En el corazón del Raval barcelonés, donde las calles aún susurran historias de artistas, revolucionarios y noctámbulos, el Bar Marsella permanece como un testigo silencioso de más de 200 años de historia. Fundado en 1820, sus paredes amarillentas por el paso del tiempo y sus espejos empañados han sido testigos de tertulias intelectuales, conspiraciones políticas y noches de absenta que se prolongaban hasta el amanecer.

El establecimiento, que originalmente abrió sus puertas como una destilería de anís, pronto se convirtió en el epicentro de la vida bohemia barcelonesa. Sus mesas de mármol, las lámparas modernistas y el mostrador de zinc nos transportan a una época en la que Barcelona vibraba al ritmo de los cambios sociales y culturales que sacudían Europa.

Durante los años veinte y treinta, el Bar Marsella alcanzó su época dorada. La ciudad condal se había convertido en un refugio para artistas e intelectuales que huían de la Primera Guerra Mundial, y el local se transformó en su sanctasanctórum. Las noches en el Marsella eran un carrusel de ideas revolucionarias, manifiestos artísticos y discusiones filosóficas que se prolongaban hasta que el sol asomaba por las callejuelas del barrio chino.

Fue precisamente en este período cuando Ernest Hemingway descubrió el establecimiento. El escritor norteamericano llegó a Barcelona en 1937 como corresponsal de la guerra civil española, aunque ya había visitado la ciudad anteriormente durante sus viajes por Europa. Hemingway encontró en el Marsella el escenario perfecto para sus largas sesiones de escritura y observación. Sentado en una de sus mesas, con un vaso de absenta entre las manos, el autor de «Por quién doblan las campanas» tomaba notas sobre los personajes que desfilaban ante sus ojos, convirtiendo el local en un laboratorio de historias y personalidades.

No fue el único artista cautivado por el magnetismo del Marsella. Federico García Lorca, Pablo Picasso y Salvador Dalí también fueron asiduos del establecimiento. Se cuenta que Picasso, en sus años de juventud, llegó a pagar algunas de sus consumiciones con dibujos que, lamentablemente, se perdieron en la vorágine del tiempo. Antoni Gaudí, pese a su conocida sobriedad, también frecuentaba el local, aunque se limitaba a beber agua mientras conversaba con otros arquitectos modernistas.

La absenta, conocida como «el hada verde», era la reina indiscutible del Marsella. Este licor, prohibido en muchos países europeos por sus supuestos efectos alucinógenos, se servía siguiendo un ritual casi sagrado: el camarero vertía la bebida sobre un terrón de azúcar colocado en una cucharilla perforada, mientras el agua goteaba lentamente desde una fuente especial, transformando el líquido transparente en una nebulosa opalescente. Además de la absenta, el local era famoso por sus licores artesanales, algunos de los cuales aún se conservan en las botellas originales, cubiertas por décadas de polvo auténtico.

Bar Marsella

Sin embargo, el paso del tiempo ha sido inclemente con el espíritu original del Bar Marsella. Lo que una vez fue refugio de artistas y revolucionarios se ha convertido en una parada obligatoria en las rutas turísticas del «Barcelona alternativo». Los guías recitan historias prefabricadas sobre Hemingway y la absenta, mientras grupos de turistas toman selfis junto a las botellas polvorientas, convirtiendo la autenticidad en un souvenir más.

La verdadera esencia del Marsella, aquella mezcla de decadencia y genialidad, de sordidez y creatividad, se diluye entre las risas enlatadas y los flashes de las cámaras. Los antiguos parroquianos, aquellos que conocieron el local en su época dorada, lamentan que el bar haya perdido su carácter clandestino y marginal, ese aire de conspiración y bohemia que lo hacía único.

El Bar Marsella sigue en pie, resistiendo como puede el embate de la modernidad y el turismo masivo. Sus espejos siguen reflejando rostros y historias, aunque ya no sean los de poetas malditos o pintores revolucionarios. Sus botellas continúan guardando los secretos de noches memorables, aunque ahora sean más objeto de fotografías que de verdadero disfrute.

Es la paradoja de la preservación histórica: para mantener vivo un lugar emblemático, a menudo debemos sacrificar parte de su autenticidad. El Bar Marsella sobrevive, sí, pero como una versión edulcorada de sí mismo, como un museo de la bohemia donde los visitantes pueden jugar a ser Hemingway por una noche, sin el riesgo ni la intensidad que caracterizaron aquellos años dorados.

Quizás sea este el precio que debemos pagar por la supervivencia de nuestros espacios históricos. O quizás, en algún rincón del viejo Marsella, entre las sombras de sus lámparas modernistas y el polvo de sus botellas centenarias, aún quede un resquicio de aquella magia que cautivó a tantos artistas y soñadores. Solo hay que saber buscarla, más allá de las guías turísticas y los tours organizados, en el silencio de una tarde cualquiera, cuando el bar recupera, aunque sea por un momento, su antigua dignidad de templo bohemio.

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