Reniega de cualquier título, pero hoy por hoy Najat Kaanache es la cocinera más laureada de África y uno de las pocas figuras del continente que han conseguido abrirse camino en el circuito de la alta gastronomía internacional. Entrevistamos a Najat Kaanache. Se crió siendo la única niña mora en un pueblo de la costa vasca, aprendió a comer observando a su abuela y conoció de cerca los fogones de los mejores restaurantes del mundo, antes de montar el suyo propio, Nur, un canto a la cultura gastronómica marroquí en la Medina de Fez. Estos meses de confinamiento los ha dedicado a pergeñar un libro donde comparte todo lo que ha aprendido en la cocina. Y no hablamos solo de recetas.
Cuenta que empezó en el fregadero de su abuela, ¿qué diría ella al verle triunfar como cocinera?
(Se emociona) Mi historia no la conoce mucha gente, solo los que la han vivido conmigo. De mi abuela recuerdo levantarme a la mañana a por leña, encender el fuego, ordeñar a las vacas, hacer el café, amasar el pan… Ella me enseñó cómo comer. Esos rituales entonces me parecían propios de una vida de pobres, pero con el tiempo me he dado cuenta de que esa era nuestra riqueza. Mi madre le contaba mis viajes por el mundo y que nunca dejaba de luchar, supongo que al verme ahora estaría orgullosa.
Antes quiso ser actriz.
Yo quería expresarme, pero no sabía cómo. Elegí estudiar teatro y cine, y durante un tiempo hice un papel en una serie, pero no me sentía nada identificada con el personaje, así que lo dejé y me fui a Holanda, donde empecé a trabajar en un restaurante. La cocina me ha salvado la vida, me ha hecho ser yo, me ha dado libertad para expresarme. Para mí, la cocina trata de percibir de alma a alma. Yo no quiero llenar estómagos, necesito alimentar la sensibilidad.
Ambas son profesiones en las que muy pocos llegan a lo más alto, ¿se siente una estrella?
No, mi objetivo al trabajar nunca ha sido ser la cocinera más importante de África, no necesito un título que sea un muro. Yo solo quiero un lugar desde el que pueda transmitir ideas. Aunque me crié en el País Vasco, lo he encontrado al cruzar el charco y abrazar mi conciencia africana. Empecé desde la nada, poquito a poco trabajando y sin vender mi alma he ido consiguiendo mis objetivos. La cocina es un modo de arte, sí, pero también es hacer política.
Habla en su libro del aroma a comino que diferenciaba su casa del resto en Orio, el pueblo de Gipuzkoa donde se crió. ¿Era duro ser diferente?
Por primera vez tengo la tranquilidad de decirte que sí, que fue muy difícil. Yo me aprendía el nombre de todos, pero nadie se aprendía el mio, crecí pensando que no era normal. No quiero echar piedras al lugar de donde vengo, pero es así. Cuando eres el otro todos los dedos te señalan, pero hay que saber perdonar el miedo a la diferencia que tiene la gente. No es fácil que te llamen moro todos los días.
Cuenta que en su familia le formaron para alimentar a su marido y sus hijos, ¿alguna vez contempló la posibilidad de ser ama de casa?
El trabajo de ama de casa es muy duro y muy valioso, pero yo sabía que ese no era mi camino. Por eso fui una joven rebelde, yo quería ser algo más y sabía que podía llegar a conseguirlo. En el fondo es lo que nos había enseñado el aita, que siempre nos exigió que nos superaramos a nosotros mismos.
Durante sus años de formación ha estado en los mejores restaurantes del mundo, ¿sufrió mucho para lograr ese currículum?
Mucho. La vida de becario es dura, y yo no iba para unas semanas, me quedaba meses o años. He llegado al valle de Napa con una mochila, sin una cama donde dormir, y al día siguiente empezaba en The French Laundry (mejor restaurante del mundo en 2003 y 2004). He pedido ayuda en las redes sociales, he dormido en los sofás de mucha gente, en estudios de yoga a cambio de limpiarlos… Pero al ponerme la chaquetilla nadie tenía por qué saber lo que había tenido que pasar para llegar hasta allí.
Ferran Adrià, Thomas Keller, Rene Redzepi, Grant Achatz… ¿quién es el chef que más le ha influido?
Para mi Ferran ha sido muy importante, él me dio la oportunidad de liberar mi cerebro para ser yo misma en la cocina, abrazar esa infancia en Orio comiendo bocadillos de lentejas cuando los demás tomaban Nocilla y convertirlo en una seña de identidad en la cocina. En el Bulli eramos 52 leones, yo me dedicaba a observar, a obedecer, a entender el tipo de gente que me iba a encontrar en esta profesión. Al principio me tocaban las tareas más duras y yo trataba de hacerlas con orgullo. Al barrer o cargar melones quizá no estaba aprendiendo a cocinar, pero crecía mi resistencia, mi tenacidad, mi paciencia. Sabía que si sobrevivía allí tendría fuerza para hacer lo que fuera.
¿Está ahora donde soñaba con estar?
Estoy más lejos de donde quería estar… y todavía no he llegado. No es arrogancia, quiero hacer las cosas a mi manera, no quiero ser parte de cosas que no representen quién soy. Podría haber montado mi restaurante en cualquier lugar del mundo, pero elegí volver a mis raíces, a la tierra de mis abuelos. No fue fácil sacar adelante Nur, lloraba muchas noches al ver el comedor vacío. Hoy por fin soy independiente. La gente cree que detrás de mí hay un motor económico, pero el motor es nuestra ilusión y nuestro trabajo.
Gastronomía marroquí “más allá del couscous y el tallín”…
Tenemos unos asados de carne impresionantes, técnicas de cocción bajo tierra muy interesantes, una gran cantidad de pescados y mariscos. Seguimos usando técnicas de conserva tradicionales, que han sido de gran ayuda antes de los frigoríficos y tienen un poder sensorial increible. Hemos mantenido una sabiduría ancestral al utilizar hierbas aromáticas, vinagres, cítricos… Miramos al continente frío y nos parece que ha inventado la luna y nosotros nos hemos quedado atrás, pero nada más lejos de la realidad.
Su libro, tituado Najat y editado por Planeta Gastro con fotografías de Javier Peña (como la que abre la entrevista), recoge ese saber acumulado durante siglos en forma de recetas adaptadas al siglo XXI. Podéis encontrar más detallese del libro en nuestra sección Bibliocaníbal.
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