I
Empiezo con una autocelebración. Este mes celebramos el 50.º aniversario de la Federació d’Associacions Veïnals de Barcelona (FAVB). Es una parte importante de mi vida activista. El movimiento vecinal jugó un papel central en la Transición. En cada barrio, especialmente en los de clase obrera, se produjeron reivindicaciones que acabaron generando un amplio movimiento que desbordó al régimen. El vecinal y el obrero fueron los dos grandes movimientos de masas que sustentaron la fuerza de la izquierda y que elaboraron un plan reivindicativo del que salieron las mejores reformas. En ambos casos gran parte de la izquierda se reforzó mediante la penetración en los resquicios legales que creó la dictadura para tratar de legitimar su continuidad: en los enlaces sindicales y en las asociaciones de vecinos. Al principio se trató de acciones locales en empresas y barrios. La creación de macroorganizaciones como la FAVB fue posible cuando el movimiento ya había arraigado en muchos lugares y había capacidad para desarrollar una organización a escala local. Seguramente sucedió algo parecido en otros muchos lugares, aunque mi experiencia directa se circunscribe al caso de Barcelona.
El momento crucial de la historia se produjo en la Transición, con la elaboración de la Constitución y la celebración de las primeras elecciones democráticas municipales en 1979. Por cierto que estas se demoraron porque desde el poder se temía que iniciar un ciclo electoral en el momento de mayor auge del asociacionismo vecinal pudiera dar demasiado poder a la izquierda real. La cuestión fundamental que se planteó fue el encaje institucional de las asociaciones de vecinos. Una opción podría haber sido concederles un estatus parecido al de los sindicatos, con una cierta financiación pública institucionalizada y unos derechos de participación que garantizaran tiempo de acción sindical a los delegados. Esta opción se descartó porque todas las fuerzas políticas del momento temían que unas asociaciones de vecinos demasiado fuertes pudieran convertirse en un contrapoder excesivamente molesto. Se optó por mantener un perfil institucional de bajo nivel, que supone que la capacidad organizativa se basa en el voluntariado estricto y en una modesta financiación que depende de la voluntad política de cada momento. La fuerza del movimiento reside fundamentalmente en su capacidad de movilización y de creación de hegemonía (por ejemplo, actuando en los medios, mucho más hostiles en la actualidad que hace unas décadas), y en la influencia en los nuevos mecanismos de participación, por lo general bastante limitados.
La coyuntura de los años ochenta fue totalmente desfavorable a la continuidad del movimiento vecinal. Aunque muchas veces se ha comentado la cooptación de cuadros vecinales por parte de los partidos, este fue, hasta donde conozco, un tema menor; entre otras cosas porque el PSOE, que por su posición era el que más capacidad de cooptación tenía, no solo era un cuerpo extraño al movimiento sino que a menudo era particularmente hostil. Más importancia tuvieron las políticas orientadas a minimizar el papel de las asociaciones de vecinos mediante el establecimiento de lazos clientelares y el cierre de espacios de participación, pero, sobre todo, la deserción en masa de muchos activistas que percibieron que “la guerra ha acabado” y se refugiaron en su vida privada, en los estudios, en la carrera profesional… Fue una respuesta bien analizada por Albert Hirschman en Salida, voz y lealtad. Al fin y al cabo, la participación política intensa se enfrenta a los ritmos de la vida cotidiana, regulados fundamentalmente por la participación en el ámbito laboral capitalista y las necesidades de la vida doméstica. En un mundo donde se han reforzado las presiones del capital, encarnadas en carreras profesionales competitivas y horarios laborales complicados, el voluntarismo solo es posible sostenerlo si hay gente que ha integrado esta práctica en su experiencia vital. Estas personas existen, por motivos diversos. Algunas porque han desarrollado, o han sido formadas, en culturas morales o políticas que tienen integrada esta dimensión (no es casualidad que la mayoría de los activistas vecinales de más larga y mejor trayectoria provengan de los restos de la izquierda —del PCE y del amplio magma de la vieja izquierda extraparlamentaria— o del cristianismo progresista). Otras por motivos menos valiosos, pero entendibles: por afán de protagonismo personal, de relacionarse con el poder, o por simple inercia. Por fortuna predominan los primeros, y esto explica la larga persistencia de un movimiento presente en muchos barrios de la ciudad, capaz de generar de vez en cuando movidas importantes (de hecho, la vieja Convergència atribuyó su derrota electoral en las municipales de 2015 al movimiento vecinal, simplemente porque no pudo entender que su política antisocial había generado respuestas importantes en muchos barrios). Es un movimiento que, además, ha sido crucial para construir espacios de convivencia que van desde la organización de fiestas mayores hasta la construcción de redes sociales en los barrios. Por esto el 50.º aniversario de la FAVB no es solo la celebración de una efeméride, sino también un recordatorio de que sigue vivo un movimiento vecinal más necesario que nunca.
II
Movimiento vecinal y sindicalismo deberían constituir espacios sobre los que desarrollar una base social alternativa. En ambos casos coinciden dos aspectos que los hacen especialmente atractivos: su capilaridad en el tejido social y el hecho de que planteen demandas y reivindicaciones que afectan a las condiciones de vida de la mayoría. Por no extenderme, me limitaré a situar el tema en el movimiento vecinal.
Es cierto que la presencia de organizaciones implantadas en los diversos barrios permite generar dinámicas que refuerzan tejidos progresistas en muchos terrenos: demandas de equipamientos, presiones por la mejora de los servicios sociales, creación de dinámicas de cooperación social… En las mejores experiencias locales se han creado verdaderas redes sociales que han favorecido la incorporación de la cultura feminista y del ecologismo en las demandas sociales. O que se han enfrentado con relativo éxito a respuestas racistas o reaccionarias en los barrios. Con todo, siempre queda la sensación de que la acción vecinal solo llega a la superficie, sin conseguir nunca generar dinámicas de cambio profundas. Es habitual que la gente acuda a la asociación de vecinos cuando tiene un problema, agradezca el trato y el apoyo recibido y desaparezca cuando ha obtenido una solución. En el mejor de los casos queda un poso colectivo y de reconocimiento a la labor de los esforzados activistas y poco más. Es aún mucho más difícil organizar cuando se trata de demandas que no pertenecen al día a día del vecindario. Creo que entender esta cuestión es crucial para captar las dificultades reales que tiene la izquierda para consolidar una base social suficientemente amplia para impulsar cambios sostenidos. El trabajo vecinal exige mucha paciencia, capacidad de diálogo y de ir tejiendo espacios de relación entre entidades (muchas de ellas dedicadas a un solo tema) que converjan en la construcción de una fuerza social alternativa.
Sin consolidar en los barrios espacios sociales que ayuden a crear cultura política, sentimiento de colectividad (incluyendo en ello las sucesivas llegadas de nuevas personas de procedencias diversas), resistencia a los abusos del capital, proyectos de transformación, parece imposible desarrollar verdaderas políticas alternativas de amplio alcance, sobre todo cuando debe desarrollarse sobre la base de un voluntariado estricto, con pocos recursos materiales y técnicos y sujeto a una hostilidad persistente y a demoledoras campañas por parte de los poderes económicos. Por esto una izquierda política que quiera una transformación real de la sociedad, o que simplemente pretenda oponerse a la actual deriva social, debe plantearse en serio cómo reforzar estas dinámicas, cómo reconstruirlas.
III
Para una fuerza política que aspire a transformaciones profundas, potenciar esta amplia base social es una tarea imprescindible, pero al mismo tiempo complicada. De entrada, la presencia en las instituciones requiere de un enorme esfuerzo orientado a conseguir representación institucional, a saber moverse en las propias instituciones y, muchas veces, a negociar o compartir poder con fuerzas con las que hay enormes diferencias. Es un trabajo que muchas veces agota las capacidades humanas y materiales de la propia organización. Además, lo que se puede conseguir en las instituciones casi siempre está lejos de las expectativas de las bases. Hay obstáculos de muchos tipos que frenan los cambios: limitaciones jurídicas, la presión de los lobbies capitalistas, las inercias de los empleados públicos y, también, las obsesiones de los políticos, que no siempre coinciden con la opinión de sus movimientos sociales afines (a veces también porque las reivindicaciones no tienen en cuenta las complicaciones del tema). Para un político que ha conseguido aprobar una reforma después de arduas negociaciones, en las que ha tenido que renunciar a bastantes cosas y superar obstáculos, el resultado es un triunfo. Pero su base social puede verlo como un fracaso parcial (y siempre hay candidatos dispuestos a explotar al máximo las diferencias entre la aspiración y el resultado). El político institucional que espera el aplauso se frustra cuando obtiene una respuesta tibia o cuando directamente es criticado. Que en estos contextos se generen dinámicas de desencuentro es bastante habitual. Si son puntuales tienen poco recorrido, pero por acumulación acaban generando numerosas tensiones y distanciamientos.
En la experiencia de la nueva izquierda hay además una cuestión nueva. La fascinación de los políticos jóvenes por las nuevas tecnologías de la comunicación, por los sistemas de votación plebiscitaria, combinada con desdén o ignorancia hacia los movimientos organizados, algo reforzado en parte por la buena fe de pensar que la participación organizada excluye a demasiada gente. Este ha sido un punto de fricción persistente entre las políticas municipales de participación y los movimientos vecinales tradicionales. Para mí este constituye uno de los peores errores de las nuevas políticas en un doble sentido. En primer lugar, el no entender la importancia de la organización, especialmente entre los grupos sociales más desfavorecidos, y pasar por alto que en muchos casos los grupos organizados tienen una larga experiencia de cooperación y trabajo conjunto que hace que sus propuestas ya hayan recogido muchos puntos de vista diferentes. La segunda es que un modelo plebiscitario, de voto en la red, es poco —por decirlo suavemente— reflexivo. No hay deliberación en el mero voto, sino simplemente la expresión de un punto de vista particular gestado no se sabe cómo. Y estos defectos, que no generan confianza ni buena elaboración política, se contradicen con la evidencia de la sobrerrepresentación de los intereses empresariales en numerosas instancias y con la patente actuación de los lobbies económicos mediante una y mil vías.
No todo es culpa de los políticos. Es cierto que a veces tienen su contrapartida en la persistencia de líderes sociales personalistas, poco reflexivos, obsesionados por temas concretos. Es lo que tiene la dificultad de renovar liderazgos cuando escasea el voluntariado. Y por esto también los movimientos sociales deben trabajar en su propia renovación, en la formación de sus cuadros. En reconocer los problemas y limitaciones de las vías institucionales.
La guerra de posiciones gramsciana es mucho más difícil de desarrollar que la de posiciones, que a menudo solo requiere de arrestos, tozudez y olvidarse de los costes laterales. Hasta ahora la izquierda no ha sabido resolver el problema de cómo compaginar acción institucional e intervención social. Quizás sea empezando por reconocer los problemas como se encontrarán las respuestas. Porque lo que es totalmente imprescindible es que en ambos ámbitos de acción exista una sólida base social que dé consistencia.
IV
Mi reflexión sobre el movimiento vecinal en Barcelona tiene algo que ver con lo ocurrido en Andalucía. Allí se ha experimentado un espectacular corrimiento electoral que antes ya tuvo lugar en otras comunidades (Murcia, País Valencià), y que, a mi entender, refleja la poca solidez social de la izquierda, la ausencia de raíces profundas que garanticen una cierta estabilidad social de los procesos. Ciertamente el PSOE nunca se ha preocupado de ello, su modelo es el clientelismo y el club de fans. Pero esta sí que debe ser una preocupación social de la izquierda transformadora: la de generar buenas propuestas institucionales y desarrollar una base social con cultura y organización que permitan continuidad y fuerza más allá de los avatares del momento.
(*) Publicado originalmente en mientrastanto.org
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.