Suele suceder que todo aquello que escapa al control del sistema se convierte en algo abominable. Es lo que pasa, por ejemplo, con la subcultura rave. Acechada por la prensa, perseguida por las fuerzas del orden y condenada por la sociedad de consumo, este movimiento underground, con más de 70 años de existencia, se resiste a desaparecer y, del mismo modo que en el mito del ave Fénix, renace una y otra vez con más fuerza, ante la adversidad de la incomprensión y el estigmatismo.

Herederos de las fiestas salvajes bohemias de los beatniks de los años 50 y de los hippies antimaterialistas y mods londinenses de los 60, estos hombres y mujeres de todas las edades mantienen todavía hoy ese espíritu de libertad absoluta, pura e inmutable. No en vano, cada vez más gente queda seducida por esta especie de hermandad alternativa semiclandestina. Keith Moon, batería de The Who, o Steve Marriott, guitarrista de Small Faces, se definieron a sí mismos como ravers.

Cierto es que desde su nacimiento, con el paso de los años, las raves entraron en una espiral mercantilista, y pasaron a formar parte de la oferta lúdica de muchos clubs y locales de música. Sobre todo a partir de la ola psicodélica del acid-house de los 80 que inundó Chicago de música electrónica. Pronto, el tsunami llegó al Reino Unido (Manchester y Londres) y al resto de Europa (Ámsterdam, Berlín…), donde proliferaron las raves libres inspiradas también por las fiestas de Ibiza, de las que ya se empezaba a saber por el viejo continente. A partir de ahí cualquier local vendía una sesión de DJ como una rave… Hasta hoy, con la existencia de un sinfín de grandes festivales que se organizan al estilo de las raves más puras pero filtrados por el tamiz plutocrático, cobrando precios desorbitados por entrada y patrocinados por marcas globalistas (véase el caso del elitista Burning Man de Black Rock en EEUU).

Sin embargo, las raves auténticas, las que se celebran libremente sin necesidad de permisos, aquellas que se organizan en lugares abandonados, desérticos o ruinosos, siguen marcando la pauta real de la subcultura. A diferencia de las raves comerciales, en estos encuentros no se cobra por asistir y están abiertos a todo tipo de personas. Al principio, son solo unos pocos los que pueden participar, pero con la conectividad desmedida en la era de la viralidad digital, pueden convertirse en eventos multitudinarios. Y eso que las raves siempre huyen de la masificación y buscan siempre la privacidad y complicidad del entorno. Un canal de Telegram, un grupo de WhatsApp o una cuenta privada de Instagram o TikTok sirven como difusores de la quedada. Sus organizadores son a menudo nómadas del siglo XXI, que viven y transportan en sus furgonetas destartaladas los equipos de música y la infraestructura necesaria para montar la rave.

Por otra parte, sería mezquino obviar que las raves sirven también para experimentar o disfrutar del uso de drogas -tanto sintéticas como naturales-. Sin embargo, el protagonismo siempre lo tiene música -y el volumen al que suena-, el resto es complementario. Por ello, la selección musical debe ser exquisita y ajustarse a la idea primigenia de la fiesta. Al existir tantos estilos de música electrónica, cada rave es diferente a la anterior. Cada fiesta merece una dedicación exclusiva. Muchos de los grandes nombres del techno tienen sus inicios en las raves clandestinas. Aunque también es habitual que en una rave no haya disc-jockey como tal, debido a las largas jornadas de duración de la fiesta se opta por grabaciones en determinados momentos del evento. Pero sea cual sea el modo en que suena la música, el raver siempre estará frente a los altavoces con su estilo raving, disfrutando y sintiendo lo que es la auténtica libertad.

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