Permitirse oler así, emanar esa cantidad de podredumbre que quién sabe de dónde se saca. Cómo hurga el diablo, el pobre condenado. Aroma de cuerno quemado, paté de rinoceronte amarillo, los cuernos que se enlodan en lo viscoso y los rinocerontes que no tienen nombre; digan lo que digan las fotos. Semiinconsciencia severa que obliga a asociaciones difusas; las puertas abiertas, como piernas, al rebase de todo límite. ¡Y ese olor que delata! Su perfume inconfundible aún al borde del infierno.
No será porque no lo sospechase ya antes del crujido y los quejidos que anunciaban a la bestia dentro y su maldito cuerno humeante escupiendo chispas. Persisten en su revoloteo revuelto los cuernos cuervos que entonaban al tintineo de los hielos el himno de los perdidos, canto ahogado en el vaso doble de la ginebra que danzaba sobre la barra antes de entrar; antes de tomar la calle que dirigía automática pies y manos hacia la pocilga; antes de comprobar mil veces el arma a la derecha, por donde entran los diablos, palpando el cañón anhelante de truenos, y a la izquierda su fotografía, enorme rinoceronte empequeñecido hasta caber su cabezota y su enorme falo autografiado dentro de la instantánea. Y el mismo pensamiento una y otra vez sobre la azotea limpia de obstáculos para el suicida; los rinocerontes no tienen nombre.
Cuando apoyé la cabeza sobre el entrepaño de la puerta atronaba el eco de las trompetas y la voz cascada de Louis homenajeando a los ángeles que nunca se encuentran aquí abajo. Por mucho que se insista; nunca. Y lo peor es que se sabe. Todo. Lo sabía ya antes de empujar ligero con la punta el cabio de la madera y encontrarme las ventanas apagadas y sus celosías atiborrándose cual cucarachas de las grasas y restos sin limpiar desde siempre. Ningún ángel se vendría aquí. Ninguno.
Abracé la piedad cuando timbré sólo por dejarme ver a través del ojo ciego de cíclope que delata al extranjero desde el montante central de la tabla; ni siquiera por un instante caí en la tentación de ocultarme hacia el lado invisible de la jamba y esperar; aguardar por una cabecita que volar por los aires desde el cuerno del arma impaciente que me pedía respirar revolviéndose en el bolsillo como lo haría un chucho que se ahogara como yo ahora.
Todo en las manos trémulas del azar. Antes del crujido y los quejidos, y del enorme cuerno de rinoceronte; antes de penetrar su pocilga, de dejarme tragar por aquella espantosa ausencia de luz, media tiniebla donde enhebrar la aguja de la fatalidad, ante la visión de paredes chorreantes de humedades negras como el alma de ella, el sonido sordo del chapoteo hueco del agua que se niega a fluir por las cañerías llenas de cal, obturadas de mugre y vida verde.
Todo en manos del azar, la mía y la de ellos. Hubo oportunidad de abandonar; antes del baile tembloroso del vaso sobre la barra que advertía. Volver a casa; a sus pastas de té, a sus deliciosos snacks de paté casero, al álbum de fotos sin manosear, al interior del apartamento caparazón impregnado de arriba abajo con su perfume, reconocible aún en el mismo infierno. Sí; a casa, a su hueco, descanso del guerrero tras otra jornada entre animalitos que defecan y huelen siempre como el mismísimo diablo. Dejarse engañar y ser feliz.
No se hace tan sencillo, acabar con todo en un soplo. No era en el fondo mi decisión, sino sus prisas por gozar como bestias enjauladas. Lo dejé todo en manos del azar. Y el azar dijo sí, dictó sentencia con el pulgar señalando la tierra.
Recorría el pasillo como recorrí la calle, sin estar a lo que estaba, viendo una y otra vez la foto oculta en el bolsillo que pensaba dejar sobre su cadáver traidor; la instantánea que me había valido un primer premio en el concurso anual que celebramos entre todos los trabajadores del zoológico: Un rinoceronte en pleno acto de apareamiento, como ahora, justo encima de la hembra. Milagroso primer plano de su enorme falo tomado por un aficionado a la fotografía. Le hizo gracia, tanto que se la regalé. Y no supe más de ella, hasta hoy. No se escribe sobre las fotos; son arte. Y menos aún nombres ridículos. No se apropia uno de un rabo que no le pertenece; porque Eric, ese mismo del que sólo conozco su caligrafía a lo largo del falo de mi foto, no se podrá comparar, eso seguro. Aunque lo comprobaremos; y si continuará tieso tras la bala incrustada en el cuerpo. Penetración por penetración, amigo. Es lícito defender la propiedad de uno, hasta los animales defienden su territorio.
El azar es rápido; todos los instantes en uno. La mano libre que empuja la séptima puerta, la superposición sonora del chirrido de la bisagra, el sobreagudo de la trompeta de Louis desde el anticuado vinilo negro como la promesa de un futuro acabado, el grito histérico de ella, el crujir del hueso de la mandíbula y el calor. El quejido y los ojos inquietos que se saben muertos buscando los ángulos que huyen para siempre.
Con la vista proyectada sobre el techo lo entendí todo. Por qué estaban, a pesar de los bufidos, con ropa; por qué aquella foto olvidada sobre la mesilla bautizando el enorme falo de la pequeña bestia; por qué la puerta de la pocilga abierta. Ni descuido, ni prisas, ni arrebato. Sólo una enorme tela de araña donde atrapar al ingenuo cazador de rinocerontes. No todo estaba en manos del azar. Una de las partes jugó a la coherencia, con reglas precisas, con sumo cuidado, obedeciendo un plan que satisficiese sus deseos de libertad. El placer del intérprete, como Louis haciendo girar por los aires notas que anunciaba el Apocalipsis del nimio querubín ingenuo; la satisfacción de escribir la partitura de un crimen tan perfecto como muchos otros.
Se acercan con paciencia a su obra. Observan el rostro quieto, impávido, rígido como el honor; el rostro absorto en la nada. Se acercan y ven; mi gesto impenetrable de cadáver recién hecho. Y ese olor; ese olor que emana del abismo perforado por el proyectil de acero aún caliente que se encontró mi cara de asombro a mitad de su trayectoria. Y el rinoceronte sonríe; y los dos, ahora, posan como para una nueva foto.