Los atentados de París del pasado 13 de noviembre han dejado, de una interminable lista de comentarios y afirmaciones que se aproximan a la xenofobia que tanto decimos denostar, no pocos interrogantes sobre el origen y las causas de una guerra que se ha metido en nuestras casas y ciudades sin que sepamos los motivos de semejante atrocidad.
No hay una sola bala ni un solo instante de lo ocurrido en París que tenga justificación, pero hace mucho que la historia nos enseñó que nada en ella ocurre por fatalismo ni casualidad. Y es hora de revisar el pasado para saber qué ocurre en el presente y qué es probable que suceda en el futuro.
Hace exactamente un siglo, en noviembre de 1915, dos individuos se reunieron en secreto con el fin de negociar el reparto de Oriente Próximo tras el final de la Gran Guerra, que aún estaba lejano y que depararía todavía innumerables matanzas en las trincheras europeas. Estos dos hombres eran el británico Mark Sykes, militar y miembro del partido conservador que afirmaba que los árabes «detestan a los europeos con bigotudo, estúpido e insensato desprecio», y el abogado y diplomático francés François Georges Picot. Los dos habían recibido de sus respectivos gobiernos la misión de llegar a un acuerdo para cuando se produjera la derrota del imperio otomano, aliado en la contienda con Alemania.
Al mismo tiempo, en el territorio turco se libraba una guerra de guerrillas comandada por el coronel inglés Thomas E. Lawrence con el fin de provocar el levantamiento de las tribus árabes contra el poder otomano y colaborar con la victoria aliada a cambio de obtener después el control total de su territorio en forma de un estado árabe unificado o de una confederación de estados árabes.
Sykes y Picot conocían perfectamente cuál era la situación social y militar en Oriente Próximo y cuáles eran los términos del acuerdo impulsado por Lawrence —y por sus superiores militares—, pero no dudaron en emprender una política opuesta y sembraron con su pacto décadas de sangre que aún no han terminado.
Respaldados sin fisuras por los gobiernos de sus países —presididos por el liberal Herbert H. Asquith, en Gran Bretaña, y por el conservador Raymond Poincaré, en Francia—, y avalados por los de Rusia e Italia, temerosos todos de que tras la liquidación del imperio otomano surgiera en la zona una gran potencia árabe que sirviera de ejemplo a sus respectivas colonias, los negociadores acordaron que Oriente Próximo quedaría dividido en cinco zonas políticas y económicas sin tener en cuenta su población, su etnia o su religión.
Así, se establecería una zona de control británico al este del actual Irak, con la inclusión de Bagdad y Basora y con salida al mar en el Golfo Pérsico; una zona de control francés al norte de la actual Siria, con la inclusión de Beirut y el futuro Líbano y con salida marítima al Mediterráneo; un protectorado británico o zona de influencia en el sur de Irak y Transjordania; un protectorado francés en el norte de Irak y el resto de Siria, desde Mosul a Damasco, y una zona internacional situada en Cisjordania y Palestina, con Jerusalén como centro neurálgico, cuyo control quedó encomendado a la ineficaz Sociedad de Naciones, antecedente de lo que hoy es la Organización de Naciones Unidas (ONU).
El acuerdo fue firmado el 16 de mayo de 1916 y solo Turquía logró quedar fuera de estas argucias diplomáticas, ya que a través de diferentes tratados durante la postguerra supo deshacerse muy pronto de las consecuencias de la derrota e inició su propio camino hacia la independencia mediante la figura de Kemal Atatürk, artífice del actual estado turco.
De modo que lo que hasta entonces había sido un territorio tribal quedó descuartizado gracias a los mapas, la escuadra y el cartabón de mister Sykes y monsieur Picot, que traicionaron al pueblo árabe mientras se atusaban delicadamente los bigotes, y el sueño de un estado unificado fue liquidado entre pastas y tazas de té, como el coronel Lawrence explicó a sus superiores en Damasco cuando fue informado del acuerdo anglo-francés, convencido ya de que la ética nada tiene que ver con la política. La película Lawrence de Arabia, dirigida por David Lean en 1962, es un relato fidedigno de las amplias diferencias que pueden existir entre la guerra de trincheras y la guerra de despachos, como cualquier lector interesado puede deducir del libro Los siete pilares de la sabiduría, escrito por el propio coronel.
A este escenario de alfombras y maderas nobles se sumó al año siguiente un nuevo personaje, el también británico y conservador Arthur James Balfour, que tras haber sido primer ministro en 1902-1905 se convirtió en secretario de Asuntos Exteriores durante el gobierno de Asquith. Y en virtud de este cargo declaró en noviembre de 1917 que Gran Bretaña favorecería la creación de un estado judío en el territorio palestino, lo que inmediatamente levantó los recelos de las tribus árabes, pero ya era demasiado tarde: Rusia se desligaba del conflicto, Estados Unidos se incorporaba a la guerra y los aliados se encaminaban ya hacia la victoria sobre las potencias centrales.
Así que este trío de ases formado por Sykes, Picot y Balfour pasaría a la historia de la política y de la diplomacia como una banda de tahúres controlada por presidentes y primeros ministros y dispuesta a engañar a quienes les habían ayudado a derrotar a uno de sus principales enemigos, así como el causante de uno de los más importantes desastres del siglo XX. Y como bien sabemos, también del siglo XXI.
La guerra continuó en Europa, Estados Unidos aprovechó el conflicto para poner su pie izquierdo en el continente —tendría que esperar hasta 1941 para colocar el derecho—, la revolución de octubre y el nuevo gobierno de Lenin liberaron a Rusia de cualquier compromiso anterior mediante el tratado de Brest-Litovsk y en noviembre de 1918 el ejército alemán firmó en París el armisticio que puso fin a cuatro años de carnicería europea, si bien no fue más que una tregua que quedaría disuelta en 1939.
Los países aliados llegaron a la conferencia de paz de París, celebrada en 1919, con dos objetivos primordiales: la destrucción total de Alemania como potencia industrial y militar y la obtención de un suculento botín de guerra que compensara las penalidades sufridas durante la contienda. Y en los dos se equivocaron, pues si el primero encendió la mecha de la siguiente guerra mundial, el segundo generó un conflicto lento y duradero cuya sangre ocasionada aún mancha sus manos.
En el palacio de Versalles se materializaron los acuerdos secretos que tres años antes habían alcanzado Sykes y Picot: Gran Bretaña obtuvo el mandato de Palestina, añadió Mosul a su zurrón y creó el estado de Irak, mientras que Francia cedió un pequeño territorio de su porción y dejó establecidas las fronteras de Siria.
Transjordania fue separada de Palestina y entregada a Abd Allah ibn Husayn, hijo de Husayn ibn Ali —jerife de La Meca y cabeza de la dinastía de los hachemíes, con quien Lawrence había negociado la creación del estado árabe unificado—, primero como emir de Transjordania y finalmente como rey de Jordania.
Por su parte, los británicos decidieron que era mejor dejar Siria e Irak en manos de un gobierno manejable y entregaron el territorio a Faysal ibn Husayn, también hijo de Husayn ibn Ali y hermano, por tanto, del flamante emir de Transjordania. De modo que en 1920 los actuales estados de Siria, Irak y Jordania estaban en manos de los hachemíes, aunque muy poco después Francia reclamó el territorio sirio en virtud de los acuerdos de 1916 y Faysal se mantuvo únicamente como monarca iraquí.
¿Y Palestina? Los árabes de Cisjordania, bajo mandato británico, contemplaron cómo las palabras de Balfour se hacían realidad al introducir en su propio territorio el destinado a la comunidad judía, que tras la segunda guerra mundial adquiriría la forma de Estado de Israel.
A partir de entonces, los territorios que hoy conocemos como estados integrantes de Oriente Próximo vivieron sus propias vicisitudes políticas, étnicas y religiosas derivadas del control aliado, de su evolución estatal, del secular enfrentamiento árabe-israelí y del no menos secular conflicto entre suníes y chiíes, minoría musulmana que tradicionalmente ha ocupado el poder.
Inglaterra y Francia jugaron con fuego al finalizar la Gran Guerra y Estados Unidos, permanente aliado de Israel y dependiente de los lobbies judíos asentados en su propio continente, lo ha hecho aún peor desde que terminara la segunda guerra mundial e incluso antes de que concluyera la guerra fría. Y no solo por el tenaz apoyo a sus socios en las sucesivas guerras entre árabes e israelíes, sino por la torpeza y la falta de previsión que mostró cuando la Unión Soviética invadió Afganistán en 1980. Al apoyar y armar a los muyahidines que luchaban contra el ejército soviético, los estadounidenses edificaron el nido en el que ya habitaba Osama bin Laden, pero a Ronald Reagan le pareció que aquello podía ser un atajo para acabar con la URSS, ya debilitada económica y militarmente, y fue incapaz de prever que un día la maniobra se volvería en su contra. Diez años antes, ni siquiera Nixon se hubiera atrevido a semejante despropósito.
Y diez años después, George H. Bush apareció ante el mundo como el salvador del pueblo kuwaití frente a las garras iraquíes y dio un paso más en su enfrentamiento con la comunidad árabe internacional, pues si hasta entonces Estados Unidos gestionaba los asuntos de Oriente Próximo sin salir de casa, a partir de la guerra del Golfo demostró que podía poner los pies y los tanques en territorio musulmán sin que le importaran las consecuencias.
Las piezas del tablero se habían movido mucho desde los tiempos de Sykes-Picot y la necesidad petrolífera de reordenar el territorio se impuso sobre los mapas tras el 11 de septiembre de 2001. La matanza organizada por Bin Laden en Nueva York fue el pistoletazo de salida para una empresa que Estados Unidos tenía en mente desde mucho antes de que Al Qaeda planificara la suya y fue el argumento perfecto para que Bush (hijo) terminara el desastre iniciado por Bush (padre).
Sin embargo, el nuevo presidente tuvo la precaución de incorporar a su operación a un peso pesado de la política internacional, Tony Blair, y a un inspector de Hacienda venido arriba tras haber ganado dos elecciones seguidas frente a la nada, José María Aznar. Los dos le servirían de teloneros y comparsas en una de las fotografías más lamentables de la historia reciente, la de las Azores, seguida de aquellos lúgubres aplausos que la bancada popular dedicó a su líder en el Congreso de los Diputados tras anunciar la incorporación de España a la cruzada estadounidense. Una bochornosa página de nuestros tiempos de la que alguien debería responder, pues ciudadanos ingleses y españoles pagaron muy cara la osadía de sus dirigentes en forma de atentados indiscriminados perpetrados en Madrid, el 11 de marzo de 2004, y en Londres, el 7 de julio de 2005.
Y sin embargo, la historia parece pasar de puntillas por las mentes de estadistas y políticos que se niegan a aprender de los errores cometidos y, sobre todo, se niegan a aceptar que no existe la guerra de civilizaciones que se inventaron tras el 11-S, sino una colisión de intereses económicos occidentales frente a una realidad territorial, étnica y religiosa que no solo desconocen, sino que tampoco les interesa conocer.
Así pues, la línea lenta y continua que comenzó el día de 1915 en que se reunieron los señores Sykes y Picot siguió su trazado con la declaración de Balfour en 1917, con el tratado de Versalles en 1919, con la independencia de Israel en 1948, con la guerra fría, con la invasión de Afganistán en 1980, con la guerra del Golfo en 1991, con la invasión de Irak en 2003 y con la creación en beneficio propio de la organización que ahora mismo Occidente teme y tiene en su punto de mira: el Estado Islámico, ISIS (Islamic State of Iraq and Syria) o Daesh (al-Dawla al-Islamiya al-Iraq al-Sham).
La invasión de Irak por parte de la pequeña coalición liderada por Estados Unidos supuso no solo que en pocos meses se desplazaran centenares de miles de refugiados, sino la radicalización de grupos religiosos que durante mucho tiempo compartieron celdas y salas de tortura con antiguos miembros de las fuerzas armadas iraquíes, desmanteladas mientras el mundo se sonrojaba al comprobar que las «armas de destrucción masiva» en poder de Sadam Husein habitaban solo en las fantasías bélicas de algunos dirigentes occidentales.
Y de los bombardeos de ciudades como Faluya, donde se empleó fósforo blanco contra la población civil, y de cárceles como la de Camp Bucca surgieron muchos futuros militantes de ISIS y una alianza que hasta entonces era difícil de imaginar, es decir, la de suníes y chiíes frente a dos enemigos comunes: su propio gobierno, que reprimió duramente las protestas populares de 2010 con ayuda de las tropas estadounidenses, y los ejércitos occidentales.
Su ideología fundamentalista, basada en la yihad y el wahabismo —rama extrema de los suníes surgida en el siglo XVIII y caracterizada por su rigor doctrinal y por su afán de expansión—, no ha impedido que Daesh haya sido visto con simpatía por estados tan dispares como Israel o Arabia Saudí en su lucha frente a otro enemigo no menos feroz: Irán. Por su parte, Turquía —miembro de la OTAN— considera que los suníes del Estado Islámico pueden detener el avance de la influencia chií en su territorio y contener al movimiento kurdo, de modo que no ha impedido el tráfico de crudo por su territorio procedente de los campos petrolíferos controlados por el ISIS, operación que junto a la venta de gas y fosfatos supone casi la mitad de sus ingresos totales.
Siempre que hay un conflicto armado hay que preguntarse quién lo financia y a quién beneficia. Y en este aspecto entran en juego no solo las autoridades turcas, sino también las saudíes y las israelíes —aliadas naturales de Estados Unidos—, sabedoras también de que no pocos particulares entregan importantes sumas de dinero a los suníes de Daesh para que lo empleen en cualquiera de los objetivos preferentes para ellas: debilitar a Irán, frenar a los chiíes o contener a los kurdos.
Y en esta complicada trama en la que se dan cita diversos actores no puede faltar una guerra civil de la que todos los bandos se aprovechan: Siria.
Iniciada en 2011 como un enfrentamiento entre las fuerzas gubernamentales de Bashar Al-Asad —presidente del país desde el año 2000— y diversos grupos de oposición a los que se sumaron organizaciones yihadistas como ISIS y Al Nusra, considerada la rama de Al Qaeda en territorio sirio, ha ocasionado ya uno de los movimientos de refugiados más importantes de las últimas décadas, con más de tres millones de desplazados, y ha provocado la muerte de 300.000 personas, de las que al menos un tercio son civiles.
El conflicto ha permitido a ISIS avanzar desde sus posiciones en Irak hasta tomar la mitad del territorio sirio, lo que incluye grandes reservas de gas y petróleo, gracias a la complejidad del conflicto y a los diferentes intereses que se citan en él.
El presidente Al-Asad cuenta principalmente con el respaldo de Rusia, Irán y Hezbolá, la organización chií libanesa que ha tenido siempre el apoyo de las autoridades sirias e iraníes, que coinciden al afirmar que el inicio de la guerra se debió al interés de otras potencias en precipitar la caída del gobierno. Por su parte, los grupos de oposición cuentan con la ayuda de Estados Unidos, Israel, Turquía, Arabia Saudí y Qatar, por lo que en ocasiones se ha querido entender esta contienda como un enfrentamiento entre chiíes y suníes dentro del territorio sirio.
Pero en este complicado tablero geoestratégico las fuerzas de ISIS no se proponen el establecimiento de su califato únicamente en Siria e Irak, sino que el wahabismo de sus líderes y seguidores les lleva a pretender la conquista de todos los territorios del mundo en los que no se obedece con estricto rigor la sharia, es decir, la ley islámica, y especialmente de aquellas potencias occidentales que favorecen o favorecieron la división política y administrativa de su área de actuación.
Llegados a este punto conviene recordar de nuevo la línea lenta y continua que originaron Sykes y Picot y que ha avanzado en el último siglo a través de Versalles, Israel, Afganistán e Irak, pues en todas estas «estaciones» se fueron sumando al yihadismo grupos islamistas radicalizados que prolongan el trazo hasta Al Qaeda y Daesh.
Volvamos a París, 13 de noviembre de 2015. Cuando los terroristas riegan de sangre la ciudad no lo hacen porque hayan entonado el canto de guerra contra la capital de Francia, sino porque es una acción mediática contra uno de los iconos de la cultura europea que durante semanas ocupará las portadas de prensa y medios audiovisuales. Reventar un monumento milenario en tierras sirias o iraquíes apenas ocupa un faldón en los periódicos antes de las páginas de deportes, pero atacar París, como atacar Londres, Roma, Madrid o Berlín, tiene un efecto propagandístico que resulta muy atractivo para quienes aprietan el gatillo y que no se logra con un atentado en Beirut, como ocurrió en la misma fecha. La guerra entre Francia y el ISIS no existe, pero sí una guerra de ISIS contra todos en la que uno puede ser víctima, pero no causa.
No hay mayor error en un ejército que pensar que su enemigo ha enloquecido o no sabe lo que hace. Y pensar que los combatientes de Daesh forman una organización sin más rumbo que el terror sería una equivocación muy grave que Occidente no debe cometer, como tampoco debe repetir operaciones que en el pasado sembraron más sangre y, a medio plazo, mayor radicalización. Los atentados de Nueva York, Madrid, Londres y París han llenado nuestras calles de dolor, pero en ningún momento hay que olvidar que los objetivos no siempre son seleccionados por su relación directa con la causa que defienden quienes los cometen, sino por su efectividad.
Del mismo modo, y por las mismas razones, quienes han sido elegidos democráticamente no pueden olvidar que también están obligados a defendernos de la xenofobia y que si pretenden mantener en sus respectivos países una convivencia pacífica tienen que empezar por aprender a diferenciar entre árabes, musulmanes e islamistas —así como nosotros sabemos diferenciar entre europeos y creyentes—, única manera de no criminalizar a todo un pueblo por las atrocidades que otros cometieron, de conservar la razón y de poder seguir viviendo en paz con quienes cada día llegan a Europa en busca de una vida mejor.
Hoy es oportuno recordar que han sido necesarias decenas de muertos en las calles de París para que la Unión Europea se ponga a pensar en el modo de detener la guerra civil siria, algo que las 300.000 personas asesinadas hasta entonces no lograron.
Y es oportuno recordar también que tras la invasión de Irak, en 2003, escribí un texto en el que afirmaba que si no se ponían los medios políticos y legales para evitarla la guerra que acababa de comenzar duraría cien años de dolor y sufrimiento. Solo llevamos doce.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.