Imaginemos la gente que asiste a los partidos de fútbol hoy en día. No tienen nada que ver con los que venían hace años (antes eran mucho más depravados o al menos no había tanta conciencia social y unos pocos eran más atrevidos). Sin embargo, todavía queda un grupo de energúmenos que manchan la imagen del resto. Pero el lobby del fútbol debería hacer algo para solucionarlo. Quizá, poco a poco, lo están haciendo. No pueden hacer la vista gorda y menos con los personajes que yo me encuentro por la calle los días previos a los partidos importantes. Todos van vestidos como extravagantes personajes o con las camisetas del equipo en cuestión. Sin ir más lejos, hace un rato, yo mismo me propuse pasar siete horas infiltrado entre un grupo de ultras del equipo X. Ninguno de ellos sabía que a mí el fútbol me resulta indiferente. Habían pasado las tres primeras horas sin incidentes cuando me senté a tomar una cerveza con dos de sus más reconocidos cabecillas. No en vano, me dijeron que habían venido desde unas ciudades remotas para gastar su dinero y su tiempo viendo el famoso derby de la ciudad. Después de varios comentarios machistas tuve que morderme la lengua recordando que discutir con la gente me genera mucha ansiedad. A modo de crítica les comenté que era bueno que la sociedad evolucionara y que algunas costumbres que ahora se ven normales, en el futuro se verán como ampliamente superadas. De hecho, —les dije— a lo largo de la historia, la castración, por ejemplo, se ha efectuado en muchas culturas con una función social concreta. En realidad, ellos no me escuchaban mucho y ambos se jactaban de que habían convencido a sus padres para que les pagaran el viaje bajo el pretexto de hacer un examen para entrar uno en la Benemérita, y el otro en Radio Televisión Española. Naturalmente, no tenían ninguna intención ni posibilidad de aprobar dichos exámenes, y se habían alegrado mucho de que hubieran suspendido las pruebas por la filtración de los exámenes. Debe estar la cosa que arde cuando tanta gente quiere ser funcionaria, me comentaron los dos al unísono. El primero de ellos tenía las piernas totalmente tatuadas con símbolos de los años treinta, y el segundo una cicatriz a lo largo de la cara. Después de hablar un rato con ellos, y al notar la naturalidad con la que afrontaban la vida, llegué a la conclusión de que quizás el raro era yo. A mí me gusta la lectura y el cine. Mientras tanto, uno contaba sus aventuras sexuales con una mujer a la que faltaba un brazo, al tiempo que devoraba con los ojos siete hamburguesas de la carta antes de pedir, y por supuesto que no se avergonzaba de haber sido contagiado por una enfermedad sexual sin diagnóstico conocido hasta la fecha. El otro se quejaba amargamente de la inmigración, justo cuando una guapa camarera latina nos traía la siguiente ronda de cerveza y él planeaba un mítico plan de su cosecha, para vivir de las ayudas sociales toda la vida. Ambos se confesaban abiertamente de ultraderecha y violentos. Hasta tal punto que creían a pie juntillas el derecho a tomarse de vez en cuando la justicia por su mano. Sí, es cierto que la mayoría de la gente no es así, y que cuando van a ver a su equipo preferido en determinados momentos se produce una suerte de catarsis. Pero… ¿Qué falta de emociones distintas, los llevan a refugiarse en una colectividad embrutecida para expresar una protesta tan injusta como depravada? No lo sé. ¿Será que ya no se quieren a sí mismos, o que ya nadie los quiere? Lo cierto es que aquellos ultras ya estaban pasando la crisis de los cuarenta y no querían relaciones serias porque eran pobres y tenían pagar sus cuotas para el gimnasio y sus respectivos viajes hacia algún país remoto para hacerse un implante capilar. No en vano, para formar parte de los ultras había que tener un aspecto determinado. Quién sabe si también tomar drogas y tener armas como las bandas de delincuentes habituales. Entonces, por una vez, me sentí muy bien por no ser comprendido y no formar parte del mundo de la delincuencia deportiva. Me levanté y me disculpé con ellos. Entonces miré una hermosa sonrisa, mientras pagaba la cuenta, porque al día siguiente tenía que levantarme temprano para ir a trabajar. En efecto. Cuando iba de vuelta pensaba que era raro tanto calor para aquella época del año. Al día siguiente recurrí a un triste consuelo, porque los titulares del todo el mundo se avergonzaban de que el árbitro había tenido que parar el partido debido al lanzamiento de objetos, pues en Nevada quizá estaban peor, y es que aunque se había llegado a tener 48,8 grados, la ciudad cada vez tenía más población y la mayoría eran escépticos con el cambio climático, puesto que se pasaban el día usando el aire acondicionado de los salones de juego, donde pasaban el día bebidos y jugando a las máquinas recreativas.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.