A los 79 años de edad Konchalovski regresa a la creación cinematográfica con un relato que une lo clásico y convencional con lo rupturista y escasamente acomodaticio, consiguiendo un extraño equilibrio entre documental y ficción hasta el punto de que no terminas de saber realmente en qué ambiente te encuentras, si en la simple recreación, si en el rodaje abrupto de la cotidianeidad de ese verano a orillas del lago Kenozero y la cercana presencia de un polígono espacial o en una obra de ficción absoluta que, de tan cercana, parece copia perfecta de la vida real de los habitantes de la zona. No ha dejado de rodar Konchalovski, aunque su ritmo ha bajado considerablemente, incluso me atrevería a afirmar que sus últimas obras apenas han llegado a España, tampoco es que considere su cine como imprescindible, y mucho menos cuando realizó el salto a EEUU para realizar cine puramente comercial, aunque aquellos “Amantes de María” con Nastasia Kinski mantiene un recuerdo positivo en mi memoria pese a no guardar instante alguno de su historia, pero este cartero si que es todo un acierto en su planteamiento y desarrollo, no así en su desenlace, que tanto acaba donde acaba como podía acabar 15 minutos antes o una hora después, es así, porque la historia, de real, no tiene fin, la vida acaba para algunos ejemplares, pero otros se mantienen en el espacio natural que utiliza Konchalovski.
Nuestro cartero es uno de los pocos eslabones que mantienen a una población diseminada y psíquicamente inestable unida a la capital, Arkhangelsk, y a la civilización. Su trabajo no sólo consiste en repartir el escaso correo, sino en entregar las pensiones de jubilación, hacer recados a sus vecinos, departir con ellos, rechazar invitaciones para beber vodka tras haber caido en plena borrachera de la lancha que utiliza para desplazarse por el lago y sobrevivir de milagro. La película se desarrolla en el verano, la zona se encuentra en los alrededores del río Dvina, al norte de Rusia, cerca, si se pude decir así, de la frontera con Finlandia, de la región de Carelia, reserva mundial de la biosfera, el entorno del lago se convierte en el personaje que moldea el carácter de los habitantes y su cartero quien les mantiene comunicados con el mundo exterior.
Hay un poso permanente de humor contenido en las idas y venidas de Lyobka por el lago, a cada viaje la cámara se va hundiendo o nuestro cartero va emergiendo, en el primer viaje vemos una parte de su cabeza mientras la inmensidad del lago ocupa toda la pantalla, en el segundo emergen cuello y cabeza, en el tercero vemos a Lyobka de medio cuerpo, como si el director transformara, o invitara al espectador a cambiar de protagonista, la inmensidad del lago por la humanidad del cartero. Un cartero cómico, un cartero como personaje digno de alguna película de Jiri Menzel o de Otar Iosseliani, con ese humor eslavo que siempre se encuentra a punto de desembocar en tragedia o en frustración. A lo largo del verano Lyobka intentará enamorar, o al menos seducir, a la rotunda inspectora de pesca e interpretará siempre equivocadamente cualquier señal, intentará velar por la integridad del borracho oficial de la zona, si es que alguno de los habitantes puede presumir de no ser alcohólico o exalcohólico, intentará asumir el papel de padre-tío del hijo de la inspectora, y todo ello salpicado de cierto sentido documentalista de las imágenes.
Y la historia sorprende por su uso de la imagen también, como si los habitantes que se han prestado a hacer de actores fueran una especie animal digna de estudio por encontrarse en peligro de extinción, junto con los planos “digamos que normales”, que se desarrollan en el exterior de las viviendas, unas cámaras fijas de video, de definición de dudosa calidad, instaladas en esquinas de techos, graban la vida cotidiana, monótona , mortecina de estos resistentes en el interior de sus casas. Dormir, comer, asearse con más miedo al agua que a un nublado, ver la televisión, beber, es el patrón de comportamiento de todos ellos, soledad incluso acompañados, una conciencia de que un estilo de vida está a punto de acabar, que las nuevas generaciones están deseosas de irse a la capital, aunque esa capital quede bloqueada durante los meses de largo invierno en los que la luz del sol apenas es visible, como durante el verano nunca termina de llegar la noche.
Estos ritmos de la naturaleza desequilibran a sus habitantes, cuesta dormir a plena luz del día y cuesta acomodar el cuerpo a la inagotable luz de las noches blancas, el descanso se transforma más en vigilia que en reparación, y cada uno mantiene sus obsesiones intactas, las hermanas que no escuchan y de mano larga, los viejos que buscan compañía y conversación, el bebedor que busca compañeros de alcohol, el pescador que no puede usar redes por estar prohibidas mientras el general pesca lo que quiere y más, para hacer negocio, los que quieren sexo y no lo encuentran, las que lo quieren pero con gente de la ciudad y no con nuestro pobre Lyobka. Una comunidad imposible de adaptarse a otro tipo de vida que no sea el del riguroso clima de la región que habitan, imposibilitados para pensar en cambiar de entorno y residencia, anclados, como lanchas sin motor, a las orillas del lago que les proporciona pescado para comer y madera para calentarse, pero sin colegio, un colegio vacío y en ruinas en el que las voces de los niños que ya son maduros hombres y mujeres permanecen como ectoplasmas, donde las notas del himno soviético resuenan en instalaciones prontas a derrumbarse, un mundo que acaba, que se termina como las noches blancas cuando llega el otoño, un mundo que muere al ritmo de los versos de la tempestad de Shakespeare mientras la ciencia toma el relevo, una barca en el lago mientras una nave espacial remonta el cielo en la lejanía, quizás sea la despedida, o la forma de despedirse de Konchalovski, sabedor de que su edad le permitirá pocas oportunidades más de expresarse.
Estreno 14 de agosto de 2015
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.