El fin de la revolución no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectualmente y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse.
¡Ah! Que descubrimiento fue para mí este libro. Por primera vez encontraba una teorización sagaz y luminosa que se oponía al consabido dicho: “El trabajo dignifica” y a la condena bíblica: “Te ganarás el pan con el sudor de tu frente” o con “el sudor del de enfrente”, que decía aquel. Y la idea venía de un marxista, del introductor del marxismo en Francia y España, yerno del mismísimo Carlos Marx.
Al margen de ideas utópicas –trabajar 3 horas al día como mucho- y humorísticas que las hay en otros artículos que acompañan al texto de este ensayo –La religión del capital y La organización del trabajo-, subyace una idea muy seria que, mi amigo Manolo y yo, compartimos: Paul Lafargue rompió con la devoción judeocristiana por el trabajo que todavía existía en Marx. Las ideas positivistas y sanas del marxismo sucumbieron ante un marxismo más dogmático, se podría decir.
¿PERO QUIÉN FUE LAFARGUE?
Paul Lafargue nació en Santiago de Cuba en 1842. De abuelos franceses, sus abuelas, fueron una mulata de Santo Domingo y una india. Pasó su juventud en Nueva Orleáns y luego en Cuba, donde su padre François Lafargue tenía una plantación de café y un negocio de toneles. Precisamente la posición acomodada de su familia y el empleo de esclavos en el cafetal sería la munición dialéctica preferida por sus enemigos políticos. Pero la verdad es que cuando Paul empezó su carrera política en Europa, la familia lo repudió. En sus primeros estudios en Cuba tomó contacto con profesores anticolonialistas. Luego la familia volvió a Francia donde Paul terminó el bachillerato en Toulouse y estudió medicina en París, carrera que nunca ejerció.
Es en la capital francesa donde el joven empieza a relacionarse con las corrientes positivistas y republicanas. Y más tarde con los socialistas utópicos. Lee a Kan, Hegel, Feuerbach, Moleschott, etcétera. Pero sufrirá un cambió radical cuando conoció a los representantes del pensamiento y la acción revolucionaria de la época, Carlos Marx y Auguste Blanqui. En 1865 Lafargue viajó por primera vez a Londres para presentar un informe sobre el movimiento obrero francés. Allí conoció a Marx y cambió su vida. Como hacían los peripatéticos, Lafargue daba grandes paseos con Marx donde éste le explicaba las teorías que conformarían su obra cumbre, El capital. Claro que el listo de Paul pronto fue trasladando su atención hacia la segunda hija de Marx, Laura, una hermosa mujer de cabellos rubios y ojos verdes, además de una combativa revolucionaria. En 1868 nuestro héroe se casó con la chica. Así pasó a ser el yerno de Marx, cosa nada fácil, ya que el viejo sabio en lo tocante a la vida familiar, era bastante conservador y pequeño burgués.
Ante la petición de noviazgo… ¿Pero usted tiene posibles para mantener a mi hija? Hasta el momento de la boda sí, porque su acaudalada familia aún no lo había desheredado y retirado toda asignación. Pero la cosa fue más allá. El viejo Marx, suponiendo que el temperamento y la pasión criolla eran muy fuertes en el joven, le impuso una serie de reglas de obligado cumplimiento. Nada de intimidad excesiva, eso llegaría después de un largo periodo y de: “duras pruebas y purgatorio” (sic). Es muy divertido leer las cartas que escribía Marx sobre este particular. Pero a pesar de las pruebas y prevenciones paternas, la pareja se unió y, aunque no he estudiado ampliamente la biografía de esta pareja, presumo que estos dos se amaron mucho, pero mucho. Y lo digo con sana envidia, y no hablo más que me pongo tierno.
Y aquí me paro en lo tocante a la introducción a la biografía del personaje. El que quiera saber más que busque. Al final de esta pieza, por lo particular de hecho, explico como terminó esta pareja. Pero hablemos del libro.
Reproduzco algunos párrafos de este trabajo que fue publicado por primera vez en el semanarioL’Egalité en 1880, en ese contexto histórico hay que leerlos:
Una extraña pasión invade a las clases obreras de los países en que reina la civilización capitalista; una pasión que en la sociedad moderna tiene por consecuencia las miserias individuales y sociales que desde hace dos siglos torturan a la triste Humanidad. Esa pasión es el amor al trabajo, el furibundo frenesí del trabajo, llevado hasta el agotamiento de las fuerzas vitales del individuo y de su progenitura. En vez de reaccionar contra esa aberración mental, los curas, los economistas y los moralistas han sacrosantificado el trabajo. Hombres ciegos y de limitada inteligencia han querido ser más sabios que su Dios; seres débiles y detestables, han pretendido rehabilitar lo que su dios ha maldecido (…) En la sociedad capitalista, el trabajo es la causa de toda degeneración intelectual.
…Cristo, en su sermón de la montaña, predicó la pereza: “Contemplad cómo crecen los lirios de los campos; ellos no trabajan, ni hilan, y sin embargo, yo os lo digo, Salomón, en toda su gloria, no estuvo más espléndidamente vestido”.
Jehová, el dios barbudo y áspero, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal: después de seis días de trabajo se entregó al reposo por toda la eternidad…
En el año 1770 apareció en Londres un escrito anónimo bajo el título “Un ensayo sobre la industria y el comercio”, que en aquella época hizo cierto ruido. Su autor, un gran filántropo, se indignaba porque “a la plebe manufacturera inglesa se le había puesto en la cabeza la idea fija de que, como ingleses, todos los individuos que la componen tienen por derecho de nacimiento el privilegio de ser más libres y más independientes que los obreros de cualquier país de Europa. Esta idea –continúa- puede tener su utilidad respecto a los soldados, porque estimula su valor; pero cuando menos estén imbuidos los obreros de las manufacturas de tal idea, tanto mejor será para ellos mismos y para el Estado. Los obreros no deberían nunca considerarse independientes de sus superiores. Es extremadamente peligroso alentar tales caprichos en un Estado comercial como el nuestro, donde tal vez las siete octavas partes de la población poseen muy poca o ninguna propiedad. La cura no será completa sino cuando nuestros pobres de la industria se resignen a trabajar seis días por la misma cantidad que ahora ganan en cuatro”.
Tenemos, pues -dice Lafargue-, que un siglo antes de Guizot –político ultraconservador de la época- ya se predicaba abiertamente en Londres el trabajo como un freno a las nobles pasiones del hombre…
Les parecerá mentira, pero un tipo que sufrimos en Cataluña, independentista y de posiciones ideológicas ultraconservadoras muy parecidas al filántropo del siglo XIX que nos cita Lafargue, dijo el otro día en una tertulia televisada, que los obreros eran la munición y los empresarios son los que crean riqueza. Y añadió algo así como que estén atentos los currantes que hacen huelgas generales, ya que la “munición” se puede comprar en otros países y “nosotros” –dijo el capullo diletante que pertenece a una rica familia de restauradores- “ya tenemos el dinero hecho”. En fin, no está tan pasado de moda lo que decía Lafargue. Pero sigue el texto:
Cuanto más trabajan mis pueblos, menos vicios tendrán –escribía Napoleón desde Orterode-, yo soy la autoridad…, y estaría dispuesto a ordenar que el domingo, pasada la hora del servicio divino, se reabrieran los negocios y volvieran los obreros a su trabajo.
Continúa Lafargue contando como los héroes de la Revolución Francesa se dejaron degradar por la religión del trabajo y consideraron una conquista revolucionaria la ley que limitaba el trabajo en las fábricas a… ¡12 horas por día! Pero la cosa sigue con el Primer Congreso de Beneficencia celebrado en Bruselas en 1857. Allí, el rico empresario Mr. Scrive, presentó como una gran obra lo siguiente:
Nosotros hemos introducido algunos medios de distracción para los niños. Les enseñamos a cantar durante el trabajo, y a contar igualmente trabajando; esto los distrae y les hace soportar con valor esas 12 horas de trabajo que deben emplear para conseguir sus medios de subsistencia…Aquí no les digo lo que comenta un Lafargue visiblemente cabreado.
MUERTE DE PAUL Y LAURA: UN FINAL PROGRAMADO
Con la frialdad de una decisión largamente meditada, el matrimonio Lafargue decidió que no querían llegar a la edad en que pudieran ser una carga para sus familiares. Fijaron el fin de sus días en la edad de 69 años él y 66 años ella. Lo cierto es que fue Lafargue el que dijo que no quería pasar de los 70 años. Nada sabemos, más allá de la decisión tomada de correr la misma suerte que su marido, de las ideas de Laura sobre el particular.
En la noche del sábado del 26 de noviembre de 1911, y después de pasar la tarde en el cine y comerse unos pasteles, se acostaron para no amanecer.
El suicidio conmocionó a propios y extraños. Los más críticos fueron sus propios camaradas. Lenin llegó a decir en privado de Lafargue: “no tenía derecho a suicidarse”. Y el más duro ataque se hizo en la prensa socialista, donde se acusaba al teórico de hedonista y falso materialista. Hasta en la cuestión del suicido el peso de la tradición judeocristiana se hacía notar en algunos. Curiosamente, un adversario ideológico pero buen amigo de Lafargue, el histórico anarquista español Anselmo Lorenzo, fue el que escribió el más sentido epitafio para su amigo. Lorenzo era el que ayudaba en la redacción al castellano de los artículos que Lafargue publicó en los dos años que, con su compañera y activa militante, pasaron en España. El criollo hablaba perfectamente el castellano pero no lo escribía, ya que su preparación académica y su lengua materna era el francés.
Lafargue dejó una nota de suicidio –incomprensiblemente está redactada en primera persona y en singular, nada dice de Laura- pero muchos jugaron con las más rocambolescas hipótesis. Si desencanto, problemas económicos –descartado esto, porque Federico Engels les dejó una estimable herencia-, tristeza por la muerte sucesiva de los tres hijos –de corta edad- de la pareja… En fin, todo era buscar una causa medianamente “lógica” para tranquilizar nuestro miedo y desazón ante el hecho del suicidio. El método elegido fueron unas inyecciones de ácido cianhídrico.
Otra cosa interesante que apunta el encargado de estudio preliminar que firma esta edición, Manuel Pérez Ledesma, es la que dice –lo tengo que comprobar en una relectura- que hay indicios de tendencias suicidas en el texto Derecho a la pereza y La organización del trabajo. No sería ni el primero ni el último escritor suicida que deja pistas en sus textos.
En fin, voy a tumbarme a la bartola a meditar. Pero si esto lo coge un tipo menos perezoso que yo, seguro que escribe una novela con este argumento.
Periodista, fotógrafo, escritor e investigador.