[Viene del Capítulo VI – El tacto de La Habana] En aquel preciso momento, bajo la humedad del tórrido clima del trópico, las fuerzas rebeldes escrutaban el horizonte cubierto por un cielo plomizo. Por el oeste apareció el humo que delataba la presencia del tren. Entonces, Cortés se sintió ufano. Se acabaron los balbuceos, ahora era el tiempo de atacar. Los revolucionarios, de una vez por todas, debían tomar la iniciativa. Allí, rodeado de un mar vítreo, había encontrado su lugar. Aquel joven anónimo, el lejano y atolondrado huérfano, el otrora oficinista, la denostada figura que llevó una vida anodina destinada en un archivo, al fin había conseguido la autorrealización que tanto añoraba cuando aterrizó en la isla. Incluso había llegado más lejos de lo que imaginaba. Es decir, se había convertido en un jefe, en un líder, al fin era alguien consciente de su linaje, alguien convencido de su misión y a quien todos los miembros de la división Loewe llamaban comandante Cortés.

—Que nadie dispare hasta que yo lo ordene —dijo de forma enérgica mientras miraba de soslayo a sus tropas.

Fue entonces, donde se agolpaba la emoción, en la cima de una aventura que lo había llevado a mantener a una multitud expectante a la espera de una orden suya, se permitió un momento de regocijo. El silencio que lo rodeaba era el preámbulo para que sus tropas aniquilaran un enorme contingente de tropas del régimen comunista de los Castro, y su mente, como si estuviera conectada con un gigantesco ordenador cuántico, comenzó a reiniciarse y a recapitular toda la información que albergaba en su interior. Había comprendido el porqué del estrés y de la depresión del capitalista mundo moderno.

Ya no le cabía ninguna duda. Había encontrado la razón que moldeaba la conciencia de los ciudadanos. El motivo que desnaturalizaba a los individuos, lo que alejaba a los hombres de su esencia era utilitarismo del sistema capitalista. No en balde, se trataba de un sistema que estaba creado para obtener beneficios y no para conseguir el bienestar de la gente. Eso que resultaba casi una evidencia se había agravado hasta crear un clima de ignorancia y de esclavitud que hacía temer la vuelta de un cambio de sistema, un irónico periodo oscuro semejante a una moderna Edad Media, y, por lo tanto, era lógico que la intención de los políticos fuera que los hombres de a pie pasaran engañados toda su vida. De hecho, se venía agravando paulatinamente a través de los avances de la ciencia que a su vez provocaban fuertes dependencias. Adicciones a las máquinas y a la tecnología. Además, otro problema más reciente del lugar de donde provenía era que la verdad había sido la primera víctima del salto tecnológico, por eso querían destruir los libros de papel y ocultar la historia. Habían entrado en las regiones inciertas de la posverdad. Ya no se trataba de tener diferentes opiniones. Ahora incluso se estaban comenzado a dudar de los hechos. Y esa muerte de la verdad no era un fenómeno accidental, sino todo lo contrario, un acto deliberado. Unos por acción y otros por omisión, todos habían participado en aquellas pilas callejeras donde se incendiaba el conocimiento secular para sustituirlo por innumerables frivolidades virtuales. La verdad había muerto y habíamos sido nosotros quienes la habíamos matado. ¿A quién beneficiaba el alumbramiento de la posverdad? Los principales beneficiarios de que se empañara la realidad eran los que ostentaban o iban a ostentar el poder, es decir, los advenedizos, los políticos corruptos y los dictadores. En el mundo del que Rick provenía, eso se traducía en una persona, su archienemigo: el señor Wagner. Tanto es así que el imperio de ese reino de las tinieblas de la información era un instrumento para manipular a la gente y, en última instancia, los mantenía engañados y sin intención de rebelarse.

Es decir, si bien él no podía creer en la posverdad, sí podía dejar de creer en la verdad o, lo que era lo mismo, que la falsedad tecnológica ―como a todo el mundo― podía fácilmente hacer que cayera en el embauco. Por lo tanto, era mejor atarse al palo mayor de su nave y ponerse una venda en los ojos para no contemplar el resplandor de las sirenas digitales que intentaban seducirlo con su canto tridimensional.
Otro de los pilares del engaño global era la paranoia. Es cierto que la paranoia es un fenómeno que surge en el interior del individuo, pero se puede fomentar desde el exterior. La insidiosa maldad de los argumentos de los políticos y de las redes sociales a menudo está orientada técnicamente para despertar la paranoia que subyace en el interior de las mentes de los individuos y de las multitudes.
Y si había muerto la verdad ¿qué decir de una verdad con entrañas? ¿Y las verdades como puños? ¿Cuál era el lugar que le quedaba en el mundo a una verdad viva que fuera como una fuerza que propugnaba el cambio integral y que su mera formulación llevaba hacia una dorada ensoñación de un mundo nuevo que le hacía olvidarse de todo? La única salida que le quedaba era despertar con el hambre atrasada, la hora de tomar el poder a través de la revolución.

Por eso desde que se alejó de la tecnología se sentía más auténtico y más libre. Desde que se quitó el localizador y cortó el nexo con la Globalización, Cortés quemó todas sus naves. Lejos de Internet, a cubierto de las presiones de los ignorantes y de los asesinatos de los historiadores, alejado de la revolución espacial, sin que ninguno de sus gustos o disgustos fuera contabilizado por Cambridge Analytica, en un secreto rincón de su corazón, escuchaba henchido de placer la música de la épica, una profunda melodía que lo conectaba con todos los héroes y mitos de la antigüedad.

Al mismo tiempo, en ese lugar encontró otros problemas diferentes, otro enemigo: la clásica

propaganda y la inflexible censura de todas las dictaduras totalitarias, lo que tradicionalmente se conoce como la mentira. A eso se le debía sumar un dominio manifiesto y tácito que había secuestrado y agraviado la magia que se hallaba en las calles de la capital. Los ojos, los oídos, el perfume, el paladar y el tacto de La Habana habían sido distraídos por un poder maléfico. Un poder ostentado por esos militares arrogantes que caminaban vestidos con sus brillantes uniformes y con un inconfundible aire de suficiencia, de hecho, todos los alzados lo seguían llevados en volandas por el rechazo a esa superioridad. Algunos, medios muertos, habrían sido capaces de haber arañado la tierra con sus propias uñas para salir de sus tumbas y dar la vida por todo lo que representaba Cortés. Era la llegada de un nuevo mundo. La caída de la opresión y de la ignominia. Por seguir los designios de la libertad, el pueblo cubano entero alzado en armas se había situado bajo la égida de un líder español.
Y la belleza de aquella revolución consistía irónicamente en la idea romántica del bien común, tanto es así que en la batalla que ahora encabezaba Cortés subyacía con mayor o menor suerte un esfuerzo por acercarse a la verdad o lo que es lo mismo, podía decirse que la lucha por la libertad que pretendían arrebatar al régimen de los Castro era también una manera de acortar la distancia que separaba a la gente de sus representantes políticos y del sentimiento común del pueblo cubano.

Por esos gruesos motivos, ahora los militares de Cuba se veían arrojados a un cementerio de ratas hambrientas. El pánico se había adueñado de los que vigilaban en los pequeños pueblos. En Santiago de Cuba, por ejemplo, el acuartelamiento ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos decidió sumarse a los alzados. A la pérdida de más hombres que acusaba el ejército regular había que sumar que los que se adherían al movimiento contrarrevolucionario, por regla general, se tornaban los rebeldes más radicales.

Por supuesto, ahora, que se encontraba exultante, Rick rememoraba con estupor el estado lamentable y meditabundo en el que llegó a la isla. Venía hastiado de los sinsabores que le había provocado la vida en un mundo afable e hipócrita en el que la gente a la primera noticia de impunidad le clavaría un cuchillo por la espalda. Ahora había recuperado el valor. Tal vez por eso se sintió rápidamente fascinado por la vivacidad y la expresividad de la violencia de la revolución que se había producido en Cuba.

En efecto, tras su llegada, Rick Cortés, un primer revolucionario, había creado la zona de cero de la nueva revolución. Había entrado en conflicto con el orden establecido que de forma subrepticia le hurtaba su armonía consigo mismo y con el universo. A su vez, su lucha había contagiado a todo un pueblo harto de la miseria colectiva llena de penurias que ellos provocaban, exaltando a los guajiros con sombrero y a la gente empobrecida que, con la ropa hecha jirones, al engrosar sus filas lo había hecho apelando a sus instintos más básicos.

Alejados de la exitosa revolución espacial, la libertad de un solo individuo contra todo pronóstico había diseñado en su mente un nuevo mundo arcaico y colectivo, dotándolo de belleza. Pero ese diseño, al ejecutarse en la práctica, había llevado a la isla al lugar en el que se encontraba en esos momentos. Irónicamente esa libertad para realizarse requería un alto precio a cambio: la lealtad y la obediencia de todos los demás alzados en contra del régimen de los Castro.

En su recuerdo retumbaba la advertencia de su conciencia: el poder atrae a los psicópatas. Ahora se planteaba que, al fin y al cabo, tal vez podría ser que también los creara. En otras palabras, los dictadores no nacen, se hacen. No en vano, se enfrentaba a una nueva verdad que lo situaba de nuevo ante una encrucijada. Lo que había descubierto tenía una pátina de realismo mítico y al mismo tiempo era una cruda realidad: el inhumano pragmatismo de los psicópatas. El sufrimiento era tan universal que, en la lucha por el poder y en su administración, a menudo se necesitaba cierto grado de insensibilidad. En otras palabras, lo que justificaba cierta clase de psicopatía en la sociedad era su utilidad.

―Tenemos suerte. Ese tren es blindado, pero al fin y al cabo es bastante antiguo, nuestras armas podrán infringir un daño suficiente para terminar con el ejército del régimen ―dijo de repente Cortés.
―Ahora mismo todas nuestras armas están apuntando a ese tren. Así que dudo mucho que ningún blindaje pueda salvarlo ―replicó el capitán Orellana.
―Pronto ese tren será historia ―contestó Rick.
―¿Crees que pronto podremos tomar La Habana? ―preguntó el capitán Orellana.
―Primero hay que destruir este ejército ―añadió Rick.
―Sí. Es fundamental que no lleguen refuerzos a las bases del centro de la isla ―contestó el capitán Orellana.

Entonces, antes de que comenzara la acción y de que el espacio se llenara de escenas atroces, en ese preciso momento, Cortés intentó comunicarse conmigo, incluso pude escuchar arrobada su voz en la distancia prometiéndome que nunca me abandonaría y que nuestro hijo viviría feliz a nuestro lado porque yo lo volvía tiernamente humano y además le conmovía pensar en su futuro y en su hijo, es decir, si ambos conseguíamos sobrevivir a la revolución, podríamos formar una familia y vivir juntos.

Cortés era un aventurero y al mismo tiempo estaba enamorado. Era tan bonito el amor. Era tan bueno tener un lugar al que volver con el corazón y con el pensamiento. Con todo, el mundo era un lugar de contrastes. Amar y matar sucedían en el mismo escenario, a veces sin tiempo para que se produjera el espacio suficiente para asimilarlo. En efecto, en esos momentos se daba cuenta de que en el instante presente lo que debía prevalecer era la ley del más fuerte.

Cortés volvió a mirar por sus prismáticos de última tecnología. El tren se estaba acercando poco a poco desde la enorme llanura. A buen seguro, las fuerzas del régimen habrían mandado una cantidad de hombres y de armas suficientes para frustrar el ataque rebelde. Las fuerzas de Cortés carecían de cruceros globales o de drones de última tecnología. Ni siquiera tenían conexión a Internet. Pero los revolucionarios contaban con sus propios servicios de inteligencia y espionaje. Su servicio de inteligencia era la gente de La Habana, el pueblo de Cuba. De hecho, un cocinero mulato que trabajaba en intendencia y que había sido uno de los que habían sido seleccionados para que organizara las provisiones del tren fue quien pasó el chivatazo a las tropas de Rick Cortés.

Entretanto, el humo del tren se iba haciendo más negro y más denso. La remota vibración en el suelo se fue transformando paulatinamente en un creciente temblor. Los rebeldes camuflados en la espesura aguzaban sus sentidos mientras aguardaban llenos de nerviosismo la orden de atacar. Era un lugar donde las plantas brotaban muy frondosas y las cubría un espeso follaje. Por supuesto, se necesitaban nervios de acero para mantener la calma en aquella situación. El silencio era absoluto. Pero carecían de hombres de metal. Esta vez el monje Fray Andrómeda no podía ayudarlos en el combate porque estaba muy ocupado con las reparaciones. Los prismáticos de alta tecnología de Rick le permitieron saber con antelación que, en efecto, el tren estaba a punto de llegar al lugar donde habían instalado los explosivos. «Ahora es el momento», pensó Cortés mientras se tapaba los oídos y bajaba el viejo interruptor en forma de te que activaba los explosivos. Sin embargo, para asombro de todos los rebeldes, nada sucedió.

—¡Maldita sea! Debí suponer que esos explosivos eran de mala calidad, los robamos al ejército cubano. ¡Hay que pasar al plan be, corred todos hacia el puente!
―¡No tenemos mucho tiempo daros prisa! ―los animó el capitán Orellana.

El tren proseguía su camino como si hubiera sucedido un milagro, pero si conseguía cruzar el puente donde estaban las cargas explosivas, jamás descarrilaría. Todos imaginaron las tropas bajándose de sus vagones sin el menor rasguño. Sería el fracaso completo de su operación y la revolución perdería la iniciativa. Incluso podría perder la guerra y sería el final de todos los allí presentes.
En ese momento, Cortés pensó en toda la resiliencia que debían de poseer los ingenieros y los emprendedores en general para perder el menor tiempo posible en sobreponerse a las adversidades y a los obstáculos y seguir trabajando sin descanso en cualquier terreno ignoto que los llevara a conseguir el siguiente paso de su colosal obra maestra.

―¡Un rifle! ¡El Gobierno de la isla por un rifle! ―gritó Cortés.
―¡Aquí lo tienes! ―le respondió el capitán Orellana al mismo tiempo que se lo daba.

Rick efectuó el primer disparo. Se le había ido un poco a la derecha. Volvió a disparar, esta vez la bala se fue hacia la izquierda. Sin embargo, a la tercera fue la vencida. El tercer disparo hizo volar por los aires el puente, que se desmoronó como un juguete infantil. Este tipo de hazañas individuales hacían que a veces el coraje de Rick fuera el que decidiera la suerte de toda una batalla entera.

—¡Cuidado! —gritó uno de los maquinistas, que divisó la humareda que provenía del puente derruido.
—¡Maldita sea! —gritó el otro mientras accionaba el freno de emergencia.
―¡Estoy seguro de que es el ejército rebelde! ―gritó el primer maquinista.
―¡Entonces estamos perdidos! ¡Seguro que nos habrán tendido una emboscada!

Una enorme polvareda cubrió la longitud completa del tren mientras un fuerte golpe sacudió todos los vagones. Las ruedas del convoy gemían como si estuvieran vivas. Los soldados aturdidos se cayeron de sus asientos y algunos de ellos incluso salieron despedidos volando por los aires. La situación se tornó angustiosa porque el precipicio que salvaba el puente era de unos cien metros y la caída acabaría de forma fulminante con la vida de todos sus ocupantes. Con todo, la pericia de los maquinistas y la suerte hicieron que el tren no descarrilara y, en lugar de precipitarse al vacío, se quedara quieto justo al borde del abismo.

—¡Fuego! —gritó Cortés a las tropas rebeldes que se habían posicionado en los alrededores del barranco.

En ese momento se desató el caos. El estruendo de todas las armas disparando al unísono ensordeció los oídos de todos los presentes. Al fin se había roto aquel dique que separaba la ingente cantidad de información con la que contaba Cortés y que en el mundo del que provenía le impedían de manera pérfida utilizar para enajenarlo de un modo afín a sus intereses, privándolo de la aplicación práctica de todas aquellas conclusiones a las que lo llevaban sus agudos razonamientos.

Era la hora de pasar a la acción. Era el tiempo de la furia y todo el mundo lo sabía, de hecho, los miembros de las fuerzas rebeldes se comportaban a veces como un enjambre que estuviera guiado por una mano invisible o por una inteligencia colectiva. Era una lucha salvaje, primitiva. La destrucción o pérdida del moderno armamento pesado que poseía el lado rebelde había llevado la lucha a escenas de tiempos remotos. A excepción de las pistolas y de los pequeños cañones láser que eran utilizados por ambos bandos, el resto de la guerra se llevaba a cabo con armas de fuego y armas blancas. Apenas había bombas o misiles ni, por supuesto, robots blindados o cazas de combate. Además, los vehículos también escaseaban, lo que hacía a los ejércitos utilizar carros y a los oficiales ir montados a caballo.

En aquel momento, Cortés pretendía utilizar al máximo la ventaja de la sorpresa y de la encerrona que suponía atacar a todas aquellas fuerzas del régimen mientras permanecían alojadas dentro de un tren. Los regimientos que iban en los vagones se encontraban en una situación muy vulnerable. No podían responder al ataque con la misma intensidad que las innumerables armas de los rebeldes estaban preparadas para darles una calurosa bienvenida. Mientras tanto, los mandos intermedios habían caído presa del estupor y no organizaban una estrategia común para enfrentarse a la trampa que les habían preparado las tropas de Cortés.

Por supuesto, los soldados se tiraron al suelo de los vagones y una lluvia de proyectiles de todo tipo cayó sobre el convoy del régimen de los Castro. Las defensas del tren, situadas en los techos de los vagones, se afanaban por repeler el ataque, pero, a todas luces, estaban desbordadas por la profusión de las fuerzas contrarias. Tanto es así que fueron las primeras en caer acribilladas. Algunos soldados comenzaron a salir por las ventanas rotas, pues, a pesar de que el tren era blindado, los cañones láser lo estaban desvencijando y en cualquier momento iban a terminar siendo diezmados todos en su interior.

―¡Salgan del tren! ¡Es la hora de atacar! ―gritó un soldado del régimen que ante la pasividad de sus mandos decidió tomar la iniciativa.

En el otro lado, desde la espesura los soldados rebeldes, también eran espoleados para que iniciaran un ataque brutal.

―A la carga! ¡Abordemos el tren! ¡Y recordad que somos luchadores por la libertad! —gritó Cortés mientras sacaba su naginata, animando a sus fuerzas a que utilizaran los machetes en la lucha cuerpo a cuerpo.

La lucha se tornó encarnizada con prontitud puesto que las fuerzas del régimen cargaron a bayoneta calada y una brutalidad salvaje embargó a ambos ejércitos. Los miembros amputados volaban por los aires. Había soldados que eran partidos literalmente por la mitad con los grandes machetes que blandían los campesinos. Algunos hombres huían despavoridos, pero no tenían a dónde huir. Los reclutas del régimen hincaban sus afiladas bayonetas en los vientres de los alzados. También se oían ruidos atronadores de AK-47 y de granadas de mortero. Estaba siendo un ataque devastador. Poco a poco, las abigarradas fuerzas de Cortés comenzaron a ganar la refriega y los soldados de Castro vieron con angustia que, metro a metro, estaban siendo empujados hacia el abismo.

—¡Victoria! —gritó Cortés cuando los soldados del ejército regular de los Castro alzaron un trapo blanco y depusieron las armas.
Ahora había llegado el momento de recoger los despojos. Los rebeldes podrían utilizar las toneladas de municiones y alimentos que iban dirigidas a las bases del ejército regular. Sin dilación, un trasiego de carros tirados por caballos comenzó a sacar las cajas del tren. En realidad, era una victoria harto necesaria, pues todos esos materiales hurtados al enemigo serían muy útiles en la siguiente operación que planeaban los rebeldes. No iban a tardar mucho en emprender la nueva aventura, algo que en la imaginación de Rick se dibujaba como el mítico rescate de una dama: la toma de La Habana.

Los soldados entonaban cánticos triunfales. Los heridos proferían gritos y lamentos. Cortés lo estaba haciendo tan bien que parecía que había sido un aguerrido líder rebelde toda su vida. Sin embargo, aquello verdaderamente había sido un radical cambio de vida; por unos instantes la mente de Rick ―el elogiado hombre de acción― añoró la calma y la paz inenarrable que recibía cuando estaba en contacto con el templo de la Cuarta Dimensión, es decir, mientras todos sus hombres se alegraban porque pronto lucharían por la toma de la capital, a él se le antojaba que rozaba una verdad suprema que estaba por encima de todos los fracasos y de todos los éxitos.

Se encontraba en un lugar mental que contrastaba con la posverdad y con la mentira manifiesta, pues tenía su correspondencia con una certeza universal que permanecía imperturbable ante todas las calamidades y las luchas fratricidas de los hombres. Una verdad poderosa e intocable y un remanso de paz ulterior que estaba más allá de cada una de las locuras y de todos los egoísmos.

¿Habría alguien oteando desde los cruceros globales? Hacía tiempo que la niebla electrónica creada por Fray Andrómeda distorsionaba sus instrumentos tecnológicos, pero nada impedía que un simple catalejo ―como en épocas remotas― fuera utilizado por un curioso marinero de a bordo.
¿Qué es lo que observaría? Un mundo lleno de villanos, energúmenos y psicópatas y en el que la verdad estaba obsoleta. Todos matándose unos a otros con la idea de obtener el poder. ¿A qué clase de hogar iba a venir su recién concebido bebé? ¿Y la paz? ¿Cuándo llegaría la paz? ¿Le podría ofrecer un augusto reducto donde crecer y ser feliz?

Tras aquellos feroces acontecimientos Rick se daba cuenta de que el patrimonio de toda su vida era él mismo y que sus logros veían precedidos por el gesto atroz de quitarse todas sus ataduras y otorgarse la libertad a sí mismo. Si conseguía un bienestar interior, podía abandonar la misantropía que antes lo gobernaba cuando llegó a la isla y compartir esa felicidad con el resto del mundo. Primero estaba él, y desde su sano egoísmo lanzaba un puente de filantropía al resto de los seres humanos. Esa verdad con entrañas que latía dentro de su corazón era la semilla que se transformó en una tierra nueva, en una oportunidad para cruzar de nuevo las puertas del Edén. Pues lo único que lo alejaba de volver sagrado un rincón del mundo era hacer caer definitivamente al debilitado régimen de los Castro.

Más tarde, cuando se contabilizaban las bajas y se hacía el recuento del botín, Cortés se entregó a un momento de sosiego. En el tiempo que llevaba en Cuba muchas de sus heridas inmateriales se habían aliviado. El mundo de los detalles había vuelto. Sentía cosas que lo conmovían en lo más profundo de su corazón. Podía ver de nuevo todos los colores del rabioso amanecer. Sentir el frío húmedo de la lluvia. Estaba aprendiendo de nuevo a respirar el aire puro. A sentir el agua caliente. A disfrutar de la comida sana. A dormir a pierna suelta. A sentir el olor de la hierba y el perfume de las flores. En el suave regazo de aquellos días extraños, se había parado para realizar una caricia en la mejilla de los niños.

Lejos quedaba la gris persona que había sido cuando vivía en la Globalización. ¿Cómo había podido sumarse a la descabellada idea de ser uno del montón? ¿Qué profundo miedo lo había llevado a claudicar con la belleza de sus propios sueños? Desde que era libre, estaba asombrado de su propia cooperación para que una maquinaria tecnológica y desquiciada le robara sus mañanas y sus tardes. Alegre de haber huido como un bandolero al otro lado del mundo, donde la vida era a veces cruel y salvaje y otras hermosa y sublime pero siempre suya.

Aquellas sospechas de un mundo más humano se estaban haciendo realidad, con sus virtudes y sus defectos, pero estaba llegando al colmo de sus sueños. Se estaba aceptando tal y como era. Y todo gracias al mundo campesino de aquel peculiar país, al misterio de su campo y de su tierra. Se sentía mejor gracias a ese esencial contacto con la naturaleza que el mundo moderno lleno de robots y de pantallas virtuales lo habían enajenado desde pequeño. Lo estaban curando el clima del trópico, la lluvia, los ciclones, el estruendo de los pájaros y todo aquel ambiente crepuscular de los cuentos y leyendas de aparecidos que contaban los hombres del campo con la mayor naturalidad.

No en vano, mientras se produjo el cambio de apesadumbrado historiador de la Globalización por avezado guerrillero en Sierra Maestra, en sus ratos libres se había embelesado con la flora y fauna de la isla. Es decir, se había enamorado de aquella tierra. ¿Sería posible retirarse a vivir lo que le restaba de vida en algún paraje idílico de aquella región paradisíaca? Es cierto que, incluso aunque cayera el régimen de los Castro, para que esa opción fuera viable también habría que derrocar la dictadura del señor Wagner, y todavía no tenía las pruebas necesarias para ello. Sin embargo, tal vez estaba comenzando a ver la luz al final del túnel. Quizá era posible robar a la muerte unos radiantes pedazos de verdadera felicidad.

Por supuesto, en mitad de la revolución no podía detenerse demasiado a pensar. El peligro no dejaba tiempo para los poemas, es más, el peligro era una propia salvación. Una cura para toda aquella monótona tristeza que le reconcomía por dentro. Pero las cosas humanas eran muy inestables. Desde que había rozado la felicidad, ya no pensaba tan a menudo en la muerte, Cortés comprendía la vida ahora como un todo que incluía muchas diferentes emociones. No se podía detener la corriente de la vida. Había que aceptar su complejidad tal como venía y no pararse demasiado a lamentarse. Desde la intensidad con que veía ahora las cosas, había comprendido los límites de la existencia y su mecánica interna, que no dejaba lugar para el descanso, tal vez porque,

de algún modo que a nosotros se nos escapaba, postergaban ese divino privilegio para el momento postrero en el que la conciencia universal nos sumara a todos en su seno.

Mientras tanto, debía aparentar un carácter resuelto y una profunda determinación para mantener la moral de las tropas disimulando que, en su interior, de manera muy frecuente, se sentía completamente confundido. ¡Qué estúpido había sido! ¡Cuánto tiempo había perdido sin que ahora se pudiera recuperar! ¿Podría ser feliz en alguna parte lo que le restaba de vida junto a su amada y a su futuro hijo? ¿Podría elevarse su sueño sublime desde el lodazal en el que tenía hundidos sus pies? ¿Escaparía su bella esperanza de la ciénaga? ¿Era capaz el corazón humano de sentir un cariño por encima de males y enfermedades? ¿Sentía por una vez un sentimiento que se sobrepusiera a las revoluciones y las guerras? ¿Existía un amor, en definitiva, que pudiera ir más allá de la muerte?

Más tarde, el coronel Sotolongo se presentaba en el Capitolio Nacional de La Habana con cara de preocupación y con un nuevo aspecto físico, pues venía portando su nuevo brazo robótico en forma de garfio.

—Buenos días, caballeros, como ustedes pueden observar por mi aspecto modernizado, he tenido un enfrentamiento personal con el líder rebelde Rick Cortés.
―¿Qué? ¿Es cierto eso? ―preguntaron todos al unísono.
―Fruto de las heridas que he sufrido han tenido que amputarme un brazo y me he visto obligado a implantarme una prótesis robótica. Esa es la somera explicación de que en la actualidad mi apariencia física incluya este terrorífico garfio ―añadió el coronel Sotolongo.
—¿Está Cortés en La Habana? —preguntó Arturo Castro.
―Ese hombre es un psicópata. Quería descabezar nuestro ejército. Ha sido una osadía que se presentara él solo en mi casa con la intención de matarme. Eso demuestra la audacia de ese asesino y explica en cierto modo la astucia que posee ―respondió el coronel Sotolongo.
―¿Descabezar nuestro ejército? ¿Para qué? ―preguntó Arturo Castro.
―Para atacar luego La Habana con mayor facilidad. Estoy seguro de que nuestras tropas, sin dirección, serían destruidas rápidamente por el ejército rebelde ―contestó el coronel Sotolongo.
―No se ofenda. Yo discrepo por completo. Lo sustituiría otro coronel con bastante celeridad. Tal vez incluso sería mejor que alguien lo sustituyera. De hecho, ha fracasado una y otra vez en sus intentos de destruir o, en su defecto, descabezar de una vez por todas al movimiento rebelde ―contestó Arturo Castro.
―¡Claro que me ofendo! ―gritó el coronel Sotolongo.
―No quiero que se excite ni que sienta mal porque está usted herido. Pero esa es la verdad
―contestó Arturo Castro.

―Eso no tiene nada que ver. Soy un buen militar. ¡Acabo de tomar la base rebelde! ¿Entonces qué sentido tiene todo lo que hago? ―preguntó el coronel Sotolongo.
―Sus hazañas llegan demasiado tarde. Y me duele mucho reconocerlo, pero su estado apocado y venido a menos es solo un ejemplo de nuestro declive ―replicó Arturo Castro.
―¿Está usted seguro de que las tropas rebeldes no han entrado en La Habana? ―preguntó el presidente.
—Ha sido solo una especie de operación de comandos. Un ataque intrépido con un objetivo claro, es decir, contra mi persona. Hizo una incursión nocturna con un grupo rebelde para acabar con mi vida. Mató a toda mi escolta. Se presentó a medianoche en mi domicilio particular. En otras palabras, podemos sumar un cargo más a su larga lista de crímenes: una tentativa de magnicidio — contestó el coronel Sotolongo.
—No se tenga usted en tanta estima. Sabe de sobra que eso es irrelevante. No sea usted tan arrogante, nadie es imprescindible —añadió Arturo Castro.
—No estoy de acuerdo. A buen seguro creía que mi muerte facilitaría el triunfo de su revolución —replicó el coronel Sotolongo.
—Empiezo a pensar que lo dejó con vida porque su falta de raciocinio a diario hace un flaco favor al ejército de nuestro régimen ―replicó Arturo Castro.
―Al margen de los personalismos y de los egos hay que analizar lo que ha sucedido. Si los rebeldes se atrevieron a ir a por usted eso significa que cuando quieran pueden ir a por cualquiera de nosotros ―añadió el presidente.
―Eso no pasará. He doblado los soldados en los puestos de vigilancia. Y además les he puesto también gente de paisano que los protegerán en caso de cualquier ataque ―replicó el coronel Sotolongo.
―¿Y dónde está ahora? —preguntó el presidente.
—Al final conseguí repeler su ataque. Lo vi despegar en su nave y probablemente estará en el refugio rebelde —contestó el coronel Sotolongo.
―¿Lo dejaste escapar con vida? ―preguntó el diputado Juan de la Cosa.
―Sí ―contesto el coronel Sotolongo.
―¿Al menos conseguiste herirlo? —preguntó el presidente.
—No. Escapó cuando vio que yo estaba a punto de ganarle la pelea. Es un redomado cobarde
—replicó el coronel Sotolongo.
―Con el respeto e incluso el miedo que nosotros infundíamos hace solo unos meses ¿quién nos iba a decir que en tan poco tiempo nos veríamos acorralados y en peligro de muerte? ―dijo el presidente.

―Les digo que eso no tiene nada que ver con ustedes. Ha venido a por mí. La lucha entre nosotros se ha convertido en una cuestión personal ―contestó el coronel Sotolongo.
—¡Otra vez con lo mismo! ¡Déjese de patrañas! ¡Qué arrogancia! ¡Cortés ha ido a buscar el archivo de La Corporación! —gritó Arturo Castro.
—¡Tiene razón! ¡En caso de que triunfe la revolución, si nos roban ese archivo estamos perdidos! —gritó el diputado Juan de la Cosa.
—¿Cómo es posible que la haya dejado escapar? —preguntó el presidente.
—No me culpen a mí. Hemos de asumir algo. Hasta ahora esta isla era como nuestro cortijo. Nosotros ordenábamos y promulgábamos a nuestro antojo todas las leyes y todas las normas. Teníamos un ejército y una abundante policía para defender la legalidad de nuestro régimen. Eso ahora ha cambiado y todo se debe a un elemento exógeno: a Rick Cortés. Sobre él debe recaer toda nuestra ira —replicó el coronel Sotolongo.
―Conviene tener a quién culpar por tus errores de liderazgo ―respondió el presidente.
―No me culpen a mí de todo lo que está pasando. Ha sido ese hombre. Es el único responsable de todo esto ―contestó el coronel Sotolongo.
—Ahora lo prioritario es que los rebeldes no tomen las bases del centro de la isla. El tren con los refuerzos y las provisiones ya ha partido —contestó el coronel Sotolongo.
―¿Y esos hombres que están cavando trincheras en el Parque Lenin? ¿Acaso las fuerzas rebeldes se encuentran ya a las puertas de La Habana? ―preguntó Arturo Castro.
―No ―contestó el coronel Sotolongo.
―¿Por qué lo están haciendo entonces? ―insistió el presidente.
―He ordenado que se preparen las defensas en previsión de lo que pudiera pasar ―respondió el coronel Sotolongo.
—El tiempo se nos está agotando. Pronto llegará el señor Wagner. Si cuando su destructor global se posicione sobre la isla no hemos acabado con la revolución, hará que intervengan sus tropas y todo habrá terminado —añadió el presidente.
—¿Dónde está el archivo de los clientes de La Corporación? No le voy a ocultar que no habría cumplido con su deber si hubiera salvado su vida, pero dejando caer el archivo en manos de los rebeldes —preguntó Arturo Castro.
—Ese archivo está en el Ministerio de Defensa —replicó el coronel Sotolongo.

Más tarde, Cortés —que contaba con un gran respeto entre sus hombres, pero que se había granjeado la fama de parco en palabras— envió un pequeño contingente de sus fuerzas para que escoltaran al reducido número de prisioneros que habían sobrevivido tras el cruento desenlace de la batalla. Y aunque resultaba evidente que había desarrollado sus dotes de liderazgo, Rick también se había vuelto más humilde que antes de llegar a la isla. De hecho, si bajara una nave extraterrestre y un habitante de otro mundo le preguntara cuál era su ocupación, su respuesta era muy contundente: le respondería que se dedicaba a ser humano.

De repente, sintió que tenía que tener cuidado. Llevaba mucho tiempo alejado de su mentor, el monje extraterrestre. Además, hacía mucho tiempo que no me veía a mí, su mujer, que estaba prisionera en un crucero global. Por la rabia que sentía al verme prisionera, le preocupaba que lo dominara la enfermedad de la venganza. Al mismo tiempo se preocupaba por mí. Le angustiaba que tanto tiempo encerrada entre unos barrotes hiciera mella en la jovialidad de mi rebeldía. Que me provocaran heridas irreversibles esos salvajes y su desequilibrio de la violencia desmesurada.

Incluso a veces ya no podía sentirlo. Se había interrumpido nuestra comunicación. Tal vez era culpa de la angustia, porque la brutalidad atroz lo separaba de estar en contacto con la Cuarta Dimensión. Tal vez por eso él también se sentía solo. Quizá esa era la razón por la que sentía que se había roto el vínculo con el universo. De hecho, se dio cuenta de que, interiormente, en aquellos momentos estaba ciego. Había perdido el nexo invisible que lo conectaba con todas las personas que amaba. Era como si el tiempo se hubiese detenido. Por un instante, volvieron las dudas y las vacilaciones. De nuevo sentía la sensación de que perdía el sentido de la justicia. En otras palabras, estaba comenzando a perder la noción que diferenciaba lo que estaba bien y lo que estaba mal. Sentía como si estuviera volviendo de un largo viaje. Necesitaba hablar con el monje, sobre todo ahora que se encontraba cansado después de la batalla.

El capitán Orellana, mientras tanto, pensaba que el problema era la forma que requería convencer a sus coetáneos. Los buenos argumentos eran inservibles. Se requería violencia y la violencia llama a la violencia. Con las armas modernas, esa violencia podía alcanzar una magnitud tan grande que se corría un serio riesgo de producir el fin del mundo, justo lo contrario de lo que se pretende conseguir cuando se lucha por mejorar el mundo. Ese era el dilema en el que en la actualidad se encontraban los detectives del futuro.

Al mismo tiempo que Cortés se acercaba a su objetivo, la división Festina Lotus iniciaba su ataque a las bases del ejército de los Castro, en el centro de la isla. Los cogieron por sorpresa. Los soldados regulares del régimen estaban desbordados. Ante las primeras explosiones, el pánico cundió entre los jefes de la base.

—¡Todos a sus puestos de combate, los alzados están atacando la base! —gritó el capitán Hernández.
―¿Cuántos son? ¿Traen cañones láser? ―preguntó el sargento Sánchez.
―Parece una división entera ―replicó el capitán Hernández.
―Sí. Ya lo veo ―añadió el sargento Sánchez.

―Es importante saber con las armas que cuentan. Mire con los prismáticos a ver si traen armamento moderno ―contestó el capitán Hernández.
―Parece que no. Son unos guerrilleros que han bajado de Sierra Maestra. Aunque, si le soy sincero, tengo que admitir que desconozco si traen ese tipo de armamento ―contestó el sargento Sánchez.
―¿Han ocupado nuestras fuerzas los puestos de combate? ―preguntó el capitán Hernández.
―Los soldados ya han ocupado sus puestos. Estamos listos para el combate ―contestó el sargento Sánchez.
―¿Qué hacen los rebeldes? ―preguntó el sargento Sánchez.
—Han rodeado toda la base. Los hombres están defendiendo el perímetro, pero tenemos problemas con las municiones y mucho me temo que pronto van a destruir los muros —respondió el sargento Sánchez.
—Hay que pedir ayuda a La Habana. ¿Funcionan los instrumentos de comunicaciones? — preguntó el capitán Hernández.
—Negativo, han bloqueado todas nuestras comunicaciones —respondió el sargento Sánchez.
—Diga a los hombres que luchen hasta la última bala y, cuando se acaben, que los pasen a todos a cuchillo —concluyó el capitán Hernández.
―¿Por qué se han alzado esos idiotas? ¿No saben que el mundo necesita lacayos?
―respondió el sargento Sánchez justo antes de que una bala perdida le diera justo en el centro de su frente.

En poco tiempo, la batalla se convirtió en una carnicería. Ese viaje al horror a veces me hacía pensar que todo estaba perdido, pues mis propios hermanos parecían exentos de escrúpulos. Inspirados por un sueño dorado de un mundo idílico y aguijoneados por la codicia y las ansias de poder, los rebeldes lucharon hasta la extenuación. Sus caras llenas de sangre y los aullidos de dolor de los heridos y moribundos se sumaron a las llamas que se extendían por el complejo militar y que en conjunto producían un espectáculo dantesco. La realidad de la guerra se expresaba con la dureza propia de las mayores catástrofes. Con todo, la victoria estaba cerca y desde las ruinas de aquella indescriptible destrucción un nuevo mundo libre y democrático estaba llamando a las puertas de La Habana.

Los cuerpos de los caídos yacían en el campo de batalla. Cuando uno sentía sobre sus manos la fragilidad de la vida, irónicamente, se sentía poderoso. Ese era el engaño emocional sobre el que se erigían los mitos sobre los grandes asesinos de la historia. Bastaba vivir un contexto bélico para comprender los escasos méritos que se le podían atribuir a los asesinos en serie que habían pasado a los anales de la historia. El verdadero poder estaba en la inteligencia para los que trabajan para la mafia en tiempos de paz.

Sin duda, se estaba produciendo mucha violencia en la isla, aunque de momento la revolución había conseguido una cosa buena: las violaciones y asesinatos de La Corporación habían concluido para siempre. El maltrato femenino era un asunto muy serio. Muchas mujeres morían, otras se suicidaban y la mayoría quedaban traumatizadas de por vida.

Mientras, ahora yo estaba prisionera en un crucero global que flotaba sobre el sereno cielo de La Habana, y como el amor cuando es verdadero no tiene fronteras, los avances de aquella revolución tarde o temprano tenían que enviar un rescate para la mujer que les dio inicio. Es decir, esa lucha por la libertad debía llegar hasta allí arriba para destruir para siempre los límites arbitrarios de aquel injusto y cada vez más longevo bloqueo.

Cortés contaba las horas para venir a por mí. Se había vuelto adicto a ese agridulce carrusel de las emociones, a esa fiebre que a veces lo hacía ser tan rico y otras tan pobre. El desierto emocional en el que vivía cuando trabaja en el archivo había tocado a su fin. Ahora su espíritu disfrutaba con esa ternura profunda que tanto anhelaba y le hacía caer una y otra vez en la romántica estampa de la princesa en peligro. Resultaba irónico que a menudo las mujeres de las que se enamoraban eran de armas tomar y, sin embargo, las circunstancias en las que se veían envueltas las hacía a menudo necesitar un héroe que les echara una mano.

Por supuesto, no todo eran buenas noticias, porque en otro lugar de la isla, el refugio rebelde estaba siendo atacado por un contingente de tropas del coronel Sotolongo comandado por Lawrence de Marte. Esta vez no se confiaron. Tiraron bombas incendiarias en las cuevas. Y las bombas sísmicas en las colinas de Sierra Madre provocaron los desprendimientos que mataron a muchos hombres. Fue una matanza sin paliativos. Lawrence de Marte entró cortando cabezas con su látigo eléctrico. Las bajas rebeldes fueron innumerables y el campamento cayó en manos de los hombres de Sotolongo.

—¿Por qué habéis comenzado esta revolución? —preguntó Lawrence de Marte.
—Supongo que ya era demasiado tarde para un plebiscito —replicó el Tortuga.
—Muy gracioso —dijo Lawrence de Marte.
—No estoy de broma ―contestó el Tortuga.
―No estás en situación de bromear. Será mejor que digas la verdad ―añadió secamente Lawrence de Marte.
―Lo digo en serio. Esto viene de antiguo. La dictadura de izquierdas de Fidel Castro era incluso peor que la de derechas de Pinochet —añadió el Tortuga.
—No hemos venido a hablar del pasado —contestó Lawrence de Marte.
—Sí, es cierto de eso hace mucho tiempo y ahora hay una nueva revolución en Cuba —contestó el Tortuga.
—¿Dónde están tus amigos? —preguntó el primer oficial que estaba al lado de Lawrence de Marte al Tortuga, que evidentemente había sido capturado prisionero.
—¡No te diré nada, maldito psicópata! —gritó el Tortuga.
―Me dirás todo lo que yo quiera saber. Tengo métodos para convencerte de un grado de perversidad que no te gustaría probar ―replicó Lawrence de Marte.
―Me alegro de llevarme conmigo todos los secretos que tú nunca sabrás. Moriré feliz por haber sido un rebelde ―contestó el Tortuga.
—A un moribundo se le puede perdonar todo menos la felicidad —dijo Lawrence de Marte mientras le cortaba la cabeza con su látigo eléctrico.
—Tal vez hubiera sido mejor torturarlo —replicó el primer oficial.
—¿Habéis encontrado la nave Costaguana? —preguntó Lawrence de Marte.
—Sí —contestó el primer oficial.
—Entre los prisioneros hemos encontrado un robot extraterrestre. Le hemos colocado una cadena de energía que lo mantendrá prisionero hasta que vengan los técnicos que lo desconectarán por completo —añadió el primer oficial.
—Traedlo, quiero interrogarlo —dijo Lawrence de Marte.
Entonces los soldados del régimen trajeron a Fray Andrómeda, que todavía estaba afectado por lo que le había pasado al Tortuga, pues lo había podido sentir a través de la Cuarta Dimensión.
—Vaya, creo que me suena tu nombre. ¿No has peleado contra mí en las arenas de Marte? — preguntó Lawrence de Marte.
—Luché en Marte, pero en otro universo. Aquí se supone que eso no ha pasado todavía. Lo de la Primera Guerra Espacial es una mentira.―replicó Fray Andrómeda.
—¿Cómo has llegado a la isla? —preguntó Lawrence de Marte.
—Es una larga historia —contestó Fray Andrómeda.
—¿Qué estás haciendo con el ejército rebelde? —preguntó Lawrence de Marte.
—Yo podría preguntarte lo contrario. ¿Por qué te pasaste a luchar al lado del señor Wagner?
―replicó Fray Andrómeda.
―De eso hace muchos años ―contestó Lawrence de Marte.
―Hubo un tiempo en que te consideré un buen investigador militar. Pero te vendiste por el poder y el dinero. ¿Cómo explicas si no que te hayas enrolado con el ejército de Castro? —preguntó Fray Andrómeda.
—Ahora lo recuerdo, de ti contaban que dejaste las armas para convertirte en monje. Te hiciste monje de la Cuarta Dimensión —dijo Lawrence de Marte.

—Siempre profesé esa creencia —replicó el monje.
―Deja a Cortés, es débil y taciturno, pronto será derrotado ―añadió Lawrence de Marte.
―No ―respondió el monje.
―Te has equivocado de bando ―replicó Lawrence de Marte.
―Tú no perteneces a ningún bando ―contestó el monje.
―Solo lucho por mí ―añadió Lawrence de Marte.
―Sé lo que estás tramando ―contestó el monje.
―Eres muy listo ―añadió Lawrence de Marte.
―Además, te equivocas con Cortés. Ha tardado en desarrollar su verdadero potencial porque era huérfano. Eso le provocó una profunda carencia de autoestima. Puede que al principio fuera un hombre vago y se dejara manipular con frecuencia, pero en realidad es un héroe tardío, y me da la impresión de que mucho más fuerte que sus antecesores. Aquí ha encontrado su lugar y su poder puede cambiar el mundo. ¿Acaso no ves lo rápido que ha progresado una vez que ha salido de su zona de confort? ―contestó el monje.
―¿Te refieres a desde que llegó a la isla? ―preguntó Lawrence de Marte.
―En efecto ―contestó el monje.
—¿Cómo conociste a Cortés? —preguntó Lawrence de Marte.
—Lo conozco desde siempre. Pude sentí que dentro de él había algo grande y verdadero. Sin embargo, todo el mundo lo había subestimado. Tal vez por eso lo dejaron marchar con tanta alegría de su puesto de historiador en el archivo de la Globalización —contestó el monje.
―No entiendo tu discurso… ¿Hay algo más grande que el dinero? ¿Cuál es esa verdad grande que hay dentro de Cortés? ―preguntó Lawrence de Marte.
―La Cuarta Dimensión es una religión que se basa en un nexo invisible que une todo el universo ―contestó el monje.
―Irónicamente eso va en contra de las leyes de la Globalización ―contestó Lawrence de Marte.
―La idea de hacer un imperio global es buena. Lo que sucede es que los hombres que están en el poder no aplican correctamente. Eso es porque los políticos de la Globalización suelen impedir que el resto de los pueblos se integren en una política planetaria y en una forma de vida más solidaria ―contestó el monje.
―El resto de los pueblos no quieren integrarse ―contestó Lawrence de Marte.
―Porque la Globalización es una dictadura, incluso te diré más, es una falsa teocracia cuyo nuevo dios es la tecnología ―contestó el monje.
―Tiene gracia que me digas eso de la tecnología tú, que eres un robot ―replicó Lawrence de Marte.
―Soy un robot alienígena, en mi planeta hay otra tecnología, una que respeta el nexo invisible con el universo ―contestó el monje.
―Eso no son más que patrañas. No hay ningún nexo, lo que une a la gente es el interés y el dinero ―contestó Lawrence de Marte
―En el fondo, todas las culturas del planeta están bajo la tiranía de esa nueva teocracia de la tecnología.
―¿De qué culturas hablas? Ten en cuenta que estás hablando con un lego en la materia. Me importa un bledo la cultura ―reconoció Lawrence de Marte.
―De todo lo que es lo contrario a la Globalización. En particular, Cortés pretende reivindicar el lugar que se merecen la cultura española y la hispanoamericana ―respondió el monje.
―Eso es el pasado y en la Globalización se ha prohibido el pasado ―contestó Lawrence de Marte.
―Pero esas regiones siguen existiendo. Desde Honduras, Perú, Panamá, Bolivia, Ecuador, México, Chile, etc. Todos esos millones de personas deberían protagonizar una revolución porque su desarrollo es fundamental para que exista un equilibrio en el planeta ―replicó el monje.
―Tú no estás vivo ―replicó Lawrence de Marte.
―Pero tengo conciencia ―contestó el monje.
―Entonces deberías saber que eso de que un mundo multicultural es mejor es un error alimentado por la ilusión. Lo único que funciona en el mundo y en el universo es la Globalización
―añadió Lawrence de Marte.
―Eres un antisocial, una fuerza negativa. No solo causas perjuicio en el presente, puesto que robas, matas y ejecutas a prisioneros indefensos, además causas perjuicio en el futuro, puesto que gente como tú impide el progreso ―replicó el monje.
―El futuro no existe ―contestó Lawrence de Marte.
―Desde que se produjo el contacto entre mi civilización y tu civilización, la mía puso en marcha un reloj que realiza una cuenta atrás ―añadió el monje.
―¿Una cuenta atrás? ―preguntó Lawrence de Marte.
―Sí ―respondió el monje.
―¿Puedes explicarte mejor? ―preguntó Lawrence de Marte.
―La humanidad va a dar un salto tecnológico sin precedentes, y si eso no va acompañado de una evolución ética y moral, se autodestruirá a sí misma ―contestó el monje.
―Si eso sucede, será porque lo tendremos bien merecido. Además, a mí qué me importa, eso sucederá cuando yo ya esté muerto ―añadió Lawrence de Marte.

―Si pudieras alcanzar el nivel de conciencia que yo tengo, te darías cuenta de que la humanidad entera es como un cuerpo enorme de un ser vivo ―contestó el monje.
―¿Y entonces qué se supone que soy yo? ―preguntó Lawrence de Marte.
―Una especie de célula cancerígena ―replicó el monje.
―Tú no sabes nada de mí ―se quejó Lawrence de Marte.
―Te conozco. Incluso sé tu más oscuro secreto ―dijo Fray Andrómeda mirándolo de repente a los ojos.
―¡No me digas! ¿Y cuál es ese oscuro secreto? ―preguntó Lawrence de Marte.
―Eres una mujer. Y sufriste violencia machista, violaciones y maltrato en la infancia
―replicó el monje.
―¿Cómo lo sabes? ―preguntó Lawrence de Marte realmente sorprendido.
―Las personas que sufren maltrato en la infancia reaccionan de dos maneras: o se vuelven sensibles y pacíficas o reproducen el patrón de maltrato que ellos han sufrido en las personas que se cruzan en su camino. Está claro que tú eres del segundo tipo. Lo deduje por tu manera de hablar y de comportarte ―contestó el monje.
―Hablas con mucha insolencia para ser un prisionero ―advirtió al monje.
―Tú eres uno de los turistas de sangre que están en los ficheros de La Corporación, cuando todo esto se aclare y el señor Wagner sea derrocado, tú serás juzgado por tus crímenes ―replicó el monje.
―¿Crees que tenéis alguna oportunidad de derrocar al señor Wagner? ―preguntó Lawrence de Marte.
―Pronto lo verás ―replicó el monje.
―Te diré una cosa, maldito extraterrestre, no voy a esperar tanto. Está claro que tengo que desconectarte para siempre ―replicó Lawrence de Marte muy enfadado y blandiendo el látigo eléctrico contra el esposado prisionero.

En ese momento, del interior del robot salió un rayo que destruyó los dispositivos que creaban la cadena de energía, y una vez libre, de un golpe seco en su exoesqueleto, dejó sin sentido a Lawrence de Marte. Entonces el monje miró en derredor. A pesar de que estaba todavía afectado por la muerte del bueno del Tortuga, Fray Andrómeda pudo detectar que las tropas de Cortés estaban acercándose a La Habana. La pérdida de la base rebelde era un duro golpe, pero, a su juicio, llegaba tarde. La revolución ya había recorrido el camino suficiente para que fuera un fenómeno imparable.

A continuación, saltó al aire volando por encima de las cabezas atónitas de los soldados y llegó hasta la nave Costaguana. Para evitar que cayera en manos enemigas, disparó un proyectil

detonador en el caza global de Rick. La nave explotó dejando un gran hongo negro de humo sobre las miradas atónitas de los soldados del régimen, pero ya era tarde para reaccionar, entonces, una vez en el interior de la nave, despegó y esquivó los disparos de los cañones láser de los solados del régimen que, de manera infructuosa, intentaban evitar que se alejara de la humeante y casi destruida base rebelde.
Más tarde, en el Capitolio Nacional de La Habana, las novedades eran debatidas por todos altos cargos de régimen con mucha animosidad.
―Caballeros, tenemos buenas y malas noticias. Un par de divisiones del ejército rebelde marchan en estos momentos hacia La Habana. Primero contaré las malas ―comenzó diciendo el coronel Sotolongo.

―¿Es eso posible? ¿De cuántos soldados estamos hablando? ―preguntó Arturo Castro.
―El movimiento contrarrevolucionario cuenta con unos cincuenta mil hombres ―respondió el coronel Sotolongo.
―¿Tienen armamento y vehículos? ―preguntó el presiente.
―Armamento obsoleto. Vienen a caballo y a pie ―respondió el coronel Sotolongo.
―¿Podemos detenerlos? ―preguntó el presidente.
―Creo que sí, pero será una dura batalla. Debemos mentalizar a la gente de que puede que intenten aislar la ciudad. La Habana puede sufrir un asedio ―contestó el coronel Sotolongo.
―Un bloqueo y ahora un asedio… parece que al final todo el mundo se va a tener que quedar encerrado en su casa ―respondió el diputado Juan de la Cosa.
―¿Y las buenas? ―preguntó Arturo Castro.
―Mis hombres han tomado la base rebelde, lo que significa que esta será la última batalla. O toman La Habana o no tendrán donde volver ―replicó el coronel Sotolongo.
―¿Han capturado a Cortés? ―preguntó Arturo Castro.
―Por supuesto que no. Cortés encabezaba el ataque al tren. Esa rata inmunda sabe lo que se hace. Desde que aterrizó no ha hecho más que causarnos problemas ―replicó el coronel Sotolongo.
―¿No le parece que tomar la base rebelde ahora no tiene ningún valor estratégico?
―preguntó el presidente.
―Puede ser ―contestó el coronel Sotolongo.
―Coronel, voy a serle sincero, hasta ahora lo único que ha hecho es situarse usted mismo en el centro de la mediocridad —dijo el presidente.
―¿Mediocridad? ―preguntó el coronel Sotolongo.
―Sí. Voy a explicarle lo que es la mediocridad por si no lo entiende. La mediocridad la encarnan aquellas personas que pueden ser sustituidas por otras fácilmente ―le reprochó el presidente.
―Ya lo sé ―replicó el coronel Sotolongo.
―En cambio, el talento lo tienen las personas que hacen cosas que están vedadas para los demás, como, por ejemplo, ese hombre, Rick Cortés ―añadió el presidente.
―Ese hombre está contando con un apoyo desconcertante de la población de esta isla
―añadió el coronel Sotolongo.
―¿Y las bases del centro de la isla? ¿Pueden organizar un ataque a los rebeldes por la retaguardia? ―preguntó Arturo Castro.
―El tren fue destruido. Esas bases ahora están en poder del ejército rebelde ―contestó el coronel Sotolongo.
―Caballeros, mucho me temo que entonces nuestro régimen está a punto de sucumbir y nosotros estamos perdidos ―concluyó Arturo Castro.

En el momento que despertó Lawrence de Marte, lo primero que hizo fue preguntar por la nave de carga Costaguana. A continuación, le cortó la cabeza a un oficial cuando le comunicó que había sido sustraída por el robot extraterrestre. Lo que no sabía era que Fray Andrómeda se había llevado la nave de carga no por las esmeraldas que estaban ocultas en un compartimento secreto en su interior, sino por un misil termobárico de fabricación propia que estaba en otro compartimento de carga.

Entonces, Lawrence de Marte miró al cielo. Al menos los rebeldes no podrían sacar el tesoro de la isla porque, para hacerlo, tendrían que superar el bloqueo. La visión de los inmensos cruceros globales imponía mucho respeto después de todo. Eso significaba que tenía una segunda oportunidad. Para recuperar la nave Costaguana debía de reunirse con el coronel Sotolongo. Estaba seguro de que el robot extraterrestre se habría dirigido hacia donde estaba Cortés. Necesitaba reunir un número mayor de tropas para atacar al ejército rebelde.

―Hagan formar a las tropas. Vamos a marchar hacia La Habana ―dijo Lawrence de Marte.
―¿Qué hacemos con la base rebelde? —preguntó el oficial.
―Prendan fuego a todo y maten a todos los prisioneros ―ordenó Lawrence de Marte.
―Si no contamos con refuerzos, no podemos intentar un ataque frontal. Nuestra inferioridad numérica es evidente ―replicó el oficial.
―Allí nos esperan las tropas del coronel Sotolongo ―contestó Lawrence de Marte.
―Eso siempre que los rebeldes no hayan tomado La Habana ―añadió el oficial.
―La Habana no será tomada con tanta facilidad. De lo contrario, el coronel Sotolongo estará al mando de un ejército de cobardes ―replicó Lawrence de Marte.
―Solo digo que es una posibilidad ―añadió el oficial.
―¿Pueden contactar de alguna manera con ellos? ―preguntó Lawrence de Marte.

―Negativo. Los rebeldes han destruido toda infraestructura de comunicaciones. Estamos mudos y sordos ―contestó el oficial.
―Entonces, si vamos a ciegas al encuentro del coronel, es posible que nos estemos metiendo en la boca del lobo ―añadió Lawrence de Marte.
―En efecto ―respondió el oficial.

―Esta isla se está convirtiendo poco a poco en una hermosa cárcel. Tendremos que ir con mucho cuidado. Acamparemos lejos y luego enviaremos una patrulla para que investigue lo que está pasando ―concluyó Lawrence de Marte.
Entretanto, el régimen comunista, con Arturo Castro a la cabeza, sabía de las posibles consecuencias que tendría la llegada del señor Wagner en aquella situación. El líder de la Globalización no podría tolerar que un investigador militar que buscaba pruebas contra él continuara con vida en una isla tomada por la fuerza. Sin duda, un ejército moderno ―con miles de robots blindados y naves de combate― reduciría a añicos la resistencia y pondría un Gobierno afín a sus intereses. Cortés y todos sus amigos serían fusilados y Cuba formaría de nuevo parte de la Globalización, lo que significaba que, de todas maneras, sus días en el régimen habían tocado a su fin.

Antes de llegar a las proximidades de La Habana, unos rebeldes que estaban robando y violando a las campesinas fueron pillados por el capitán Orellana.

―Buenas tardes, Rick, creo que hay algo que deberías saber.
―¿De qué se trata? ―preguntó Cortés.
―No quiero hacerte enfadar. Sé que llevas mucho sin descansar ―replicó el capitán Orellana.
―No te preocupes por mí, ya descansaré cuando esté muerto ―respondió Rick.
―No digas eso. Estamos a punto de conseguir una gran victoria ―añadió el capitán Orellana.
―La verdad es que todo está saliendo a pedir de boca ―contestó Rick.
―Estos hombres estaban robando y violando campesinas. Dos chicas han aparecido muertas
―anunció el capitán Orellana.
―Eso es intolerable. Nosotros no somos un ejército de villanos. Hay que darles un escarmiento para que cunda el ejemplo ―dijo Cortés.
―¿Qué castigo se merecen? ―preguntó el capitán Orellana.
―¿Los habéis cogido in fraganti? ―preguntó Cortés.
―Sí ―respondió el capitán Orellana.
―Pues entonces no tendrán juicio. No tenemos tiempo para garantías procesales. Estaban advertidos de lo que pasaría si cometían esas bajezas. Que los fusilen ―concluyó Cortés.

Mientras tanto, ahora lo que resultaba prioritario para el Gobierno del régimen era negociar una

fuga con destino a un lugar desconocido. Tanto es así que, cuando se oían los primeros disparos y unas pequeñas escaramuzas, tenían lugar en las afueras de La Habana, la lenta lanzadera presidencial, con sus luces rojas de posición, despegó de la plataforma de aterrizaje del Capitolio Nacional de La Habana. La noticia se extendió como la pólvora en los mentideros de cada uno de los barrios principales. Todo el mundo sabía lo que eso significaba. El Gobierno había sido evacuado de la ciudad. Desde luego aquel acontecimiento infringiría un fuerte daño moral en las desanimadas tropas. Dando muestras de una cobardía sin límites, justo cuando la batalla se esperaba que fuera a comenzar, Arturo Castro y el presidente del régimen cubano, junto con todos sus ministros, escaparon con destino a uno de los cruceros globales.

Evidentemente, se llevaron todo el dinero y los objetos de lujo que pudieron y destruyeron íntegramente la información que les pudiera perjudicar para que no cayera en manos enemigas. Por supuesto, subieron con ellos las pruebas que buscaba Cortés, el fichero de todos los sádicos clientes que durante años habían abusado y matado a las chicas de compañía de La Corporación. Esas pruebas que, de caer en sus manos, lo ayudarían a derrocar el Gobierno del señor Wagner. Además, ejercerían un poderoso estímulo para que el mundo, de forma global, recuperara la memoria del pasado tal vez de forma extrañamente súbita.

No en vano, Rick pensaba que desde hacía unos años el mundo había caído en estado de trance. Y no era sorprendente si se pensaba que estaba siendo gobernado por unos mafiosos que se habían dedicado durante años a practicar toda clase de perversiones y desarrollar instintos asesinos. Por supuesto, a la cabeza de ese diabólico elenco estaba el señor Wagner, cuyo destructor espacial estaba próximo a llegar a la tierra.

Cortés todavía no había superado su momento de vacilación y oscuridad. De nuevo, Cortés, ahora que estaba más tranquilo, intentó recuperar el contacto con la Cuarta Dimensión. Le daba la impresión de que estaba perdiendo su fuerza interior. No podía parar el ataque en aquellos momentos, pero no contaba con la ventaja de clarividencia que había tenido hasta entonces. Sentía un nudo en la garganta por desconocer el paradero del monje extraterrestre y de su caza global. Tampoco yo podía ayudarlo. Esa oscuridad que nublaba su mente y su pensamiento me impedía comunicarme con él, pero Rick era un hombre valiente y estaba a punto de culminar una hazaña que, de alguna manera, formaría parte de la historia. No quería ni podía abandonarse a la oscuridad que le rondaba en esos momentos, tal vez porque era demasiado pronto todavía. La situación era siempre tensa antes de una batalla, pero algo muy dentro de su ser le decía que esta vez no podía perder.

Finalmente, solo el coronel Sotolongo quedaba como autoridad visible del Gobierno que se enfrentaba a los rebeldes. Por primera vez, el militar sintió verdaderamente miedo. Harto de cavilar, se dio cuenta de una realidad innegable, su situación personal era grave, y por más vueltas que le daba no conseguía confiar en sus propios métodos militares y en su aplicación a la situación actual. Estaba en desventaja y no sabía si contaba con la lealtad de la población. Además, con su fuga, el Gobierno había perdido toda su legitimidad.

Soplaban vientos de cambio y los avances de los revolucionarios también estaban afectando a la economía de la isla. La moneda nacional, el peso y la moneda divisa —el peso convertible—, estaban perdiendo todo su valor. Ante la posibilidad de que finalmente el régimen comunista cayera, la gente no quería utilizar, y mucho menos acumular, esas monedas y se estaba imponiendo el trueque. Se cambiaban las cosas por comida, por servicios o por regalos.

Por supuesto, era muy grata la sensación de que poco a poco se estuvieran cambiando las tornas. Era muy grata la sensación de caminar al frente de un ejército después de tanto tiempo sintiéndose acobardado, perseguido y agobiado simplemente por pensar diferente. Cortés, desde que llegó, había sido blanco de todas las miradas. El enemigo público número uno. Tal vez si no había muerto después de soportar tantas privaciones, si había sobrevivido a las noches frías de Sierra Maestra y no habían podido alcanzarlo ninguno de los proyectiles que los soldados del régimen habían disparado contra él, significaba que podía disfrutar, aunque solo fuera un día, de todo lo maravilloso que estaba por venir. ¿Cómo se sentirían ellos, los otrora perseguidores implacables, en el papel de prófugos huidos de su propio país y de su antiguo régimen? Pero todavía quedaba una última batalla por ganar. Era muy importante sentirse aquí y ahora.

Cortés, que ya era consciente de la huida de los cabecillas del régimen de los Castro, mandó exploradores a caballo para evitar que el grueso de sus fuerzas cayera en una emboscada. Un exceso de confianza tampoco era bueno. No valía la pena correr riesgos. Tal vez todo aquello era una maniobra perfectamente orquestada para hacer que sus tropas cayeran en una trampa. Le hubiera gustado hacer un vuelo con su caza global para mirar todo desde el cielo, pero, desafortunadamente, carecía de él.

Por otra parte, incluso poniéndose en lo mejor, el régimen de los Castro había podido huir, pero todo su ejército se había quedado en tierra encerrados para siempre en aquella isla. ¿Qué pasaría con las decenas de miles de militares del régimen? ¿Entregarían sus armas y se unirían a la fiesta como si nunca hubiera existido una contienda? Muchas dudas tenía al respecto, sobre todo porque sus mandos tenían mucho que perder y poco que ganar.

Por supuesto, las tropas rebeldes estaban verdaderamente motivadas, en ellas se adivinaba una gran emoción. A medida que avanzaban, entonaban canciones populares que pronto serían ensalzadas como verdaderos himnos de Cuba. Los cigarros habanos circulaban entre los guerrilleros que, al empuñar las armas, sentían que se habían quitado un gran peso de encima. Las metralletas y las pistolas láser les daban un aire pintoresco y legendario con sus largas barbas, toda aquella basura moral que, por desconocimiento, ni siquiera por honestidad ética, los había llevado a ser subyugados por el comunismo, se revelaba como lo que realmente era, una muerte en vida mucho más terrible que la vida auténtica y libre.

Con todo, el mundo actual era una combinación de las mentes brillantes y las malas cabezas. Para corroborarlo, entonces el coronel Sotolongo, a la vista de los últimos acontecimientos y de la proximidad de Rick y de su ejército, hizo lo impensable. En un gesto más que demostraba su baja catadura moral, se dedicó a saquear la totalidad de lo que pudo encontrar en las pocas tiendas de lujo que encontró a su paso. Poco después, huyó de la ciudad rodeado de sus tropas más fieles, los llamados Tigres de Sotolongo.

Rick ya se había enterado de lo que había sucedido en la base rebelde. El pequeño contingente de tropas que envió para que llevaran los prisioneros había enviado un mensajero. Eso significaba que todavía quedaban al menos dos grupos de enemigos que pululaban libremente por la isla. Aunque cada día estaba más cerca la victoria, todavía quedaban esos dos escollos para vislumbrar el tan deseado cese de la barbarie.

Poco a poco, bajo el liderazgo de Rick, los rebeldes comenzaban a creer que la victoria era posible. No solo se trataba de ganar batallas y de liderar ataques, también era necesario un alto nivel de organización, y sobre todo había que ganarse la confianza del pueblo. En el fondo, también era una guerra de propaganda y era muy necesario mantener a la gente ilusionada. Como Rick venía de la Globalización, las multitudes le atribuían un carácter exótico e incluso, en algunos casos, un carácter mágico.

Desde luego, no todo lo que soñaban iba a ser posible, pero a la vista de la poca sensibilidad que mostraban los militares comunistas, era posible efectuar una mejora evidente de la vida de la mayoría de la población de la isla en un tiempo razonable. Las condiciones inhumanas a la que se veía sometida gran parte de la población, en caso de victoria, iban a ser una de sus mayores prioridades. Luego vendría el tiempo de las elecciones y de la lucha por el reconocimiento internacional de sus resultados, pero la situación de emergencia humanitaria en la que vivían muchos habitantes de La Habana era lo primero que un líder responsable debía solucionar.

Los cubanos luchaban porque soñaban con el lujo, pero el verdadero sueño para isla sería conseguir un objetivo más modesto a largo plazo, es decir, la creación desde prácticamente de la nada de una pujante clase media. La sociedad del bienestar que se podía articular a través de un Estado fuerte, pero flexible, solo dependía de que le dieran una oportunidad para desarrollarse como nación y un espacio para hacerlo.
Irónicamente, el futuro de la isla, a buen seguro, estaba en el turismo, y la mayor fuente de ingresos sería el lujo, pero el lujo ajeno. Cortés, que ya era consciente de eso, se planteaba hacer una ley que permitiera de nuevo el juego y la apertura de los casinos. Que fuera un lugar de vacaciones no tenía nada de malo, solamente había que poner unos límites para que no se repitieran los excesos del pasado y no se convirtiera en un paraíso de corte delictivo donde prevaleciera la impunidad.

El vacío de poder ya estaba creado. Ahora solo faltaba defenderlo con uñas y dientes para que la semilla de la democracia germinara y no se malograra aquel enorme esfuerzo. Resultaba irónico que mientras el hombre que los había llevado hasta allí se había convertido en líder, comenzaba a ser dominado por la ceguera del poder, y en el momento más importante de la revolución, Cortés tenía una crisis de confianza en sí mismo, de hecho, sus más allegados se estaban apercibiendo de que algo raro le sucedía y mostraban preocupación por él e intentaban cuidarlo.

―Estoy preocupado por mi mujer, Idalmis, la hechicera. No sé cómo estará ―contestó Rick.
―No te preocupes por ella. Es una hechicera. Tiene un don. Y, por supuesto, es una mujer fuerte. Estará bien ―concluyó el capitán Orellana.

Más tarde, Arturo Castro contaría a los comandantes del crucero global que les habían dado refugio de la revolución, que murieron más de veinte mil tropas en la batalla de La Habana.

Nada más lejos de la realidad. En general, todas las dictaduras están en contra de la manifestación de la vida, coartan la alegría y la espontaneidad de la gente, a lo que había que hay añadir, por supuesto, la miseria infinita a la que condenan a su pueblo para conseguir un Estado copropietario al completo de todo un país. La gente les ofreció comida y alcohol a los rebeldes cuando entraron en la ciudad, pero las primeras que mostraron el agradecimiento de forma más alegre y estrecha a los jóvenes rebeldes de la división Loewe fueron las prostitutas del Tropicana, que se abrazaron a ellos a las puertas del Capitolio Nacional de La Habana. En el último momento, la capital, contra todo pronóstico, fue tomada por las tropas de Cortés sin que el ejército del régimen ofreciera la menor resistencia. [Sigue en el Capítulo VIII – La inteligencia de La Habana]

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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