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Ilustra Evelio Gómez.

Desamor y alcohol eran ingredientes básicos en aquellas viejas historias que nos contaba la música popular. Ahogar las penas de amor por los manchados mostradores de las tabernas fue uno de los principales recursos para mostrar en las canciones ese desagarro de los sentimientos, esa tragedia que solo las pasiones fatales lograban desatar. Por eso aun permanecen en nuestra memoria la voz rota de Chavela Vargas ofreciendo al amante una botella final para  afrontar la ruptura con la altivez de un último trago, o la desesperanza de un Carlos Gardel huyendo de los recuerdos, rendido a la borrachera nocturna, al desespero etílico de perderse  “bien mamao, pa’ no pensar”.

Ahora, la ciencia viene a descubrirnos que aquellas sobreactuadas escenas no escondían la sublime belleza del drama, sino la fría conjunción de unas reacciones químicas que determinan nuestro comportamiento. El descubrimiento se ha debido a un equipo de investigadores de la Universidad de California que durante meses se ha entregado al voyeurismo de laboratorio observando los hábitos sexuales de la Drosophila melanogaster o mosca del vinagre. Estos estudios han permitido dictaminar que los machos rechazados por las hembras tienden a elegir entre los alimentos que se les ofrecen, aquellos que fueron preparados con una mayor concentración de alcohol. La pasión, los sentimientos, todos esos elementos imprescindibles para dar cuerpo a las historias, se esfuman con las nuevas evidencias. Su lugar lo ocupa la hipótesis contrastada, capaz de ordenar el aparente caos de los sentimientos. Y con este orden nos llega la tranquilidad de no tener que afrontar responsabilidades, saber que algún chispazo de nuestras neuronas, alguna secreción de desconocidas hormonas permite explicar, al margen de la voluntad, nuestros actos más irracionales.

También el sargento Robert Bales, tras discutir por teléfono con su esposa, estuvo bebiendo la noche que decidió salir de su cuartel en la región afgana de Kandahar, para dirigirse a la aldea próxima de Panjawai y tras entrar en varias casas disparar indiscriminadamente contra sus moradores que dormían. Después arrastró y apiló los cuerpos de sus dieciséis victimas, nueve de ellas niños, y trató de prenderles fuego sin éxito. Un horror desbocado al que los encargados de investigar los hechos, sin embargo, han hallado una rápida explicación: considerarlos fruto de “una combinación de estrés, alcohol y asuntos domésticos”.

El Pentágono se ha apresurado de este modo a tratar de desactivar cuanto antes la tragedia. La discusión conyugal, quién sabe si de amor, empujó al soldado hasta el alcohol, generándose en su mente un descontrol que, acrecentado por el estrés, hizo inevitablemente que su dedo presionara el gatillo. Pero con él, la locura ha quedado aislada, permitiendo que el resto del cuerpo expedicionario militar desplegado en el pedregoso país recupere su imagen saludable y democrática en los informativos. Balles será lobotomizado, trepanado y, si es preciso, quirúrgicamente ejecutado. La Drosophila melanogaster llega así en auxilio de Tio Sam, evitando que la opinión pública tenga otro relato de los hechos que no sea la aséptica versión de la historia clínica de un sargento enajenado. La rápida y científica resolución nos ahorra a todos el incómodo trabajo de hacer balance de diez años de guerra sin sentido, sin objetivos, sin explicaciones, sin más resultados contrastados que la mera multiplicación de horrores.

Y es que las modernizadoras huestes de la OTAN, con las aportaciones hispánicas incluidas, hace tiempo que no aspiran a la gloria de Alejandro Magno en Afganistán. Se conforman con marcharse de allí cuanto antes sin que su salida se presente como la epopeya que en su día se proyecto de la derrota soviética. Por eso luchan por conseguir explicaciones que eludan el drama generado, igual que los concienzudos investigadores californianos dejaron sin sentido el desgarro fatal de los boleros.

Periodista cultural y columnista.

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