Joan Ruiz, Marc Dalmau, José Zaragoza, Meritxell Batet, Manuel Cruz, Lidia Guínart y Mercè Pere (Catalunya); Sofía Hernanz y Pere Joan Pons (Illes Balears); Susana Sumelzo (Aragón); María Luz Martínez Seijo (Castilla y León); Rocío de Frutos (Galicia); Odón Elorza (Euskadi) y las independientes Margarita Robles y Zaida Cantera.
Será necesario que los votantes socialistas recuerden estos quince nombres con cierto orgullo, pues fueron los únicos que demostraron cierta dignidad y coherencia un 29 de octubre de 2016, en que se confirmó, por si no se había hecho ya a lo largo de los últimos años, la completa derechización de un partido político con más de cien años a sus espaldas, y muy poca vergüenza en su presente.
Mariano Rajoy y Brey, fiel a sus principios cinéticos basados en el Dios proveerá, no ha tenido que mover un dedo para convertirse, por segunda vez, en presidente electo de este, nuestro gran país. El hombre que perdió en dos ocasiones contra un presidente incapaz y torpón, que fue designado sin democracia interna alguna por el presidente más genocida y corrupto de la política post-franquista, y que ha demostrado ser un tipo sin escrúpulos ni valor alguno, será nuestro presidente del gobierno por cuatro años más. Contra viento y marea, probablemente, pues hay que remontarse mucho para encontrar a alguien con tanto apego a un sillón, que alcanza sin pundonor ni conciencia y que, visto lo visto en sus proclamas del debate de investidura, mantendrá hasta el final, sin modificar ni ceder un ápice en sus ideas sumisas con la Europa neoliberal y obviando una corrupción de la que él mismo forma parte.
Pero, cierto es, no engaña a nadie que no quiera ser engañado.
No se puede afirmar lo mismo del PSOE (si me disculpan, a partir de ahora, le llamaré PE, pues «socialista» me parece un chiste de mal gusto y «obrero» una falacia indigna).
Las palabras esgrimidas por el diputado de ERC, Gabriel Rufián, durante su intervención en la segunda sesión de investidura, se limitaron a hacer patente lo que la gran mayoría de los electores socialistas pueden estar pensando. Ni tan siquiera el tono agresivo y recriminador, que ofendió gravemente a la bancada peísta (disculpen el exabrupto) cuyo malestar fue esgrimido de forma formal y educada (silbidos, abucheos, intentos de que la presidenta del congreso impidiera el proseguir de la intervención…), puede usarse para ocultar la enorme verdad de su contenido.
El PE ha destrozado completamente el sentido y las relaciones de confianza que conllevan el sistema de democracia representativa que rige nuestra estructura política. Ha utilizado el poder delegado de sus electores para desoír completamente, y conscientemente, sus inquietudes y esperanzas. Las luchas de poder internas, los miedos de viejas glorias con demasiada influencia en la actual jerarquía y unas vidas acomodadas y desalmadas, y el miedo a un descalabro mayor en unas terceras elecciones generales han prevalecido sobre el sentido del deber y responsabilidad que debe presumirse en personas que alardean y se dan sentidos golpes en el pecho al sonar las primeras notas de la «Internacional».
Pedro Sánchez dimitía por la mañana, entre lágrimas, y abandonaba el escaño en un «acto de coherencia», para evitarse el mal trago de gritar «Abstención» desde su alejado escaño. Lágrimas de cocodrilo de alguien que intentó hacer pasar a Ciudadanos, del ínclito Albert Rivera, como un partido necesario para un acuerdo progresista, mientras atacaba a Podemos, en teoría, su aliado natural, por no doblegarse sin condiciones a sus intereses. Preguntado Iglesias, antes del debate, por si se arrepentía de la actitud de su partido, que había conllevado a que Rajoy fuera de nuevo presidente, respondió, acertadamente, que «en todo caso, el que debe estar arrepentido es Pedro Sánchez».
Esta última anécdota, ha sido una de las piedras angulares de la excusas esgrimidas por el PE para justificar su postura ante el apoyo indirecto a Mariano. La culpa es de Podemos. Junto a ésta, su deber para y con España, que no necesitaba unas terceras elecciones. Porque, es evidente que, demasiada, mal llamada, democracia, siempre es contraproducente para el vulgo.
Decía Schopenhauer, filósofo conocido por su enorme y definitorio optimismo, que «Todo imbécil miserable, que no tiene en el mundo nada de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en esto último de vanagloriarse de la nación a la que pertenece por casualidad; en ello se ceba, y en su gratitud estúpida está dispuesto incluso a defender a cualquier precio todos los defectos y todas las tonterías propias de su nación«. Si complementamos este pensamiento con aquel de Bakunin que argumentaba que «La libertad sin socialismo es privilegio e injusticia. El socialismo sin libertad es esclavitud y brutalidad» y lo contraponemos, en su justa medida y adaptado a los tiempos que corren en el seno del PE, obtendremos una explicación diáfana de lo acontecido.
España y su supuesto bien lo justifican todo. Y no hay mejor servicio a España que el brindar el Gobierno a un partido imputado en su totalidad por corrupción organizada y estructural, causante de los mayores recortes de derechos y libertades que se recuerdan desde que su antecesor no democrático firmaba sentencias de muerte mientras desayunaba. Y si, para ello, se ha de coartar la libertad de voto de sus propios diputados, se coarta.
Entre delincuentes, es fácil entenderse.
Pero no divaguemos ni desprendamos ese odio que, supuestamente, lo jóvenes acumulamos y nos hace incapaces para tomar las riendas del destino del país, tal y como se desprende de las palabras de Ana Omaras, di(s)putada de Coalición Canaria, formación que se ha caracterizado siempre por su veleidad política. Un claro ejemplo de responsabilidad y sensatez que fue muy aplaudida por los múltiples «viejóvenes» del hemiciclo.
Rajoy, decíamos, ya tiene su ansiada presidencia. Y esto lleva a pensar sobre en qué situación quedan muchos de esos cinco millones de electores que confiaron en el PE. No es difícil empatizar con la desazón y decepción que se desprende de la toma de conciencia de que, efectivamente, «todos son iguales». Y esta asunción conlleva una reflexión más profunda sobre el por qué de llegar a esta situación.
España es un país, históricamente hablando, holgazán en asuntos políticos. Lejos quedan los años en que el enemigo estaba claro. Los años posteriores a la transición fueron labrados por las fuerzas políticas para estupidizar la sociedad. Las sucesivas reformas educativas, la cultura del ocio y lo inmediato y el alejamiento de la participación pública, más allá de depositar un papel en una urna cada cuatro años y presentarlo como un gran avance democrático, han permitido que las élites políticas se confirmen plenamente y se crean intocables porque, de hecho, en la práctica lo son. Y de esto son cómplices, entre otros, los mismos medios de comunicación, doblegados por intereses económicos, como, por ejemplo, ha demostrado recientemente Juan Luis Cebrián, o proclives, con la irrupción de las televisiones privadas y de pago, a priorizar el, mal denominado demasiado a menudo, entretenimiento sobre la información y culturización de los espectadores. Programas como La Sexta Noche, por ejemplo, han banalizado la política de tal manera que ya es difícil encontrar una reflexión seria y mesurada entre tanto histrionismo y zafio espectáculo.
La irrupción de Podemos, sin ser, ni mucho menos, una formación perfecta, ha tratado de potenciar la involucración ciudadana y, como es lógico, los partidos a la antigua usanza (más el lavado de cara a la derecha más rancia bajo de la forma de Ciudadanos) se han sentido amenazados. Su doctrina de todo para el pueblo, pero sin el pueblo, tan característica del paternalismo que regía el despotismo ilustrado, se desestabiliza cuanto más interés y esfuerzo vuelca la sociedad en el funcionamiento político de la nación. Así se explican los contantes ataques, en gran mayoría infundados, contra la formación morada.
Pero, no nos engañemos, Podemos tenderá hacia la profesionalización y es posible que se corrompa en quince o veinte años. Es, por eso, tan importante que se deje de salvar el país desde la barra de un bar, se minimicen las discusiones deportivas y sobre quien se ha acostado con quien y se luche por consolidar un modelo ciudadano que complemente o, quizá, supere la democracia representativa. Sólo cumpliendo y, a su vez, exigiendo, se puede conformar un sistema que no se estructure en torno a la podredumbre habitual. El cómo, es una pregunta de difícil respuesta, pero, sin un por qué no se puede dar el primer paso. La consciencia de querer cambiar las cosas ha de prevalecer sobre el acomodamiento.
Quizá, de este modo, nos libremos de vergonzantes situaciones como las que se han dado este 29 de octubre de 2016, en un Congreso de los Diputados que debería ser demolido hasta los cimientos.
Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la UAB.