Era el primer día en el que todo estaba abierto sin restricciones en Sevilla y como si alguien hubiera levantado un toque de queda para gánsteres los granujas más dispares salían de sus respectivos escondites y volvían a reunirse en los bares. Era de noche. Las luces de la gran ciudad brillaban por todas partes. Ya se me había olvidado que me había pasado toda la pandemia trabajando sin vacuna. No llegó mi turno hasta que la vacunación fue casi general. Estaba claro que la sociedad no me consideraba alguien importante. Todo ese tinglado me había bajado un poco la autoestima. Los daños colaterales eran muchos. La paranoia que había adquirido con el paso del tiempo tampoco era pequeña. A mí me daba la impresión de que iba a llegar un día que iban a aprovechar alguna coyuntura similar para acabar con todos los seres que no éramos importantes. Incluso cabía la terrible posibilidad que ese día hubiera llegado ya, solo que yo no me había enterado todavía. Tal vez lo estaban haciendo de manera subrepticia. Mientras tanto, nosotros apelábamos a una conciencia cada vez más escasa a nivel global. Porque, después de años al pie del cañón, me sentía como un objeto de usar y tirar.
En efecto, era como si estuviera en un callejón sin salida. Y el bajón me había llegado en un momento en el que España entera estaba en venta. El propio país, en la práctica, estaba en quiebra técnica. La inflación había llegado para quedarse y con cotas solo vistas con la peseta. La Unión Europea se negaba a devaluar el euro. ¿Quién se iba a ocupar de todos nosotros? Las ovejas descarriadas estábamos revueltas. Nosotros también habíamos cometido errores y estábamos desesperados. Nuestras soluciones a los problemas sobrevenidos eran muy éticas, legales y nos las merecíamos. Es más, era responsabilidad de la sociedad que nos había visto crecer ofrecernos ayuda, pero precisamente por eso, la sociedad miraba para otro lado y nuestros remedios iban a tardar en llegar o lo que lo mismo no llegarían nunca. Nuestro espacio se había agotado y el nuevo espacio que reclamábamos estaba ya ocupado por otros. Ahora había llegado el momento más temido, la cuenta atrás del reloj de nuestras vidas. ¿Qué opciones teníamos? A mí en particular un realismo trasnochado me abrumaba sobremanera. En efecto, ya no quedaban fuerzas para trabajar en los lugares precarios y malsanos que deliberadamente nos habían dejado los poderes públicos y los privados.
En mi caso, por ejemplo, todas las cosas que había estado haciendo durante años podían cambiar de repente para siempre, y eso me daba mucho miedo. En otras palabras, tenía miedo de perder mi rutina. Además, la libertad estaba en vías de extinción. El mundo evolucionaba hacia una coincidencia consigo mismo que no iba permitir ni el más mínimo error y, por consiguiente, ni la menor divergencia. Muchos nos íbamos a quedar fuera. Seríamos grotescos disidentes o algo así. Todas las opciones restantes eran malas. El trapicheo, vivir de las ayudas, la estafa o el engaño estaban a la orden del día. Sin embargo, seguía habiendo gente que se negaba a entrar en ese círculo vicioso. Individuos que no se daban por vencidos. Personas que vivían luchando a la contra. Personas que hacían locuras de otra clase. Un día todo el mundo sería igual. Por fortuna ese día todavía no ha llegado. Aún existían ese tipo de personajes impunes. Había que hacer un esfuerzo por retomar las viejas amistades.
Uno de mis amigos me había demostrado recientemente que lo había juzgado mal. Solo era un golfo que no tenía trabajo, ese era su problema. Pero podía decir que era una buena persona y yo estaba tan acostumbrado a estar rodeado de granujas de mucha mayor entidad que me había costado mucho distinguirle entre la multitud. Eso me hizo darle otra oportunidad a otro de mis viejos colegas. No obstante, cada vez que quedaba con mis viejos amigos, una terrible idea se abría paso en mi mente. Tal vez el problema no eran ellos, sino yo. Debido a mis numerosas limitaciones, cada vez me costaba más enfrentarme a las relaciones sociales. Creo que me estaba convirtiendo en un maniacodepresivo. Tal vez ya solo aspiraba a una agradable soledad. Era mejor estar solo que sufrir el dolor de ser rechazado.
En ese momento, mientras iba enfrascado en esos pensamientos crucé la puerta del bar. Cuando llegué aquel viejo rockero estaba sentado en su poltrona y se jactaba de sus conocimientos con una gran copa entre sus manos. Tenía buen aspecto. Era un poco excéntrico y había pasado toda su vida ocioso, tocando blues en los antros a un volumen fortísimo. Pero sobre todo mejorando sus habilidades y trucos con años de experiencia en beber sin tener dinero. Llevamos por los menos dos años sin vernos. Estoy seguro de que se sorprendió de lo mal que yo estaba. Mi idea era expresarle con pocas palabras una cruda crítica a la deriva del mundo moderno. Al principio, le dije que uno de los nuevos problemas que azotaba a mucha gente en la actualidad era un exceso de información útil e inútil. Él me hablo de la posmodernidad como el que está sentado en la cima del mundo.
De alguna manera cuando comencé a charlar con él me dio la impresión de que me encontraba frente a un dinosaurio. Tuvo que sentirse aludido, porque lo vi retorcerse en sus entrañas cuando le dije que las herramientas intelectuales de la antigüedad se habían quedado obsoletas para juzgar al mundo actual, y, por ende, al hombre moderno. Sé que estábamos de acuerdo en el fondo, pero no nos poníamos de acuerdo en las formas. Sí, es cierto que Cervantes dibujó un personaje que ha pasado a la posteridad por volverse loco de leer tantos libros y cuya moraleja sigue más vigente que nunca. Pero hoy el diablo de la información es mucho peor. Debido a internet, esa locura se contrae de manera mucho más fácil, y sobre todo, es más contagiosa. Pongo por ejemplo a los negacionistas o los seguidores de Donald Trump o, en general, a los bulos y las noticias falsas. En otras palabras, ahora la excepción se ha convertido en la norma porque la mayoría de los hombres tienen comportamientos muy quijotescos y se pelean a diario con enormes molinos de viento.
Mientras tanto, la vida sigue siendo más absurda que nunca. Un amigo me ha contado que ha sido contratado para pasear un perro este fin de semana y lo asumía con cierta ilusión. Supongo que era su manera de pagarse su adicción al tabaco. Todos estamos algo locos. Mi desprecio por los colegas va en aumento. Y el discreto encanto de la burguesía es cada vez menor. Ya casi no quedan grupos dignos a los que pertenecer por lo que era mejor ir por libre. Tal vez por eso yo no debía de sentirme especial al cometer la temeridad de abandonar un trabajo fijo para emprender un proyecto empresarial sin experiencia alguna y solo para intentar llevar una vida mejor. Pero si me equivoco no puedo decir que ignoro las procelosas aguas que todavía me quedan por cruzar. El viejo rockero me preguntó por mi vida sentimental y yo le respondí que había llegado a la conclusión de que no servía para las relaciones serías y duraderas y que, por lo tanto prefería hacer del centro de mi vida otra cosa. En esos momentos me preparaba para comenzar una gran aventura. Quería una jovencita como camarera. Ya me imaginaba haciendo entrevistas de trabajo. Necesita al menos dos empleados. Era importante la buena presencia, porque, a pesar de todo, tenía que reconocer que yo, el otrora muchacho de aspecto corriente, ahora me paseaba por todas partes con un semblante que no inspiraba demasiada confianza. La mala apariencia era un motivo de rechazo social. En efecto, haciendo un repaso a mis antiguos amigos, solo uno era digno de confianza y estaba demasiado ocupado. Era un hombre responsable y llevaba una vida casi perfecta.
Sin embargo, como esta crisis nos ha pillado a los de mi generación en mitad de la de los cuarenta, el hombre que todo lo tiene añoraba algo: el cambio. Y es que de todo se aburre uno. De hecho, tonto sería si cambiara porque, sin duda, iba ser a peor. Solo había que escuchar las conversaciones por la calle: la cosa estaba tan mala que hasta los que tenían trabajo estaban echando currículums. Se está muy solo en la cima, pero también en el fondo. ¿Qué había sido de la vieja pandilla? Los demás amigos ya pertenecían a las nuevas hornadas de vagabundos inmundos, politoxicómanos contumaces y a los delirantes locos en general que habían disparado la suspicacia de la gente corriente. Todos ellos tenían algo en común, eran inasequibles al cambio. Ellos contemplaban impávidos cómo se iban quedando más y más solos cada día. Eso daba mucho que pensar. Por el contrario, yo sentía como la gente común se había vuelto más extraña que antes. Había un raro aire mafioso en el ambiente. Y no era como el de las películas americanas, más bien se trataba de un tenso aire corporativista que cerraba las puertas a los neófitos de cualquier clase. Una vez, la psiquiatra de la Seguridad Social me dijo que no me complicara. Porque trabajar para enfermarse más y más no tenía ningún sentido. Quizá tuve que haberle hecho caso. Ahora ya era tarde. Había enloquecido el sistema entero. Debíamos haberlo hecho todos al unísono durante el confinamiento y lo único que nos diferenciaba era la naturaleza de nuestra locura. Y por eso ahora la gente deseaba cambiar de vida justo cuando lo cuerdo era volver a la llevar la vida anterior. Pero, mientras tanto, yo estaba en un bar bebiendo cerveza ajeno a todos sus problemas. «¿Quieres teletrabajar?» «¿Por qué no vuelves a escribir?», me preguntó el viejo rockero.
No me planteo hacer lo que realmente me gusta porque la escritura, desde hace tiempo, es sencillamente la ruina. Pero lo peor que podía hacer era seguir matándome en el turno de noche. ¿Era demasiado osado al intentar cambiar de vida en mitad de una pandemia? Era mucho más fácil claudicar. Dejarme llevar por mi fracaso como una hoja que era arrastrada por el agua. Pero negaba en rotundo. A nadie le gusta que lo rechacen, pero sabía que ese era el precio que tenía que pagar si quería luchar por conseguir mi propio sueño. Por fin me estaba reconciliando conmigo mismo. Mi vida se parecía demasiado al cuento del patito feo. Y ahora casi había llegado a tocar fondo quizá para renacer. Tal vez por eso me había costado muchos meses perdonarme por perder la maravillosa vida hedonista que llevaba antes de la pandemia. Antes tenía dos amantes, una de Nicaragua y otra de Brasil. Ahora ni siquiera me miraban las muchachas guapas del barrio.
En cierto modo, había sacrificado toda mi buena vida y en mi fuero interno quería que llegara la recompensa por una pérdida tan grande. Pero la recompensa tardaba y no era otra que el respeto por uno mismo. Mientras tanto, incluso llegué a pesar que ya no la merecía. La cobardía me aconsejó que me quedara completamente quieto. Ahora todo era distinto. Todavía estaba muy lejos, pero ya sentía la agradable caricia de la nueva buena vida. Debía de concentrarme en esa idea y olvidarme de todo lo demás. Volvía a darme cuenta de lo vacía e interesada que era, a veces, la opinión de los demás. Yo debía de ser el único juez de mí mismo. Y, por supuesto, mi propio jefe. Entonces, cuando ese día llegara, miraría por encima del hombro a los que ahora se burlan de mí. Ellos siguen pidiendo trabajo. Aguantando las miserias que les vienen encima como una lluvia torrencial. Conformándose con las migajas que les dan. ¿Qué pasará cuando el que les da trabajo no tenga trabajo? ¿Cuál es el modelo de sociedad hacia el que van nuestros pasos? Los economistas pronosticaron un rebote de la economía tras la crisis del coronavirus, pero lo que nunca imaginaron fue una enorme cantidad de puestos de trabajo desiertos.
Tampoco hablaron nunca de la subida del coste de la vida. Y la realidad es que en España el PIB no ha rebotado como se esperaba. Pero a mí lo que más miedo me daba era la salud mental de la gente. A tenor de la decadencia que flotaba en el ambiente, no era raro que algunos incluso echaran de menos el confinamiento. ¿Qué era lo que tenía ante mis ojos? Una manada de buitres vespertinos. Una miscelánea de basura. De nuevo me habían engañado. Y daba mucho miedo porque la pandemia parecía como una gigantesca sentina que se tragaba toda la basura que llevaba años flotando en el agua. He de reconocer que cortar el cordón umbilical que me unía al pasado juvenil fue muy doloroso. Yo a diferencia de Allen Ginberg, no he visto a los cerebros más brillantes de mi generación destrozarse como contaba en su celebrado poema Aullido. En cambio, sí he visto a gente muy capaz y valiosa, que durante mucho tiempo habían sido trabajadores esenciales para la sociedad y ahoran eran arrojados a la basura para enfrentarse con sus peores demonios, en una trampa perfecta para convertirse en verdugos de sí mismos. No en vano, el desfile de mis amigos era lamentable. Un marasmo de tristezas. Fe de erratas: antes, en otro cuento dije que a un amigo le habían robado el coche. En realidad, nadie se lo robó.
El caso es que nunca recordó dónde lo había aparcado después de una noche de juerga y como habían pasado más de tres meses desde que lo perdió, supuso que lo habían desguazado por piezas los yonquis del barrio ignorado en el que lo dejó aparcado. Yo pienso que lo perdió en Los Pajaritos, el mismo barrio en el que había leído en la prensa que los ajustes de cuentas se realizan en plena calle con catanas o a punta de pistola. Mi amigo estaba volviendo a sus peores años. Y se había obsesionado con conseguir una incapacidad permanente para lo que había denunciado a la Seguridad Social. Yo le expliqué que a sus cuarenta y pocos nunca se la darían. Es más, le dije que era mejor utilizar la técnica salami. Tomar el terreno a base de rodajas. Es decir, cogerse bajas más o menos largas intercaladas en el tiempo. Cobrar el paro u otro tipo de ayudas y algunas veces incluso volver a trabajar. Él se negaba en rotundo. Quería su incapacidad y punto. En realidad, era un hombre con principios. En resumen, su incapacidad para adaptarse a los acelerados cambios del mundo le había llevado a perder su trabajo, su coche y, como no tenía dinero, pronto le quitarían su casa por no poder pagar la hipoteca.
Fuimos a tomar un café. Le presenté a la camarera rubia que me gustaba y él me preguntó si ella sabía que yo era pobre. Pensé replicarle si la que le gustaba a él sabía que era un vago y un caradura pero me contuve. Mi amigo me había decepcionado, yo le atribuí los redaños suficientes para escapar de los viejos problemas. Pero no fue así. Por supuesto que también tuve un momento de dolor y duda y que me vi inclinado a encaminar mis pasos hacia una ayuda económica permanente. Pero hubo un ínterin en el que visité ciertos países comunistas con sistemas totalitarios en los que las condiciones eran tan absurdas que prácticamente no te dejan ni trabajar. Eso me hizo despedirme en mi imaginación del país de jauja en el que todo era gratis. Por lo demás, soy una persona que siempre se ha caracterizado por llevar la contraria, y si todo el mundo quiere una paga, a mí lo que me apetece es montar un negocio. En efecto, ya eran varios amigos los que venían con el argumento de las adicciones como una vía para adquirir una ayuda permanente del Estado. En cierto sentido, comprendía a los miembros de mi generación que se sentían estafados.
Cuesta volver a creer en la humanidad cuando uno tiene que irse de vacaciones de verano en pleno mes de octubre gracias al cambio climático, y encima se encuentra allí una pandilla de jubilados divirtiéndose en enormes apartamentos que disfrutan todo el año. ¿Era esa la fiesta similar al París de Hemingway que nos prometieron? Yo quería un carnaval tropical lleno de una belleza conmovedora hasta romperme la piel a tiras. Una fiesta encima de un mercado flotante al otro lado del mundo. ¿Y qué podía hacer al respecto? Me estaba leyendo toda la información que caía en mis manos sobre Tailandia, pero primero quería ir a los San Fermines. Todos sospechaban que pronto me iba a pirar sin avisar a nadie. En realidad después de dos años en el turno de noche también tenía ganas de fiesta. Y esto no era lo que nos prometieron. Más bien parecía una resaca de una vida entera llena de despropósitos y con un despertar amargo y sin consuelo. Si había que tener depresión yo quería tener una depresión divertida. Me sentía tentado como Bob Dylan. Estaba a punto de quitarme la insignia, símbolo de una suprema responsabilidad, para volver a llamar a las puertas del cielo. Quería volver a ser libre. Me dijeron que, tras la pandemia, vendrían unos tiempos locos como los años veinte del siglo pasado. Muy al contrario, yo lo que observaba era un enorme páramo de mezquindad en todos los sentidos.
A mi alrededor veía el fenómeno -La Gran Dimisión- pues así lo habían bautizado en Estados Unidos. Es decir, una dimisión masiva de los puestos de trabajo. Sobre todo los esenciales, es decir, los más duros. Sin embargo, en España el mercado laboral era muy distinto del americano. De hecho, aquí esa masiva dimisión de los puestos, en muchos casos, ni siquiera era totalmente voluntaria. A un gran grupo sencillamente los habían despedido por estar de baja. En otros casos, se trataba de excedencias, renuncias o simple vagancia. Evidentemente, mucha gente se había acostumbrado a vivir de las ayudas del Estado, rechazaba las ofertas con la idea de que en el futuro podría encontrar un trabajo mejor.
No había nada malo en eso. Solo que todo el mundo no podía tener un trabajo mejor. La segunda ronda de este fenómeno prometía ser brutal. No en vano, en España, un país con un mercado laboral muy particular, la gente de mi generación -que tenía más de cuarenta y cinco años- si no sabía bien lo que hacía, se arriesgaba a quedar para siempre fuera del mercado de trabajo. Ningún experto había predicho de este fenómeno. Supongo que no contaron con el factor humano. O, mejor dicho, con el factor subhumano. En la práctica, quedaba con mis amigos y aquello parecía más bien una terapia de grupo. Habían creado un montón de parásitos: vagos y caraduras sin dinero. Manos lentas a la hora de pagar una cerveza. Les pagaba las cervezas y así ellos podían comprar tabaco. Pero no querían volver a trabajar. Sobre todo después de haber dado tantas ayudas económicas a los trabajadores para mantener las empresas abiertas. Pero no toda la culpa era de ellos.
Las empresas también deberían hacer un esfuerzo para mejorar sus condiciones laborales. Voy a poner un ejemplo real: un amigo al que se le está agotando la tercera ayuda del Estado que solicitó, estaba haciendo un curso para encontrar un nuevo empleo. Está furioso porque le han denegado el salario social al carecer de renta. Tiene cuarenta y tantos años y le hace falta el dinero. En efecto, debe de pagar la hipoteca, la factura de la luz y demás gastos fijos que se requieren para llevar una vida normal. En resumen: no tiene ni para tomar un café. Cada vez que nos vemos me toca pagar la birra a mí. De los veinte alumnos, seleccionaron a tres para trabajar en una empresa de reparto llamada X. Tras realizar las prácticas, los tres rechazaron el trabajo debido al estrés. Uno de ellos era una muchacha de veinte años que vivía con su hijo en un garaje.
¿Qué quiero decir con esto? Pues que si partimos de la base de que ciertos servicios básicos alguien los tiene que hacer y las condiciones de esos trabajos son cada más duras hasta tal punto que en poco tiempo enferman a la gente, dentro de poco nadie querrá hacer esos servicios básicos para la sociedad. El pronóstico es claro: o las empresas y los gobiernos mejoran los salarios y las condiciones de los trabajos más básicos o nos encontraremos, de repente, con un millón de vagos que vivirán de las ayudas del Estado al mismo tiempo que ciertos sectores de la sociedad dejarán de funcionar. Para ver una solución al problema, imaginé un híbrido entre el capitalismo y el comunismo. Algo con lo mejor de ambos sistemas. Un sistema progresivo donde cada uno eligiera, a través de aplicaciones de internet, lo que quiere hacer en cada momento, si trabajar o descansar, si ganar más o ganar menos. Sin embargo, a pesar de que eso ya está pasando es demasiado tarde para mí.
Para nuestra generación, la primera que vivía peor que nuestros padres, en muchos casos ya no había tiempo. Entonces le di un trago a mi cerveza. Poco a poco, sorbo a sorbo, estaba recuperando mi viejo sexto sentido para atraer a la buena suerte. Había que tomar decisiones difíciles antes de que nos comiera la tristeza. Mi corazón estaba de mudanza. Después de analizar todos los pros y los contras había tomado una gran decisión: iba a vender mi casa de Triana por ciento veinte mil euros para mudarme a un loft deslumbrante por la mitad de precio en una zona absurda y alejada de un pueblo dormitorio. La venta de viviendas en España se había disparado un cuarenta por ciento. La diáspora de todos los amigos de la antigua pandilla quedaría completada cuando yo me mudara. Había que combatir el fuego con fuego. En los tiempos que corrían era mejor aislarse. Y el resultado sería que pronto tendría mucho dinero en mi cuenta corriente y sabía perfectamente lo que iba a hacer con él. Primero los San Fermines, luego un fugaz viaje a Tailandia con un amigo, y después, abrir una heladería. Al fin estaba reaccionando. «Debía de haberte dejado hace mucho y ya estaría con mi amigo en México» decía la canción. En mi caso el viaje iba a ser hacia otra dirección, más bien con destino a Oriente, pero la idea era la misma.
Mientras tanto, ajeno a todos mis pensamientos, aquel viejo rockero que demostró no ser un buen amigo y el que seguía sentado en su poltrona era alguien que nunca había sido embrutecido por el trabajo. Ni siquiera había sido embrutecido por el amor. Aquel viejo niño que nunca había madurado me miró con condescendencia y lleno de maldad me preguntó si andaba bien de dinero. Después de meses de caraduras sin dinero, ahora me había tocado uno peor. Uno que quería presumir que podía pagar dos cervezas. Llamó a la camarera y, sin darme tiempo, pagó la cuenta. Aquella funesta invitación fueron las dos cervezas más caras de mi vida. Muy rápido se le habían olvidado las innumerables cervezas que antaño yo le había invitado. Sobre todo porque yo me olvidé de él cuando conocí a la mujer del trópico. Él era una suerte de militante de un extraño movimiento que reivindicaba la independencia masculina. En cierto modo, era misógino y odiaba a los mujeriegos como yo. Hasta tal punto que ahora se andaba con ese aire de falsa generosidad y esos modos llenos de reproches. A buen seguro debido a que sabía que yo estuve muy enamorado de la mujer del trópico. Pero ya no era tan ingenuo como para sobreestimar a los prohombres o los granujas por igual. Más bien al contrario.
No obstante, lo primero que debía de haber hecho antes de verle era haberme desintoxicado del sufrimiento del trabajo en el turno de noche y haberme caracterizado como un escritor. Pensé que él que había leído muchos de mis libros y tanto había conversado conmigo en el pasado, podía soslayar por unos breves instantes los perjuicios y los achaques de mi pertenencia al mundo obrero. Me equivoqué. Nadie te ayudará si tú no te ayudas primero a ti mismo. Hasta el sufrimiento se vuelve vano cuando uno abusa de él. En efecto, alguna gente seguro que, si puede te hará daño. Sobre todo la que está amargada. Tal vez después de estar dos años completos trabajando en el turno de noche y de ver mi aspecto de vagabundo y mis teorías sobre el fin del mundo se borró del guion mi idea del nuevo gran sueño de la humanidad. Me concedió una segunda entrevista por los viejos tiempos. Y la idea era volver a hablar con él con un aspecto atildado y llevando del brazo una hermosa jovencita. Pero eso no se podía explicar con palabras, sino con hechos. Porque, si en cierto modo estaban obsoletas las herramientas intelectuales del pasado y, aunque pareciera que las fuerzas del mal estuvieran echando horas extras para deprimir a la gente desde luego, la felicidad seguía siendo la misma de siempre.
Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.