Vivimos tiempos apocalípticos. Acechados por el asteroide 2012 DA14, magullados por el impacto de los meteoritos de Cheliábinsk, aturdidos por las explosiones de los bólidos que nos lanza Mario Draghi. El síndrome del fin del mundo va poco a poco convirtiéndose en un referente cotidiano, una vivencia, sin embargo, ajena tanto a los cabalísticos cálculos del calendario maya, como a los milenarismos histéricos del medievo, a pesar de que en este último caso la renuncia del Papa parezca anunciar la inminencia del Anticristo.
En realidad vivimos un fin del mundo aburrido, gris y decepcionante. Solo en los ámbitos de la derecha política, tan habituada a las sacristías, parecen dispuestos a recurrir a la transcendencia para afrontar la lluvia de estrellas mortíferas que desde la constelación de Bárcenas amenazan las estructuras de la calle Génova. Es así, en fin, como estos días han sacado a pasear de nuevo a la más transcendente de las transcendencias: la Muerte. Ahí está para demostrarlo el entusiasmo con que los populares –junto a los novatos de UPyD-han acogido en el Congreso la petición de convertir la tauromaquia en bien de interés cultural, esencia del alma española.
En realidad, la derecha siempre ha apostado por convertir a la muerte en una especie de cromosoma imprescindible del genoma hispano, como atestiguan esas calaveras evocadoras de la fugacidad de la vida desde los cuadros de nuestro Barroco. Pero sin duda, quien más patente simbolizó este apego catártico por la amiga de la guadaña fue Millán Astray y su¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!, lema que venía a resumir lo que le esperaba a los españoles en los siguientes cuarenta años de su historia.
Este culto a la Muerte no siempre ha adquirido, por fortuna, extremos tan asesinos. Así, la derecha logró sublimar esta devoción transformándola en fiesta nacional. Por eso, como ya destacara Manuel Vicent, Fernando VII optó por cerrar las universidades de Madrid y abrir la escuela de tauromaquia. Porque, aunque Picasso o Miquel Barceló se aproximen desde su modernidad al festejo taurino con la misma curiosidad que les despierta las máscaras africanas, lo cierto es que el “arte” del toreo siempre ha estado ligado a la mentalidad más carpetovetónica. Por eso, mientras la burguesía europea se esforzaba por ser vista en los palcos de la ópera, con Verdi como música de fondo, sus homónimos españoles se unían a la vetusta aristocracia para dejarse ver por las plazas, entre peinetas, olor a sangre y excrementos, pasodobles, caballos destripados y toros muertos.
Se dirá que también el pueblo llano vibra con el espectáculo taurino, aunque curiosamente ningún apologista de la tauromaquia reivindica como “arte” las manifestaciones más populares (y numerosas) de la fiesta, esas que llenan las calles de toros lanceados, corridos o con las astas ardiendo. En esto el pueblo suele ser más honesto y modesto, por ello nunca se reclamó protagonista de ningún arte, tan solo aspiró a encontrar en el toro un desahogo temporal y brutal frente a sus miserias. O a escapar de las cornadas del hambre saltando furtivo al ruedo en una tarde de suerte.
No, para los pueblos la muerte no es arte ni transcendencia, sino rutina. La misma rutina con que sobrellevan el trabajo basura o los derechos perdidos. Rutina implacable, eso sí, esperando mortífera a la vuelta de una orden de desahucio, carta de despido o la última deuda impagada. Tal vez ha sido su visión fascinada de la muerte la que ha llevado al PP a admitir, en el último momento, la iniciativa legislativa popular contra los desahucios. Eso, claro, y la soledad de las encuestas o el terror a la revuelta. Con todo, su gesto deja abierta una puerta a la esperanza: hasta puede que, junto a los toros, acaben declarando el suicidio un bien de interés cultural, encarnación de las esencias de esta nueva España.
Periodista cultural y columnista.