El país estaba en el umbral y llevaba tiempo así, el umbral que la gente pensaba que duraría para siempre. Las rutas del senderismo, los acuarios, los tratamientos de infertilidad, los suplementos nutricionales de oxígeno, todo ello seguía haciendo tándem risueño con las aves embadurnadas de petróleo, las autopistas de doce carriles más otro de bicicletas, los vertederos de relave y los ríos hechos un asco y los desiertos ennegrecidos por los paneles solares, los miles de millones de bolsas de plástico transmutadas por simbiosis mágicas en equipamiento de ocio éticamente responsable.
Joy Williams, La rastra, Seix Barral, 2022, p. 39
La literatura y el cine siempre me han estimulado a la reflexión. La cita de esta novela recién abierta me parece que sugiere con bastante claridad la contradictoria situación en la que estamos inmersos. Tenemos más conocimiento de la relación entre economía y naturaleza, pero seguimos siendo incapaces de transitar hacia un modelo social capaz de adaptarse a las limitaciones que nos imponen los límites naturales. Contamos con una apabullante información sobre el aumento de las desigualdades sociales y no encontramos la fórmula para reducirlas. Y sin un fuerte viraje ecológico y social el peligro de un desastre es cada vez más probable. De hecho, ya hay partes de la población mundial que viven instaladas en él. Aunque los medios no son muy prolijos en ofrecernos esta información, es fácil situar algunos lugares donde la tragedia es endémica: Haití, Sudán del Sur, parte del Sahel, Siria…
Los tiempos son confusos. Hay declaraciones ampulosas que apuntan a la necesidad de cambios (“Agenda 20/30”, “Transición energética”, “Green New Deal”), algunas transformaciones en marcha, especialmente las inversiones en energías renovables, muchas resistencias y también regresiones, como el crecimiento del armamentismo y el renacer del fracking con la excusa de la guerra de Ucrania. Una complejidad que en lo personal se traduce en la coexistencia de un consumo “verde de alto standing” (viviendas equipadas con placas solares y sensores que optimizan el consumo energético, vehículos eléctricos) y grandes masas sometidas a niveles de muy bajo consumo, los verdaderos consumidores ecológicos, de hecho. De igual modo que las bienintencionadas apuestas por la desindustrialización y por las nuevas tecnologías (por las “industrias de valor añadido”) en la práctica están apoyando el reforzamiento de las desigualdades y la economía de la manipulación. Pienso en la “nueva economía” de mi propia ciudad, que atrae expertos en las nuevas tecnologías digitales que en muchos casos se dedican a crear nuevos productos adictivos y nuevas tecnologías orientadas al control y que, al mismo tiempo, contribuyen a generar nuevas oleadas de especulación inmobiliaria (con sus mayores ingresos compiten para residir en los espacios urbanos más deseables o, incluso, son meros residentes por temporada que alimentan el mercado del alquiler a corto plazo). Expertos que para satisfacer sus necesidades organizativas y de consumo requieren de una legión de personas con trabajos mal remunerados, irregulares, socialmente devaluados. El personal de limpieza, de vigilancia, los repartidores de las plataformas, o las camareras de habitaciones constituyen la otra cara, necesaria, del empleo en la nueva economía.
La confusión actual nace de la conjunción de dos factores que se retroalimentan. De una parte, la inexistencia de un proyecto de sociedad poscapitalista que pueda presentarse como una alternativa al actual modelo civilizatorio. Ningún gran cambio social ha sido el resultado de confrontar dos modelos sociales, sino el producto de transformaciones a largo plazo, de muchos procesos, donde las grandes ideas han jugado sobre todo como orientaciones y no como la aplicación de un modelo predeterminado (de hecho, éste fue uno de los campos de debate entre Marx y los socialistas utópicos, reformadores que creían tener una propuesta acabada de sociedad). Y de otra, y más fundamental, la propia resistencia e incapacidad de las estructuras básicas de las sociedades actuales para generar el cambio.
El núcleo de esta resistencia al cambio se encuentra en las empresas capitalistas y en las instituciones que regulan su funcionamiento, desde todo el entramado jurídico que protege los derechos de propiedad capitalista hasta las grandes instituciones globales que tratan de regular el funcionamiento de la economía global. Pero resulta erróneo limitar la cuestión al capitalismo como si éste fuera una mera estructura de quita y pon. Se trata más bien de un conglomerado de procesos que conjuntamente constituyen un modelo civilizatorio. Estos no sólo incluyen a los capitalistas, sino que contienen también a una parte importante de las estructuras científicas, que han permitido desarrollar soluciones a los muchos problemas con los que se encuentran las sociedades (las vacunas anti-COVID serían una muestra reciente de ello) pero que contribuyen a generar el convencimiento social de que la ciencia y la tecnología aplicada no tienen límites y pueden permitir un crecimiento sostenido de bienestar material. Es cierto que también hay una ciencia crítica, que ha advertido de los peligros del cambio climático, del crecimiento de las desigualdades, de la crisis ecológica, pero su voz es a menudo acallada por toda la propaganda generada por el optimismo tecnológico al que se apuntan gran parte de los sectores sociales ilustrados. Las propias clases trabajadoras han participado de forma subsidiaria de este proceso, al pelear por tener su parte de pastel. Sus condiciones de vida dependen, a corto plazo, del mantenimiento del proceso actual.
Entender el capitalismo actual como un marco civilizatorio, más que como una estructura económica y un mero orden de poder, ayuda a entender las dificultades con que se encuentran todos los proyectos de transición ecosocial. La capacidad de resistencia de las estructuras dominantes nace precisamente de su enorme densidad social. Lo podemos ver en dos campos en los que se juegan importantes batallas: el modelo de transporte y la política de vivienda.
La necesidad de eliminar o minimizar el vehículo privado está justificada por muchas razones: exige un gran consumo de energía y materiales, es un gran factor de contaminación, sus necesidades de espacio tienen efectos disruptivos para el territorio y la vida urbana… Y, en cambio, todas las políticas orientadas a reducir su papel encuentran una fuerte e interclasista resistencia social de lo que yo llamo “el partido del coche”. En el núcleo está claramente el conglomerado empresarial que se enriquece de este modelo (desde las grandes constructoras y las empresas petrolíferas hasta la enorme red de empresas de servicios y de reparaciones, y las aseguradoras que participan del negocio), pero está también la enorme masa de trabajadores que emplea, directa o indirectamente, el sector (temerosos del cierre de sus empresas y conocedores de la experiencia desastrosa que ha tenido la liquidación de otras actividades, por ejemplo la minería del carbón). A lo que hay que sumar el elevado volumen de personas para quienes el coche constituye su forma habitual de transporte. Entre otras cosas, porque el automóvil ha propiciado un determinado modelo de ocupación espacial y muchas personas están atrapadas por la dispersión de sus actividades privadas, profesionales y de consumo.
En el caso de la vivienda, la dispersión de la propiedad privada permite a los grandes tenedores y especuladores contar con una densa masa de aliados, personas cuya propiedad puede limitarse a su vivienda habitual o a contar con alguna vivienda adicional que les reporta ingresos suplementarios. Toda esta enorme masa acaba participando de algún modo en los procesos de auge especulativo, lo cual se hizo especialmente visible durante la burbuja que precedió al crac del 2007. En Barcelona, en alguno de los barrios más pobres de la ciudad se produjo una venta masiva de viviendas a las personas de la nueva oleada migratoria, a precios sustancialmente superiores al costo real de las viviendas y que permitieron a una parte de los viejos moradores emigrar a espacios más deseables y con mejores viviendas. Esta cultura de la especulación la hemos visto en muchos procesos urbanos donde la resistencia a determinadas instalaciones públicas está relacionada con el temor de parte del vecindario a que se devalúe el valor potencial de su vivienda. Es el mismo tipo de situación que ahora criminaliza los procesos de ocupación de viviendas vacías: un vaciamiento que ha sido fundamentalmente el resultado de las políticas de los bancos y los fondos buitre, y que está generando incluso el surgimiento de verdaderas mafias antidesahucio.
Por ello, propiciar un cambio en un sentir igualitario y ecológico exige bastante más que una mera denuncia de las maldades del sistema. Exige, en cada caso, tener una estrategia que ayude a romper las amplias alianzas interclasistas que dotan de fuerza a los grandes poderes y bloquean las dinámicas de cambio.
Estamos ciertamente en un umbral. Con varias puertas que nos pueden conducir a sitios diferentes. Algunas nos pueden conducir a mundos distópicos, como el de la novela que ha propiciado esta nota. Por ello es necesario pensar bien las batallas. No perderse en dilemas que a la mayoría nos parecen una pelea de gallos (como el que tiene lugar entre colapsistas y anticolapsistas, curiosamente un debate entre gente que apreciamos y de la que hemos aprendido mucho). En el umbral, no estamos en situación de dar una respuesta global. Pero sí de pensar en propuestas parciales, sectoriales, que vayan en la buena dirección. Y para ello es necesario que sepamos situar estas propuestas atendiendo a la complejidad social que dota de densidad al poder del capital.
*Publicado originalmente en mientrastanto.org
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.