Por supuesto que no nos faltarían razones para decir que Dornröschen es un cuento perfecto. No nace del tiempo, sino de la sombra de los tiempos precedentes. No presenta a un hombre y a una mujer cualesquiera, seres felices con sus pasajeras vidas, sino a un rey y a una reina que están tristes e insatisfechos, anhelantes y quejosos, pues desean para siempre reinar a través del hijo que aún no tienen. El engranaje de las profecías empieza a moverse con una rana que croa. Lo que la rana dice es simplemente el acontecimiento que ocurre y pone en marcha la historia. Es, además, un error difundidísimo entre los cuentos que alguien se olvide de algo decisivo en los momentos de máxima dicha, casi siempre sin querer, sin pretenderlo, y la ausencia deviene el agujero que da profundidad a la historia. En este caso se trata de un plato, por supuesto no de un plato cualquiera, sino un plato de oro, cuya falta deja en casa a la última de las mujeres sabias del lugar, quien, naturalmente, irrumpe en la fiesta muy irritada, y sin saludar ni mirar a nadie, de puro enfado, suelta su maldición sobre la niña que, indirectamente, la ha ofendido.
La segunda profecía del cuento recibe mucha más atención, y se ajusta perfectamente a lo que sobre estas profecías acostumbran a decirnos los cuentos. Se predice una catástrofe mediante un determinado objeto y en un determinado día, la cual se cumple a pesar de todo empeño humano por substraerse a ella: siempre quedará una rueca en la torre, siempre algo indefinido obligará a los protectores a ausentarse ese mismísimo día. Es verdad que no siempre se trata de una ausencia sin motivos, sino de imponer mediante la ausencia una cierta prohibición que, por deseo de saber, siempre se transgrede. También es muy común que la mortal amenaza se oculte bajo las ropas de inocentes ancianas, y que un solo dedo baste para cumplir la mágica sentencia. Y, sin embargo, todo en este cuento parece estar ahí solamente para servir de pretexto a la soberbia descripción que sigue al instante cuando, apenas rozado el huso, el dedo se pincha, la niña se desploma sobre la cama, que parece que ahí la espera desde siempre, desde que nació, y ya ella cae dormida en el profundo sueño de cien años. Una vez aquí el cuento se entrega de lleno a su placer, que no es sino el placer de describir detalladamente la increíble escena de adormecimiento general en el palacio, observando cómo se ralentiza y se congela uno a uno cada gesto, cada movimiento, cada actividad, que permanecerá así, inmutable, suspendida, por espacio de cien años. El sueño de la niña se ha esparcido por todo el castillo: «el rey y la reina, que acababan de llegar a casa y habían entrado en la sala, comenzaron a dormir, y con ellos toda la corte. Y entonces durmieron también los caballos en el establo, los perros en el patio, las palomas en el tejado, las moscas en la pared, sí, el fuego, que flameaba en el hogar, se quedó quieto y dormido, y dejó de crepitar el asado, y el cocinero, que quería agarrar del pelo al joven aprendiz porque se había olvidado de algo, lo soltó y se quedó dormido. Y se calmó el viento, y sobre los árboles frente al castillo no se movía ya ni la más pequeña hoja».
Así que nosotros, confiados en la dinámica del cuento, apartamos el volumen un momento y nos decimos «esto es Alcmán, esto es Brodsky, esto es poesía».
El sueño del cuento, por supuesto, tiene una contrapartida sensible, pues todo ese mundo ha muerto de verdad, y es por eso que una impenetrable maleza de espino crece por todas partes, rodeando y recubriendo el castillo casi por entero. Mueren príncipes enzarzados en ardua lucha con las espinas, hijos de reyes que llegan año tras año tras las huellas de esa famosa belleza, oculta y dormida. Pero es esencial que se trate de un «casi»; tiene que ser solo un «casi» de completa oscuridad, porque lo que no se ve no existe, con lo cual todos los dones de la niña se perderían para siempre en el sepulcro de espinas. Pero más allá de este problema, muy propio de los cuentos, más allá del joven que nada teme, más allá del anciano que advierte y aconseja sin que se le escuche, más allá de los tiempos que giran y se acoplan, y el día que llega, las flores que nacen de pronto de las espinas, más allá de todo eso el cuento lo que busca es ver de nuevo lo dormido, los caballos y los perros en el patio, las palomas que en el tejado entierran todavía la cabeza bajo el ala, las moscas dormitando en las paredes, el cocinero con la mano alzada sobre el muchacho, la criada y la negra gallina que está siendo desplumada. Sí, se necesita la osadía de un príncipe para contemplar el reino dormido, los reyes dormidos en sus tronos, el silencio sin respiración, el aire sin movimiento, y casi diríamos que si su beso tiene la virtud de despertar a todo un reino en catalepsia es porque puede que sea el amor el fuego que derrite cualquier hielo, o puede que sea el puro deseo de ver, decir y asombrarse con el despertar de aquello que uno mismo ha dormido, y así terminar deshaciendo los pasos, como si las palabras fuesen la varita capaz de retornar a la vida desde la muerte. Por eso leemos que el príncipe no pudo resistirse a la hermosura de la niña y la besó, y ella regresó del sueño, y entonces «el rey se despertó y la reina y toda la corte y se miraron unos a otros asombrados. Y los caballos se alzaron en el patio y se sacudieron; saltaron los perros de caza y movieron la cola; en el tejado las palomas retiraron la cabeza oculta bajo el ala, y miraron alrededor y echaron a volar al campo abierto; las moscas siguieron avanzando por su ruta en la pared; el fuego se alzó en la cocina; otra vez empezó el asado a crepitar bajo las llamas, y el cocinero golpeó al aprendiz, que gritó; y la criada terminó de desplumar la gallina».
Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su trabajo de investigación se centra en la hermenéutica de los textos griegos antiguos.