dos años, que estuve en su casa de Málaga. Y ahora, durante la campaña andaluza, estuve en su casa. Y he tenido dos entrevistas largas con él, realmente sustanciosas.

V.M.R.- Se conserva perfectamente.

A.G.G.- Se conserva con una lucidez y una capacidad de ironía, una fineza y una sutileza en la ironía realmente prodigiosa… Para que veas la ironía de Guillén: hablando de un personaje que no quiero citar el nombre, es muy conocido, y del cual hablaba muy bien, le tenía un gran cariño… Y decía «él es un auténtico liberal, ¡y terrateniente!, que siempre mejora la condición de liberal…» ¡Tiene mucha gracia, eh! Porque un terrateniente puede ir por el liberalismo, ¡pero bien!

Geometría y poesía

V.M.R.- Volvamos a tu época de estudiante. Vosotros sois un montón de hermanos, ¿no?

A.G.G.- Muchos. Éramos trece hermanos. Yo soy el único que ha estudiado. En mi casa no se podía estudiar porque no había medios económicos. Entonces mi padre…

V.M.R.- Tu padre trabajaba en la Maestranza.

A.G.G.- Era maestro de taller en la Maestranza, operario. Y mi padre concibió la idea de que yo debía estudiar, porque en el colegio primero me había ido muy bien, me habían dado el primer premio de toda Sevilla cuando yo tenía nueve años. Y entonces había que hacer sacrificios, porque además teníamos una hermana que estaba enferma y que se murió (murió con veinte años) y era la época en la que aparece la estreptomicina y había que traer el tarrito de Londres a quinientas pesetas y había que ponerle uno diario… Era realmente un sacrificio muy grande… Bueno, entonces a él se le metió un poco entre ceja y ceja que debía estudiar y tal. Y la idea es que yo estudiara ingeniero. Pero, claro, saltar a Madrid a estudiar era absolutamente imposible para mi familia. Y bueno, entonces «que estudie perito y tal…» Y yo ya cuando estaba en peritos, lo que me tiraba a mí realmente era la vida cultural, literaria, aunque me gustaba la termodinámica y una serie de cosas técnicas, y me gusta mucho la lógica matemática… Y entonces lo hice (lo hice con cierta facilidad) y ya, pues a caballo, me metí también en lo otro, porque yo estaba muy metido, sobre todo en el tema literario, poético y teatral. Y era una cosa natural que yo hubiese hecho aquello. Yo no tengo ninguna titulomanía, ni me interesa nada de eso. Lo que valoro son los conocimientos y no los títulos. Yo conozco a gente sin ningún título y con una cultura arrolladora, y conozco a gente con muchos títulos que son verdaderos analfabetos.

Yo no tengo ninguna titulomanía, ni me interesa nada de eso. Lo que valoro son los conocimientos y no los títulos. Yo conozco a gente sin ningún título y con una cultura arrolladora, y conozco a gente con muchos títulos que son verdaderos analfabetos.

V.M.R.- Tú has dado clase en la Escuela de Peritos de Sevilla.

A.G.G.- No. Yo he dado clases en la Escuela de Arquitectos Técnicos y en la Universidad Laboral. Cinco años en la Universidad Laboral y once en la de Arquitectos técnicos.

V.M.R.- ¿De qué dabas clase?

A.G.G.- He dado clase de dibujo, de geometría descriptiva, de proyectos fin de carrera… Y por las tardes iba a dar cursos de cine, cursos de fotografía, en fin, enseñaba un poco de todo a los niños.

V.M.R.- En ti el cine, más que afición, es casi manía.

A.G.G.- Sí, es una manía y un cierto fanatismo.

V.M.R.- ¿Es cierto que has visto veintitrés veces Muerte en Venecia?

A.G.G.- No, no. Ya no es cierto porque va por el veinticinco.

V.M.R.- ¡Veinticinco veces!

A.G.G.- La he visto últimamente por televisión y, como además la grabé, la he visto otra vez.

V.M.R.- ¿Y cómo es posible ver veinticinco veces una película?

A.G.G.- Yo soy un poco fanático de eso… He leído algunas veces que los aficionados de un solo autor, de un solo poeta, de un solo torero, que todo eso, bueno, en fin, a mí no me importa… La verdad es que hablando de libros, yo tengo que hacer un preámbulo…

V.M.R.- No te prives de ello. Hazlo.

A.G.G.- Y es que la mayor intensidad de mi vida, yo la he tenido en los libros. Mucho más que en la vida normal. Puede ser un defecto para muchos. Para mí no lo es. Yo vivo dentro de los personajes: cohabito con facilidad con don Fermín de Pas de La Regenta, con Ana Ozores, o con los personajes de las cosas que a mí me han llegado… Entonces, ¿estaba yo diciendo esto por qué?

V.M.R.- Por el preámbulo.

A.G.G.- Ah, sí. Bueno, que yo he vivido mucho… que yo soy muy fanático de lo que me gusta mucho. Por ejemplo, me gusta mucho Mahler, o me gusta mucho la concertante de Mozart, y la oigo una vez y otra vez y otra vez, y no importa. Entonces, lo de Muerte en Venecia es que es un conjunto de cosas extraordinarias para mí. A mí me gusta en el arte la decadencia. Me gusta mucho la decadencia estética, mucho. Y ahí, en Muerte en Venecia, es la decadencia de Gustav Aschenbach, el compositor, el final de la vida de un hombre, la decadencia, es la decadencia estética misma que Visconti tiene en toda su producción, el hotel, el Lido, reflejado en su más pura decadencia; se combina además el texto de Mann, extraordinario texto literario, la creación musical de Mahler, como la conjunción de Mahler con Visconti es absolutamente apasionante… Es una obra que a mí me parece una obra de arte, que me da placer y aunque la vea tres veces seguidas me sigue produciendo placer. La he visto muchas veces (hay otro tipo de cine que también he visto mucho). Soy muy fanático de lo que me gusta. Repito, mucho.

V.M.R.- ¿Sabes que realmente Thomas Mann pensó en Mahler para el personaje? Hay una carta (lo estuve viendo ayer en un libro de Alma Mahler)…

A.G.G.- ¡Sí, un libro de Taurus, un libro muy bonito!

V.M.R.- Sí. Entonces, hay una carta de Thomas Mann, del año 1921 o por ahí, en que dice que pensó realmente en Mahler.

A.G.G.- Visconti lo toma por eso. No es una casualidad. Nada es casualidad. Es un mundo cerrado. Muy rico, pero muy cerrado.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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