Los resultados macroeconómicos de la economía española permiten al Gobierno sacar pecho. No es la primera vez que, medido en agregados convencionales —PIB y cifras de empleo—, la economía española presenta mejores resultados que el conjunto de la Unión Europea. Pero, si miramos a los últimos cincuenta años, sacamos una lectura menos deslumbrante: los períodos de fuerte crecimiento han venido seguidos de derrumbes espectaculares. La razón de esta evolución en «dientes de sierra» tiene mucho que ver con los factores que explican los procesos expansivos, con la especialización productiva de la economía española, de su particular inserción en el contexto de la economía global. Cada país tiene una posición diferente, fruto de su historia, de su poder relativo, de las decisiones que han adoptado sus élites. El juego de la economía mundial no es un tablero en el que todo el mundo parte en plano de igualdad y todos compiten contra todos. Se parece más bien a las competiciones deportivas donde los equipos están clasificados en diferentes categorías, donde es difícil ascender y donde algunos tienen recursos para jugar en una categoría superior.

Cuando me refiero a la especialización productiva no quiero decir que toda la economía esté dedicada a unas pocas actividades. Cualquier economía compleja es bastante diversificada. Pero el papel que juega cada elemento es diferente. Por ello, con la mención a la especialización productiva me refiero a que en cada economía podemos encontrar unos sectores que juegan un papel dinámico crucial, que son los que tienen un papel central en la dinámica de crecimiento y en los intercambios exteriores esenciales en una economía globalizada y abierta. El ciclo expansivo del período 1994-2008 estuvo centrado en la inversión inmobiliaria, financiada con el dinero proveniente del resto de Europa. La crisis inmobiliaria acabó con este modelo, y tuvo las dolorosas consecuencias —en términos de empleo, de desigualdades, de crisis habitacional— que todos conocemos, La recuperación de aquella crisis, lenta y reforzada por las políticas de austeridad que impuso Europa (y que la derecha española adoptó con notable entusiasmo) ha tenido en el sector turístico a su elemento principal. Un sector que ya operaba en la expansión de los 2000, pero que ahora adopta características algo diferentes.

¿Por qué resulta inquietante un crecimiento económico ligado al turismo? Aquí me refiero no tanto al impacto de la actividad turística en sí, sino a su peso macroeconómico. Cualquier especialización productiva puede resultar peligrosa si supera un determinado nivel, por el simple hecho de que cualquier factor que afecte a esta actividad puede generar un efecto derrumbe. De hecho, es lo que pasó con la crisis de la construcción; su hundimiento arrastró a otros muchos sectores productivos, y el crecimiento acelerado del desempleo en el sector tuvo también un impacto importante en la demanda agregada. Las mismas empresas lo saben: depender demasiado de un solo cliente y de un solo producto puede ser beneficioso a corto plazo, pero genera graves problemas si se pierde el cliente o el producto queda obsoleto. Ya tuvimos una experiencia al respecto con la COVID: aquí la crisis fue especialmente aguda porque el turismo desapareció de golpe. Puede que la pandemia fuera un caso extremo, o que las posibilidades de que se repita a corto plazo sean bajas. Pero lo importante es reconocer que hay muchos factores que pueden provocar una recesión turística parcial. Basta ver, en este sentido, todos los debates que están emergiendo por la sequía que padece el arco mediterráneo. Además, aunque la caída de una actividad concreta sea menos aguda que con la pandemia, el impacto puede ser relevante. Hay que destacar que, en el caso español, el turismo tiene un papel esencial a la hora de explicar la elevada estacionalidad del empleo.

Conocer el peso exacto de la actividad turística es complicado. Sobre todo porque es una actividad que implica a diferentes grupos de actividades, que se contabilizan por separado. Lo más esencial es el sector de hostelería y restauración (aunque no todo es turístico; también incluye el catering a colectividades, o la mera restauración de proximidad), pero también hay que tener en cuenta a una parte del comercio minorista, los transportes, actividades de ocio, las inmobiliarias… Algo de esta complejidad se percibe cuando se compara el peso que tiene el empleo en hostelería, que en la última Encuesta de Población Activa (EPA) alcanza el 8,1% del empleo total. La propia estimación del Instituto Nacional de Estadística (INE) sitúa la contribución del turismo en el PIB en un 11,6% en 2022, y sin duda habrá sido superior en 2023. Pero esto incluye sólo la aportación directa de la actividad turística, y no da cuenta de su influencia en el conjunto de la actividad económica, su impacto de arrastre. Esta estimación puede realizarse (aunque no sin algunos problemas técnicos) utilizando técnicas de input-output, que permiten detectar el impacto global de la actividad. Una estimación que se realizó en el pasado para el sector de la construcción, mostrando que su impacto para el conjunto de la economía era muy superior al peso directo del sector. La cuestión es sencilla de entender: en el caso del turismo, la actividad directa genera compras en muchos otros sectores (productos industriales, servicios auxiliares, financieros, etc.) que, tal como se computan las cosas, acaban «engordando» el PIB. Por eso hay que pensar que, si en una estimación directa el peso del sector es de un 12%, su impacto global puede ser bastante superior. Y cualquier crisis sectorial tiene un impacto general negativo en el conjunto del país. Que el turismo ha sido crucial en la última fase de crecimiento lo expresa el hecho de que la hostelería y la restauración han sido los factores que más peso han ganado en el empleo total: del 6,8% en 2008 al 8,1% actual (teniendo en cuenta, además, de que este último dato es del primer trimestre de 2024, período de baja actividad del sector). Todo ello, sin embargo, a excepción del empleo en Sanidad y servicios sociales, claramente influenciados por razones demográficas, aunque también hay un sector sanitario de tipo consumista dedicado a la estética, e incluso uno dedicado a la atracción de turismo médico.

Por ello, resulta insensato el empeño de muchos gobernantes en seguir apostando por la expansión del turismo. Se trata, sin duda, de una apuesta que puede acabar tan mal como la burbuja inmobiliaria. No hace falta mucha sensatez para entender que la especialización excesiva supone siempre asumir un riesgo que puede conducir a la ruina.

Beneficios privados/costes sociales

Hace tiempo que conocemos los impactos del turismo. Los «positivos» son, principalmente, que generan mucha actividad, mucho empleo. Los negativos son perceptibles en términos de congestión de espacios públicos, expulsión residencial, degradación del espacio urbano (incluido el comercio), impactos ambientales severos tanto locales (en espacios naturales) como generales (elevado consumo de combustibles)… También que muchos de los empleos laborales que se generan cuentan con salarios de los más bajos, peores condiciones laborales —especialmente horarios—, o mayor inestabilidad laboral.

El balance de ganancias y costes está bastante bien determinado por una enorme cantidad de estudios críticos. No obstante, el tema de los costes suele ser habitualmente ignorado, no sólo por los empresarios del sector, sino también por muchos de los gestores públicos, que han sido abducidos por la bondad del modelo. Una abducción que es compartida por un amplio espectro político. Lo ilustro con un ejemplo local. En 2011, Convergència i Unió ganó las elecciones en Barcelona. Cuando tomaron el control de mi distrito de residencia, un distrito de clase obrera construido en el desarrollismo franquista, su propuesta estrella fue promover el turismo (invirtieron en remozar dos edificios con aires «monumentales» y en una promoción periodística en la revista que repartía Vueling a sus usuarios). En 2019, el PSC volvió a retomar el control del distrito (tras un mandato en manos de los Comuns); en la primera reunión que tuvimos con el nuevo concejal, nos dijo abiertamente que lo que necesitaba el distrito es que viniera más gente, y ahora que su partido gobierna el conjunto de la ciudad han iniciado una nueva serie de inversiones orientadas a promover el turismo. En esta confluencia de puntos de vista en la promoción del turismo puede percibirse un convencimiento de que se trata de una necesidad para obtener recursos que no pueden aportar otras actividades. También son perceptibles las presiones de los poderosos lobbies turísticos, bien organizados y con relaciones clave en la mayoría de los partidos.

Si bien los impactos negativos del turismo están bien detectados, y son visibles en muchos lugares (con notables afectaciones a la vida cotidiana de la población local), hay dos cuestiones que merecen ser subrayadas, y que tienen que ver con los impactos distributivos de la actividad. Habitualmente, se considera un sector con bajo valor añadido y bajos salarios, sin más. Lo primero es discutible, porque se trata de una actividad que genera muchas rentas que se contabilizan en otra parte. Hay una relación íntima entre la actividad turística y la especulación inmobiliaria en sus diversas variantes. En la época del boom inmobiliario era evidente esta conexión en todos los procesos de recalificación urbanística orientados a promover urbanizaciones. Este fue el campo donde se produjo más claramente el estallido de la burbuja, y dejó un resto de urbanizaciones fallidas y espacios destruidos.

En el crecimiento turístico reciente, la especulación se ha trasladado al modelo urbano, con la construcción de hoteles, residencias de estudiantes, pisos turísticos… que explican una buena parte de la crisis de alquileres patente en ciudades como Barcelona, Madrid, Málaga o Palma de Mallorca. Detrás de estas inversiones están casi siempre familias adineradas (muchas de ellas han acumulado fortunas con la venta de sus antiguas empresas industriales) que gestionan sus capitales a través de empresas especializadas. Las socimis (sociedades anónimas cotizadas de inversión inmobiliaria), por ejemplo, tienen un importante campo de actividad en la propiedad hotelera, y alquilan a empresas especializadas en la gestión de hoteles. Hay una enorme presión rentista sobre el sector, que acaba afectando a muchos mercados locales de vivienda. Y que explica la paradoja de que en determinadas zonas turísticas (como Ibiza o la Vall d’Aran) los primeros afectados por la falta de vivienda o alojamiento sean los propios trabajadores del sector (o los empleados en otros sectores esenciales).

Tampoco los bajos salarios del sector se explican sólo por sus condiciones. Ni porque sean «poco cualificados». De hecho, son trabajos de cuidados desarrollados en un ámbito mercantil, y que en bastantes casos requieren aptitudes especiales. Es fácil apreciar el servicio de una buena cocina, o la atención en muchos bares que implica una interesante interacción social. De igual forma, es habitual constatar que los niveles de limpieza y arreglo de muchas habitaciones de hotel exigen una profesionalidad superior a la que tenemos en nuestros hogares. Lo que explica los bajos salarios no son por el trabajo en sí, sino por el contexto en el que se producen. Cuando el turismo era sólo un bien de lujo, muchos de los oficios del sector estaban en la gama de buenos empleos (mi abuelo, que era un simple maletero en la estación de Francia, obtenía unos buenos ingresos de las propinas de clientes adinerados, ingresos que le permitían mantener una familia con seis hijos). No hay nada que ejemplifique la importancia de la organización social como la evidencia de la degradación de condiciones laborales en la hostelería cuando se ha generalizado la subcontratación de tareas, especialmente de camareras de hotel (el género siempre juega), hacia empresas de servicios que imponen condiciones de precariedad mayores. La presión del rentismo, la obsesión por ampliar el mercado y los propios intereses de los empresarios del sector explican las condiciones laborales degradas. Y no, por tanto, la calidad del trabajo per se.

El difícil decrecimiento turístico

Hay razones de peso —ecológicas, urbanísticas, macroeconómicas, sociales— que exigen un decrecimiento turístico. Pero existen diversos problemas que hacen difícil esta evolución. En primer lugar, las propias presiones del sector y su éxito en imponer su agenda a la mayoría de las fuerzas políticas. Gran parte de las campañas devastadoras de medialawfare que han padecido algunos ayuntamientos «del cambio» (Barcelona, Valencia, Madrid) han partido de este sector. En segundo lugar, porque en países como España (o incluso a nivel más local, en ciudades como Barcelona) no se percibe a corto plazo ninguna actividad que pueda generar un nivel de ingresos parecido que permita equilibrar la financiación local. Hay una trampa de la trayectoria de la que es difícil escapar.

Hasta ahora, había una cierta confianza en que un alza de costes en los transportes o la hostelería frenaría el crecimiento. Pero, tras la pandemia, los precios que afectan al sector han crecido sustancialmente y han coincidido con años de esplendor del negocio. Quizás lo que no se tiene en cuenta es que, simplemente, el gasto turístico desplaza otros gastos en la cesta de la compra de una parte de los consumidores. O que la desigual distribución de la renta imperante a nivel global hace que una parte de la población tenga renta suficiente para absorber este aumento de costes. O que cambie sus hábitos de viaje en función de los costes (por ejemplo, sustituyendo hoteles por apartamentos, reduciendo el número de días de estancia, variando las fechas de viaje, o los horarios de transporte para obtener tarifas más baratas). No obstante, sí parece claro que un incremento de los costes, generado por un encarecimiento sustancial del transporte, volverían a convertir el turismo en un consumo elitista.

Existe, además, una cuestión de fondo importante: la enorme consideración social que tienen las actividades turísticas entre la mayoría de la población. Uno puede considerar que se trata de una mera manipulación consumista, una mera alienación. O que, por el contrario, la generalización del turismo forma parte de una demanda democrática, igualitaria, para alcanzar «derechos» de los que siempre han gozado las élites. Como en otros muchos otros casos, seguramente intervienen diferentes factores. Es cierto que las campañas consumistas generan pulsiones de imitación del peor consumo posicional, el que por ejemplo puede operar en la creciente demanda de cruceros, en la reducción de las visitas a lugares emblemáticos a hacerse un selfi, o la concentración de visitantes en algunos lugares emblemáticos (visitar el Louvre o el Prado y ver donde se concentra el personal es indicativo de esto). Pero también es cierto que, en la actividad turística, hay bastante de curiosidad, de reconocimiento del espacio, de contacto con el entorno natural. Incluso, a menudo, de establecer relaciones personales en entornos menos cosificados que los habituales. La mayoría de las personas consideran altamente placenteras sus actividades turísticas, y esto condiciona el impacto social de todos los discursos sobre el decrecimiento turístico.

El problema principal del turismo es, precisamente, su expansión cuantitativa. Se advierte especialmente en espacios naturales concretos, donde la proliferación de visitantes genera un impacto insoportable. O en centros urbanos, donde la aglomeración hace imposible la vida cotidiana de los residentes. La cuestión es cómo organizar un decrecimiento en estos ámbitos. Hay diferentes posibilidades. Una es la de los precios: encareciendo el coste (aunque el encarecimiento debe ser sustancial) se puede reducir la demanda. Ello supone, en presencia de desigualdades de renta y riqueza, que el turismo vuelva a ser un consumo de ricos. Se reducirían los impactos de la masificación a cambio de reforzar desigualdades. Otra posibilidad, que ya se aplica en determinados espacios, es el racionamiento del acceso. Puede ser una opción más igualitaria, siempre que no se acabe traduciendo a alguna forma de restricción monetaria (como la que ocurre cuando un agente consigue copar los permisos de acceso y generar un mercado de reventa). En este caso, hay que diseñar bien las formas de racionar los accesos para evitar iniquidades. Finalmente, una tercera vía —en la que ya están pensando sectores críticos del turismo— es repensar las formas de organizarlo, intervenir en las pautas de comportamiento social, promover formas de ocio menos depredadoras.

En todo caso, el turismo tiene un efecto expansivo parecido al cáncer. Sus efectos son especialmente sensibles en espacios limitados, como han puesto de manifiesto los miles de manifestantes canarios. Pero su necesario decrecimiento no puede plantearse sin transformaciones profundas en las formas de producción y consumo. Empezando por la neutralización de las élites rentistas, que son los grandes beneficiarios del negocio.


*Fuente: https://mientrastanto.org/234/notas/el-peligroso-exito-del-turismo/

Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.

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