[Viene del Capítulo V – El paladar de La Habana] Cuando aquella mujer llamada Milena abrió la puerta de su casa, se encontró con una visita que no esperaba. Todo se debía a que sus variados encantos se exhibían en unas eróticas escenas de la página web de La Corporación. Su perfil era mucho más sencillo que los demás, simplemente aparecía ingenuamente vestida de colegiala. En su atractivo encanto, se podía encontrar una extraña mezcla entre inocencia y experiencia. De hecho, proclamaba de forma irresistible su deseo de ser acariciada con un plumero que portaba en una de sus manos. También es verdad que, en la otra, llevaba una fusta, un instrumento que sugería el contraste y animaba a castigar aquella joven y tersa piel morena que durante largas tardes tropicales había sido bruñida por el sol. Pero la chica, además, se jactaba de que a ella no le asustaban las emociones fuertes y desafiaba a ensanchar las fronteras sexuales de un hombre completamente excitado. Con todo, la muchacha ignoraba el riesgo que corría cuando, de una manera inconsciente, se prestaba a aquel morboso papel de chica mala que buscaba unos buenos azotes. De hecho, por muchos excesos de los que hubiera salido indemne en el pasado, e incluso aunque en algunos de los cuales pudiera decirse que la experiencia hubiera sido de su agrado, esta vez era diferente, aquel anuncio en el que ofrecía impúdicamente sus servicios la había incluido en un juego mucho peor de lo que ella imaginaba.

Es cierto que, en un sistema lleno de lobos solitarios, ninguna mujer estaba exenta de sufrir un ataque, independientemente de su moralidad o de su ocupación. Incluso puede que no todas las que llevaran una mala vida tuvieran tan mala suerte. Pero ser una chica de compañía la hacía formar parte de un colectivo especialmente en riesgo, ya que el maltrato de género aumentaba de forma considerable entre las personas que se encontraban en los ambientes más depravados y eran más vulnerables por su condición de mujeres.

Además, el maltrato psicológico y las innumerables vejaciones a las que se veían sometidas en su vida diaria producían un deterioro súbito y programado de la autoestima, y la mezcla de emociones fuertes —amor, odio, rechazo, miedo— perfilaban un tipo de víctima que caminaba por la vida sumida en una enorme fragilidad dentro de una máscara de falsa fortaleza e indiferencia. Esa era la fórmula perfecta para que a veces fuera la propia víctima la que, de forma histriónica, buscara los perfiles de clientes más peligrosos y las situaciones más arriesgadas.

Por lo demás, resultaba particularmente doloroso que ella fuese la única que no se había enterado de que se suspendía aquel grotesco asunto que la había traído de su granja natal a la ciudad, pues de ser así se hubiera marchado de La Habana y solo sería un recuerdo que figuraba en una página web y, sobre todo, en la mente de algunos libidinosos clientes.

Aquella tarde continuaba viviendo en el piso que le había proporcionado la Globalización, y de esa manera fue como aquel malvado cliente de última hora encontró su dirección y se dirigió camino de practicar sus peores obsesiones. Para agravar todavía más aquella atrocidad, Milena era una chica menor de edad que se disfrazaba de mujer bajo un cuerpo escultural y cuyo seudónimo era como ya habréis adivinado todos: «El Tacto de La Habana».

Envuelto en una capa y con su casco de tecnología global, látigo eléctrico en mano, el intruso tenía una estampa aterradora. Se trataba de Lawrence de Marte. En otras palabras, cuando abrió la puerta de su casa, Milena enseguida supo que había llegado la hora de su muerte. No en balde, tras atisbar unos instantes aquella mirada, se quedó petrificada. Lo comprendió de repente, el aura tétrica de aquel hombre no era normal, a todas luces, se trataba de un heraldo de la muerte. Con la mayor calma, la amarró a su propia cama. La azotó y la violó sin que ella pudiera ofrecer la menor resistencia.

Luego calentó cera en unas velas y la derramó por todo su cuerpo, desde sus pechos, pasando por su vientre hasta la planta de sus pies. Quería disfrutar del espectáculo que producían aquellos ríos ardientes sobre la suave piel de aquella joven. Sus gritos eran aterradores y, al mismo tiempo, atronadores. El torturador, en cambio, estaba siendo feliz con todo aquel sufrimiento. Sin duda, para él era una tortura muy excitante.

Más tarde, el asesino entró en la última fase de su crimen. Mientras sus manos se estrechaban sobre su delicado cuello, mientras escuchaba las agónicas súplicas de la víctima a la que se le escapaba la vida, ese asesino cruel se regocijaba de sus logros de bestia y, en lugar de apiadarse de sus sufrimientos, aquello echaba más leña al fuego y encendía sus peores instintos. Por supuesto, esa clase de abuso era también una cuestión de poder, y como en toda situación de abuso de poder, de nada servía pedir clemencia porque lo único que se conseguía era excitar más al asesino. Pero lo más horroroso de toda aquella violencia sangrienta era su íntima puerilidad.

Tanto es así que parecía una especie de regresión, una vuelta a la infancia, como si el psicópata entrara en una suerte de trance. Estaba claro que toda esa crueldad tenía origen en las primeras experiencias de la vida. Por lo tanto, para prevenirla en cierta medida, un factor importante era la educación. Aunque a veces no bastaba, era la única manera de minimizar esos casos. Pero se trataba de la educación de toda la sociedad, desde los barrios marginales hasta los propios jueces. Además, la psicología —en especial, conceptos como la escala de los psicópatas— debería formar parte de la preparación de estos últimos profesionales, para detectar aquellos casos en los que es imposible la reincorporación de esos individuos a la vida social y, por lo tanto, en esos casos excepcionales, privarlos de la posibilidad de que vuelvan a causar daño, recluyéndolos de por vida.

Naturalmente, había venido para matar, o lo que es lo mismo, el resultado de sus acciones apuntaba a una tragedia. Por eso, después de haberla torturado cruelmente, en aquel preciso momento la estaba estrangulando con sus propias manos. Se sentía inconscientemente como un niño, el niño amoral que jugaba lejos de casa con sus placeres oscuros. Y ese instinto asesino era su manera de buscar una identidad en el mundo, de buscar el reconocimiento del mundo, y de hacerlo convirtiéndose en un puro instrumento del mal. En cierta medida, en cada uno de aquellos crímenes buscaba romper un tabú de infancia para el que la pobre Milena era simplemente un escenario. Y lo que más le hacía disfrutar era, sin duda, que la víctima sintiera que su vida, en su delirio infantil, era simplemente el desenlace mortal y terrible de un funesto juego.

Cuando finalmente el cadáver yacía inerme entre sus manos, Lawrence de Marte se quitó el casco espacial. Para hacer honor a la verdad y que cualquier alegato contra la violencia machista que incluya esta historia no fuera demasiado ingenuo, tengo que reconocer que el maltrato crea monstruos y que, por supuesto, el mal no es un monopolio de los hombres: hay mujeres malas, incluso hay mujeres muy malas que cuando se alinean al otro lado del poder son perversamente machistas.

Por si todavía cabía alguna duda, diré que, en efecto, Lawrence de Marte había sufrido maltrato de género en su infancia. Es más, cuando Lawrence de Marte se quitó el casco, se dirigió a un espejo: llevaba una vida luchando contra el oprobio que se le vendría encima si alguien conocía su verdadera identidad. Necesitaba mirarse a la cara y, a modo de confesión, reconocerse a sí misma su más profundo secreto: Lawrence de Marte, un asesino en serie de prostitutas era una mujer.

Entretanto, después de la explosión en el puerto espacial de La Habana, ya ni siquiera había naves de transporte sobre los cielos de Cuba. No obstante, en el Capitolio Nacional de La Habana todavía quedaba una nave: la lanzadera presidencial. Y aún funcionaban multitud de aparatos tecnológicos que controlaban el espacio aéreo y todas las zonas terrestres de la isla, por eso una de las primeras cosas que aconsejó Fray Andrómeda antes de la batalla fue instalar antenas de rayos C en vehículos móviles. Esas antenas distorsionaban todos los sistemas de detección del régimen de los Castro, además de crear una capa de invisibilidad electrónica sobre los avanzados sistemas de los cruceros globales. La idea no estaba desprovista de sentido. Toda la información que pudieran recabar esos aparatos sería una ventaja inestimable que obtendrían los invasores en la inminente batalla y en su objetivo primero de establecer una cabeza de playa. Además, al principio, probablemente los enemigos atribuirían aquellos problemas a fallos técnicos y solo después, cuando ya fuera demasiado tarde, serían conscientes de que su origen estaba en un ingenioso truco rebelde.

Por otro lado, el régimen de los Castro ordenó que se fusilaran primero a todos los presos políticos y luego a todos los presos en general. Dejaron que se pudrieran los cadáveres en las cunetas. A continuación, cortó el suministro de combustible para impedir que los rebeldes tuvieran acceso a los vehículos a motor. Los celebérrimos vehículos taxi de los años cincuenta dejaron de funcionar. Tampoco funcionaban los aerotaxis. Solo tenían gasolina los vehículos del régimen. Cuba estaba cambiando en muchos aspectos. Menos mal que, anticipándose a esa jugada, desde el principio del levantamiento revolucionario, los rebeldes, deliberadamente —ya que luchaban desde el más profundo vergel de la isla de Cuba—, habían optado por instrumentos rudimentarios y por moverse a caballo o incluso a pie. Con todo, el problema de la logística comenzaba a vislumbrarse en el horizonte. Las batallas necesitaban suministros y las tropas, provisiones; si sus pequeñas correrías hasta el momento habían tenido éxito, ahora la dimensión de la guerra estaba cambiando y eso conllevaba un esfuerzo de organización y administración de las fuerzas. Por fortuna, miembros del ejército de Castro se habían cambiado de bando y gracias a sus avezados consejos se estaba trabajando en mejorar la movilidad militar del ejército rebelde.

Entretanto, había multitud de circunstancias que se escapaban a su propio control, es decir, a pesar de que los rebeldes solo se hicieron fuertes en la provincia de Oriente, el ambiente revolucionario se extendió por otras zonas de la isla. Esto llevó consigo unos cuantiosos daños colaterales. El desorden animaba a la comisión de delitos y al puro pillaje. En muchos lugares, los hoteles y las tiendas estaban siendo asaltados. En realidad, se trataba de delincuentes comunes que el propio Cortés perseguía y castigaba cuando los encontraba en su camino y tenía conocimiento de sus barbaridades. La suya era una revolución por las ideas. Querían que Cuba volviera a ser libre, y no que se convirtiera en una tierra salvaje objeto de toda suerte de aberraciones y de barbaridades. De ningún modo las grandes regiones del mundo podían permitir que lo que estaba sucediendo en aquel lugar condenado al ostracismo se supiera, y mucho menos que se extendiera. Se imponía un modelo de mundo civilizado homogéneo. En realidad, cambiar todos los errores que habían impuesto los dictadores iba ser un trabajo arduo. De hecho, la única manera de acabar con el bloqueo era cambiar la política de la Globalización, en otras palabras, derrocar la dictadura del señor Wagner. Mientras tanto, Cortés les decía que nunca llovía a gusto de todos y que lo  importante era dar un primer paso y destruir el régimen de Castro. Solo una cosa era cierta, se consideraban luchadores por el progreso y no una turba compuesta por vulgares delincuentes ávidos de practicar el latrocinio y los delitos comunes en las propiedades ajenas.

En ese momento, Cortés se montó en su caza global. Iba a dar comienzo la batalla y nunca se había sentido igual. Rick tenía un alma grande. Un alma cuyo rostro expresaba la experiencia de toda una vida. Ya su mente no era una tábula rasa, llevaba su ideología escrita en su cara. En ese momento, tomó los prismáticos de alta tecnología y escuchó a los pasados piratas del Caribe dándole consejos sobre el plan a seguir. A continuación, se colocó el casco que le había regalado Fray Andrómeda y despegó cuando su caza se hizo completamente invisible.

Más tarde, por fin, en la Bahía de Cochinos, en concreto en la playa Girón, la batalla había dado comienzo y los cañones láser que fueron instalados en las colinas adyacentes abrieron fuego sobre las columnas de robots blindados. El plan urdido por los rebeldes comenzó a dar resultado desde sus primeros momentos y las filas del ejército invasor se vieron rápidamente adelgazadas por las bajas.

—¡Fuego! —ordenó el capitán Orellana.

La verdad es que eran miles los soldados rebeldes que, bien armados con su robada tecnología moderna, acompañaban en el ataque llevado a cabo desde las posiciones de artillería. La altura era una ventaja formidable, y de no ser silenciada rápidamente, iba dar un empuje muy importante en la lucha entre las dos fuerzas en liza. Entretanto, los soldados del coronel Montoya, desorientados, comenzaron a devolver el fuego, aunque hubo muchos que se dieron a la fuga, pues ante la sorpresa del fortísimo ataque entre las tropas invasoras rápidamente cundió el pánico. Los vehículos de transporte volaban por los aires. Uno de los primeros humanos en caer fue el propio coronel Montoya.

—¡Apuntad a los robots blindados! —gritó el capitán Orellana.

Además, para que la trampa surtiera mayor efecto, el monje Fray Andrómeda emitió un pequeño pulso electromagnético que desorientó primero e inmovilizó después a las fuerzas robóticas del ausente Lawrence de Marte.

—¡Adelante, ahora es el momento para que ataque la caballería por los flancos! —gritó Stranger Cat.

—¡Que no escapen! ¡Vosotros apuntad a los hombres de Montoya! —gritó el capitán Orellana.

El por qué los invasores fueron tan cobardes y los revolucionarios tan valientes tiene una sencilla explicación: a cada uno le duele lo suyo y en el combate pesó mucho la rabia con la que combatieron los rebeldes cubanos. No en balde, el régimen de los Castro, durante generaciones, los había hecho sentir que eran menos, y ellos entendían aquellas luchas, además de la única manera viable de alcanzar la democracia, como una oportunidad para reivindicarse y dejar atrás décadas de menosprecio.

Por otra parte, las tropas globales y las del régimen de los Castro que les daban apoyo, se vieron rápidamente desbordadas ante la falta de líderes. El resultado fue una enorme derrota para las tropas invasoras. En pocas horas, quedaron aniquiladas y las pilas de muertos se extendieron en la playa de Bahía de Cochinos. La batalla aérea tampoco produjo un resultado distinto porque Cortés con su caza global —que volaba de forma invisible gracias al regalo del monje extraterrestre—

enseguida derribó las naves de combate que volaban tierra adentro con intención de bombardear el refugio rebelde. Cuando terminaron las hostilidades, se hizo el recuento de bajas y se reunieron los prisioneros. El campamento rebelde era un hervidero. Algunos de ellos, que ostentaban mandos intermedios, eran muy valiosos porque podían ser interrogados. Tanto es así que, más tarde, en un lugar discreto y retirado —una tienda de campaña en la retaguardia—, comenzaron a formularse las primeras preguntas.

—Ha sido una derrota sin precedentes. ¿Cuál es el oficial de mayor graduación que ha sobrevivido? —preguntó el capitán Orellana.

—El capitán Díaz —respondió Stranger Cat.

—Tráelo, tenemos que interrogarlo —ordenó el capitán Orellana.

—Esto es muy raro. Esos robots blindados proceden de la Globalización. ¿Cómo habrán llegado hasta aquí? ¿Por qué las fuerzas de la Globalización se estarán mezclando en nuestra nimia revolución? —preguntó Stranger Cat.

—El prisionero tiene que saberlo —añadió un soldado rebelde.

—¿Quién ordenó la invasión? —preguntó el capitán Orellana mientras lo amenazaba con un machete.

—El señor Wagner —respondió el capitán Díaz.

—¿Estás seguro? —insistió el capitán Orellana.

—Sí —respondió el capitán Díaz.

—Juntamos contra nosotros a los tiranos de ambos mundos, que son enemigos. Eso significa que somos muy peligrosos. Nunca habría pensado que la Globalización, de manera secreta, se prestara a colaborar con el régimen de los Castro. ¿Quién comandaba el ataque? —preguntó Stranger Cat.

—El coronel Montoya y Lawrence de Marte —replicó el capitán Díaz.

—¿Dónde están? —preguntó el capitán Orellana.

—El coronel Montoya ha muerto y Lawrence de Marte se fue volando a La Habana antes de que comenzara el ataque —respondió el capitán Díaz.

—Y ahora di la verdad, ¿dónde está el tesoro? Sabemos que uno de los altos cargos del régimen encontró un tesoro que nosotros hace mucho que andamos buscando. Un tesoro que se encontraba en un galeón español que fue construido en un astillero de La Habana —dijo el capitán Orellana.

—¿Quién tiene el tesoro? —insistió Stranger Cat.

—Yo no sé nada —añadió el capitán Díaz.

—¿Estás seguro? —le preguntó el capitán Orellana mientras sacaba un machete de su cinturón.

—Lo tiene el coronel Sotolongo —contestó el capitán Díaz.

—¿Dónde lo guarda? —preguntó el capitán Orellana acercando el machete a su cuello.

—¡No lo sé! —gritó el capitán Díaz.

—Déjalo, parece que dice la verdad —dijo Stranger Cat.

—Ese tesoro aquí no vale para nada y el coronel Sotolongo lo sabe. Estoy seguro de que estará preparando una nave de carga para sacarlo de la isla —añadió el capitán Orellana.

—Tienes razón. Si queremos encontrar el tesoro tenemos que encontrar la nave de carga en la que piensa llevárselo el coronel Sotolongo —dijo Stranger Cat.

—Ya apenas quedan naves en la isla. Casi resulta más fácil seguir la pista de las pocas naves que quedan en la isla. Yo diría que solo veo, a veces, lanzaderas globales —replicó el capitán Orellana

—Tendremos que mirar en La Habana —dijo Stranger Cat.

—Tienes razón —admitió el capitán Orellana.

—No podemos fallar. Hay que robar el tesoro antes de que termine la revolución. Por lo menos, nosotros tenemos una nave. La nave de carga Costaguana nos servirá para cargar el tesoro, solo nos queda inventar una manera de superar el bloqueo —añadió el capitán Orellana.

—Primero tenemos que capturar al coronel Sotolongo —anunció Stranger Cat.

—Eso no va a ser nada fácil, pero lo haremos. La recompensa es muy alta —respondió el capitán Orellana.

Más tarde, mientras tomaban una cerveza Cristal, ambos rebeldes se imaginaron por un momento a la cabeza de un ejército que estuviera a las puertas de La Habana. ¿Qué pasaría entonces? A buen seguro, todos los altos cargos del régimen intentarían huir llevando consigo todo lo que de valor pudieran encontrar. De llegar ese caso, necesitarían lanzaderas globales que tenían los códigos para cruzar el bloqueo. Llegar a un acuerdo con el señor Wagner sería su última esperanza. Ya se vislumbraba en el horizonte la idea de huir con vida de aquella revolución en la que la victoria se estaba convirtiendo día a día en una clara posibilidad.

—No hemos capturado a Lawrence de Marte —dijo el capitán Orellana.

—Pero ha sido una victoria estratégica. Me refiero a que hemos impedido la invasión de la isla —respondió Stranger Cat.

—De no ser así, esas tropas hubieran destruido el refugio rebelde —añadió el capitán Orellana.

—Avisa por radio a Cortés de nuestra victoria y de que Lawrence de Marte anda suelto por la isla —ordenó el capitán Orellana.

—Ese hombre es un verdadero problema. Hay que atraparlo antes de que él nos atrape a nosotros —añadió Stranger Cat.

—Tienes razón —lo secundó el capitán Orellana.

—Hay algo que no entiendo —añadió Stranger Cat.

—¿Qué? —preguntó el capitán Orellana.

—Lo del oro —respondió Stranger Cat.

—¿Puedes explicarte mejor? —preguntó el capitán Orellana.

—Sí. Ese oro proviene de un galeón español, ¿no es verdad? —respondió Stranger Cat.

—Sí —respondió el capitán Orellana.

—Todo parece indicar que el coronel Sotolongo se ha adelantado y ha encontrado el tesoro  del pecio y lo ha traído a La Habana. Entonces significa que hay muchos nuevos piratas de la Globalización que lo están buscando, ¿no es cierto? —preguntó Stranger Cat.

—Así es —replicó el capitán Orellana.

—Mi pregunta es la siguiente: si en la Globalización se ha prohibido el pasado, ¿cómo esos nuevos piratas saben de la existencia del antiguo galeón español y de su tesoro? —preguntó Stranger Cat.

—Es una buena pregunta. Y mi opinión es que, aunque se haya prohibido el pasado, siempre quedará gente que se interese por él, sobre todo cuando hay partes de la historia que implican una relación con el poder y el dinero —replicó el capitán Orellana.

—¿Y desde cuando esos piratas están buscando el oro? —preguntó Stranger Cat.

—No hay una línea precisa que determine el olvido. Las autoridades de la Globalización han dictado una sentencia que prohíbe los libros en papel. Es una legislación que afecta sobre todo a las nuevas generaciones, a los críos más jóvenes que están todo el día conectados a Internet y a su realidad disminuida o aumentada. Sin embargo, esa línea no garantiza el olvido inmediato. De hecho, las personas que han leído esos libros y conocen la historia antes de esa sentencia la seguirán conociendo el resto de sus días. Esa es la razón por la que están investigando a todos los que los historiadores, por si intentan aplicar el conocimiento que saben. En otras palabras, por si son contrabandistas o no —contestó el capitán Orellana.

—Ahora lo entiendo —concluyó Stranger Cat.

A lo lejos, se escuchó una explosión. Después de un gran combate, Fray Andrómeda había conseguido destruir al robot G-211. El malvado robot, como si fuera un gólem de los tiempos modernos, había sido enviado a destruir el campamento rebelde. Menos mal que fue desviado de su objetivo por el monje. Ambos se habían detectado mutuamente y el androide alienígena consiguió arrastrarlo mar adentro —gracias a su tecnología superior—, donde finalmente lo destruyó dañando

su batería central. Ese era otro aspecto de la batalla pendiente de dilucidar que se había inclinado por el lado rebelde: juntar el fuego con la pólvora. De alguna manera, los deseos de los revolucionarios de ganar alguna batalla convencional habían dado su fruto. Más de tres mil prisioneros daban buena cuenta de la dimensión de la victoria.

—¿Dónde está Cortés? —preguntó el capitán Orellana.

—Acaba de aterrizar —respondió Stranger Cat.

—La batalla ha sido un éxito, pero no encontramos a Lawrence de Marte —anunció el capitán Orellana.

—Bueno, podríamos haber sufrido muchas bajas, sobre todo si hubieran usado aquellos cañones de riel que traían en sus vehículos de tierra —añadió Rick.

—Menos mal que los destruisteis tú desde el aire —replicó el capitán Orellana.

—Las armas láser son mucho más caballerosas y civilizadas —aseveró Fray Andrómeda, que acaba de llegar de su combate con el robot G-211.

—Sí, es cierto, por eso las usan los detectives del futuro. Esas armas pueden ser reguladas y permiten desde destruir un robot blindado hasta producir un rayo no letal —añadió Rick.

—Sí, entiendo sus objeciones, pero la verdad es que todas las armas que tienen los soldados globales y sus robots matan igual que las armas láser —contestó el capitán Orellana.

—Si habláis de armas, las mejores son las bombas termobáricas. Esas acaban sin consideraciones con todos los enemigos —añadió Stranger Cat.

—¿A quién habéis dejado al cargo del refugio rebelde? —preguntó el capitán Orellana.

—Rick confió ese honor al Tortuga —replicó Stranger Cat.

—Pues no estaba nada contento. Por lo visto, quería participar en la batalla y demostrar que sabe dirigir un ejército —añadió Rick.

—Ya. Pero tenemos que actuar todos en equipo y colaborar si queremos ganar esta revolución

—replicó Fray Andrómeda.

—Tienes razón —lo secundó Rick.

Mientras tanto, en el Capitolio Nacional de La Habana, los altos cargos del régimen efectuaban una reunión extraordinaria para analizar los resultados de la batalla y determinar las siguientes medidas a seguir. El nerviosismo cundía entre los altos cargos. La revolución estaba tomando cuerpo y cada vez era más clara la posibilidad de una derrota y la probable caída del régimen con todas sus consecuencias.

—Nuestras tropas no esperaban contar con tanta resistencia. Todo estaba mal planeado y además se han confiado. Por si fuera poco, ni siquiera han estudiado los antecedentes históricos. Creo, caballeros, que hemos repetido algunos errores del pasado. Ahora es tarde para lamentarse.

No obstante, la situación comienza a ser muy preocupante para nosotros —dijo Arturo Castro.

—Era una trampa —dijo el presidente.

—¿Cómo ha podido pasar? —preguntó de nuevo Arturo Castro.

—Por si todo esto fuese poco, creemos que los rebeldes cuentan con ayuda alienígena. Es más, han cortado las comunicaciones entre nosotros y los cruceros globales —respondió el coronel Sotolongo.

—¿Tienen un informe detallado? ¿Cuáles son las fuerzas rebeldes? —preguntó el presidente.

—Nuestros espías nos han informado del elenco de jefes que comanda las fuerzas rebeldes, cuentan con tres divisiones: La división Loewe, comandada por el propio Cortés, la división Joyeros Tous, liderada por el Tortuga, y la división Festina Lotus, dirigida por el capitán Orellana —replicó el coronel Sotolongo.

—Un momento… ¿de qué me suenan esos nombres? ¿Por qué tienen sus divisiones esos nombres tan extraños? —preguntó el presidente.

—Son marcas de lujo españolas. Les habrá prometido que esas marcas apoyan la revolución. Han negado el apoyo de la Globalización a la dinastía de los Castro e incluso han negado el incidente de Bahía de Cochinos. ―dijo el diputado Juan de la Cosa.

―¿Es eso cierto? Todo esto suena a broma, parece algo propio de las fake news. Ese hombre ha traído la fake news a la isla —replicó presidente.

—Yo también estoy desconcertado. Eso es algo de mal gusto —admitió el coronel Sotolongo.

—Estamos en el Caribe. Esto es Cuba. Es como un virus. Hemos subestimado el poder de las marcas, su entrada en Cuba y la inteligente manipulación de ellas que ha hecho Cortés las han revelado como una verdadera epidemia —añadió Arturo Castro.

—La gente ha visto que el comunismo no funciona y Cortés los está motivando con promesas de una vida mejor, y de ahí lo de las marcas de lujo —añadió el presidente.

—O acabamos de una vez por todas con esta maldita revuelta o vamos a terminar colgados de las ventanas del Capitolio Nacional de La Habana —replicó el coronel Sotolongo.

—En ese caso, tendríamos que abandonar la isla. ¿Tienen pensado un protocolo en el remoto caso de que tengamos que abandonar la isla? —preguntó Arturo Castro.

—Tendríamos que pactar nuestra salida con el señor Wagner. Es posible que podamos llegar a un trato. En ese caso, nos mandaría alguna lanzadera que nos llevara a los cruceros globales y luego, otra nave para salir del bloqueo —contestó el coronel Sotolongo.

—Tenemos un archivo para negociar con él —añadió Arturo Castro.

—Esperemos que no haya que llegar hasta ese extremo —dijo el coronel Sotolongo.

—Es cierto —admitió Arturo Castro.

—Sí, ese archivo puede salvarnos la vida. Después de la prohibición del pasado que se ha producido en la Globalización y sobre todo después de su golpe de Estado, si se supiera todo lo que contiene, podría tener terribles consecuencias para el futuro de su Gobierno —coincidió el presidente.

—Ahora lo importante es que no pierda la confianza en nuestros métodos —replicó el coronel Sotolongo.

—¿Y Lawrence de Marte? —preguntó Arturo Castro.

—Nuestros espías no lo han contado entre los prisioneros. Una cosa es segura, el coronel Montoya ha caído en la batalla —respondió el coronel Sotolongo.

—¿Y cuál es la situación actual de la guerra? —preguntó Arturo Castro.

—Todas las tropas están muy desmoralizadas. A pesar de todo, nuestras fuerzas han conseguido mantener al enemigo confinado en la provincia de Oriente. No obstante, necesitamos más armamento y nuevos refuerzos si queremos ganar esta guerra. Hay cierta locura y muchos desórdenes que se están extendiendo rápidamente por toda la isla —replicó el coronel Sotolongo.

—¿Tienen posibilidades de tomar La Habana? —preguntó Arturo Castro.

—No lo creo, al menos mientras conservemos las bases que hay en el interior de la isla — contestó el coronel Sotolongo.

—¿Puede reforzar esas bases? —preguntó Arturo Castro.

—En efecto. Mis planes van en esa dirección —replicó el coronel Sotolongo.

—Supongo que será consciente de que esta es nuestra última oportunidad —replicó Arturo Castro.

—Cuando estén reforzadas esas bases, les atacaremos por la espalda. Dicen que la mejor defensa es un buen ataque —respondió el coronel Sotolongo.

El triunfo de la revolución venía alentado por diferentes factores. Desde lo más hermosísimo hasta lo más execrable. Tal vez el régimen de Castro había obviado que el problema de provocar tanta marginalidad o de no remediarla era que se creara otra sociedad al margen de la sociedad, o lo que es lo mismo, un grupo de gente descontenta que viviera mucho peor y con otras normas. Y si los poderes públicos en lugar de distribuir la riqueza aumentaban las diferencias, se podía dar el caso de que, para buscar la igualdad, se hiciera necesaria una revolución. En Cuba, el agravio comparativo era insoportable. En el mismo paseo del Prado había un colegio de gente de dinero cuyos niños recibían la misma educación y contaban con las mismas comodidades que en la Globalización, algo muy llamativo, puesto que se encontraba en mitad de la zona de asedio, es decir, donde existía un núcleo de prostitución. ¿Cómo era posible esto? Gracias a un Estado policial. El régimen de los Castro reprimía con mano de hierro cualquier intento de subvertir aquellos roles sociales que perjudicaban a la mayoría. El insidioso descontento que habían creado ese tipo de situaciones era la semilla perfecta para todo lo que estaba sucediendo. El régimen cubano había cometido el error de crear dos mundos paralelos que coexistían y que incluso tenían dos monedas diferentes. Además, el trabajo duro no producía ningún beneficio. Dicho de otro modo, la mayoría de los cubanos habían quedado al margen de la revolución espacial.

Por otro lado, para Cortés la revolución era la innegable cura para una vida adusta. Es decir, el propósito que movía sus acciones bélicas, más que un asalto de palacios para llevar una vida de reyes era un intento de ofrecer un trabajo remunerado a los cubanos con un salario al mismo nivel que en la Globalización. Sin embargo, la imagen que los cubanos tenían de España estaba muy idealizada. Tal vez la razón estribaba en el pasado, en su estrecho vínculo con las lejanas regiones pertenecientes a la península, que había dejado que sus marcas entraran en la isla. Lo irónico era que la mayoría eran marcas de lujo, tal vez porque su negocio no iba destinado al ciudadano cubano promedio, sino al turista de cualquier otra nacionalidad. El resultado era que los isleños asociaran  de manera inconsciente a España con el lujo y la opulencia. En otras palabras, luchar por ser españoles equivalía a luchar por ser ricos. Con esas premisas se comprendía la celeridad con la que los cubanos ociosos engrosaban sus filas. A sus ojos no pasaba desapercibido todo el bombardeo publicitario de marcas como Loewe, que representaba un mundo idílico al lado de la miseria provocada por el comunismo ,y en última instancia, por no formar parte de la Globalización.

Más tarde, dentro de uno de los cruceros globales que vigilaba en el cielo para que se cumpliera el bloqueo, yo recordaba cuando estaba sentada en la cima del mundo, en otras palabras, pensaba en Rick. Ahora podía recordarlo una y otra vez. Antes de que nos capturaran, nos habíamos casado en secreto. Unos días antes de que estallara la revolución Cortés me había regalado un anillo de compromiso. La escena en la joyería lo dejó muy compungido. Era la mejor joyería de La Habana. Sin embargo, tuvimos que volver porque el anillo me estaba pequeño. Soy una mujer exuberante y en mí todo es muy grande, aunque, dicho sea de paso, Rick debería saberlo, pues en el intervalo se desató la pasión y por fin me entregué a sus deseos. Ese día hicimos el amor de forma tan salvaje que luego me temblaban las piernas. Un paroxismo de lujuria. Ambos estábamos exultantes. Había pedido mi mano y esa misma noche íbamos a casarnos. La boda fue muy discreta, la situación lo requería. Después, fue él solo a reclamar una talla mayor y la dependiente replicó que el número veintidós no era normal, a lo que él respondió que en mí todo era extraordinario. Ahora sentía frío en mi dedo. Era lo primero que me habían quitado cuando me habían llevado prisionera. Y no me extrañaba. Una verdadera relación de amor en un mundo tan prosaico como el que estaba construyendo la dictadura del señor Wagner era algo tan raro que podía cambiar el mundo. Es más, toda aquella revolución había comenzado porque, poco a poco, Cortés se había enamorado de mi

tierra. Hacía mucho tiempo que había olvidado la felicidad y allí, mientras estaba prisionera, me imaginaba a Rick espoleando su montura entre sus valles y sus campos, vislumbrando esa sensación tan inapreciable. ¿Se puede estar celosa de una tierra? Mientras me sentía confusa por mis propios sentimientos, pude visualizar cómo en mi rostro se dibujaba un mohín muy gracioso. Me sentía celosa de Cuba. De sus cielos azules y de sus playas. Celosa de su mar y de su selva. Celosa del aire que respiraba mi hombre y del sol ardiente que calentaba su piel. Así de fuerte era mi amor y así de enamorada estaba yo cuando el destino me había privado de mi amor y la maldad del señor Wagner me había encerrado arriba, en un crucero global.

—¿Cómo es posible? —preguntó el almirante Smith.

—Hace varias horas que no podemos detectar nada de lo que sucede en Cuba —anunció el capitán Johnson.

—¿Y la invasión? —insistió el almirante Smith.

—Ha sido un completo fracaso. Mandamos un androide espía para que informara de la situación y ahora sabemos que les hemos mandado a un atolladero. Ha sido una trampa —replicó el capitán Johnson.

—¿Dónde está Lawrence de Marte? —insistió el almirante Smith.

—Le ha salvado de caer en la batalla su falta de profesionalidad y la particular cita que tenía con «El Tacto de La Habana». —replicó el capitán Johnson.

—¿Quién se lo va a decir al señor Wagner? —preguntó el capitán Johnson.

—Yo se lo diré —replicó el almirante Smith.

—Su destructor global viene de camino desde Marte, será mejor que tengamos esta situación bajo control antes de que llegue aquí —concluyó el capitán Johnson.

Después de cometer su horrendo crimen, Lawrence de Marte se dirigió volando gracias a su exoesqueleto hacia el lugar donde se suponía que debían estar sus tropas. Nadie le respondía por medios electrónicos, e incluso su conexión con los cruceros globales se mostraba de forma extraña constantemente interrumpida. Poco a poco, se dio cuenta de lo que había sucedido y del verdadero alcance de las procelosas circunstancias a las que pronto el solo tendría que hacer frente.

Al llegar de nuevo a Bahía de Cochinos, el espectáculo era dantesco. De entre las llamas y los hierros retorcidos se levantó un robot blindado que estaba separado en tres grandes trozos.

—Nuestras tropas han sido reducidas a añicos —dijo con voz entrecortada el dañado robot.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Lawrence de Marte.

—Han sido los rebeldes —replicó el robot desvencijado.

—¿Por qué no los habéis destruido? —insistió Lawrence de Marte.

—Disparidad de criterios —replicó el robot.

—¿Y las órdenes principales? —preguntó Lawrence de Marte.

—Retraso en la cadena de información —contestó el robot.

—Tus explicaciones no parecen nada elocuentes —replicó Lawrence de Marte.

—Me han dañado —contestó el robot.

—¡Eso ya lo sé! ¿Cómo lo han conseguido? —insistió Lawrence de Marte.

—Nos bloquearon. Tenían tecnología alienígena —respondió el robot dañado.

—¿Dónde está el coronel Montoya? —preguntó Lawrence de Marte.

—Ha muerto. Fue de los primeros en caer —respondió el robot dañado.

—¿Por qué no se hizo un ataque de drones por saturación? ¿Y los cruceros globales? ¿Por qué no os avisaron de la trampa? —preguntó de nuevo Lawrence de Marte.

—Nos metieron en un atodallero. Han interrumpido las comunicaciones… Las tropas rebeldes tienen armas láser e incluso algunos cazas de combate —concluyó con un hilo delgado de voz que se apagó al mismo tiempo que se desconectaban sus ojos y quedaba totalmente apagado.

Entonces, Lawrence de Marte comprendió ipso facto la situación en la que se encontraba. Después de aquella enorme derrota en la lucha armada, la posición de los rebeldes se había reforzado sobremanera. Por el contrario, él había fracasado. El fiasco de la invasión en Bahía de Cochinos no sería perdonado por el señor Wagner. Esa funesta conclusión lo animó a actuar por libre y abandonar la misión para la que había sido reclutado, es decir, abrazó con avidez los senderos de la deserción. Se convirtió en un traidor a las fuerzas globales sin el más mínimo pudor. De hecho, siempre se había considerado un mercenario, y uno con una enorme voracidad para el dinero. Era un estorbo. ¿Qué recompensa podría cobrar ahora si había dilapidado toda una división global? Aparte de las vidas humanas, a su cargo estaban ingentes cantidades de dinero en robots blindados y pertrechos, sin contar con las naves y los miembros de las brigadas de transporte. Todo había sido perdido por su propia estulticia. Su carrera como hombre de confianza del señor Wagner había fracasado. Pero él no se rendía. De alguna manera había que sacar tajada de aquella debacle, y lo único que se le ocurría era conseguir el tesoro español del coronel Sotolongo.

Entretanto, en el refugio rebelde los prisioneros eran hacinados en celdas de lúgubres cárceles que se habían improvisado bajo angostos agujeros cavados en mitad de la selva. Las tropas rebeldes desfilaban llenas de júbilo, aunque para sus altos mandos la felicidad no era completa, pero no había que relajarse en exceso, de hecho, la actividad no cesaba y en ese preciso momento un sargento del ejército rebelde se presentó con dos prisioneros y una imperiosa necesidad de ver al comandante Cortés, que así era como lo llamaban ahora los revolucionarios.

—Buenos días, estos prisioneros quieren ver a Cortés —dijo el sargento.

—¿Son los que estuviste interrogando? —preguntó el Tortuga.

—Sí —respondió el sargento.

—¿Qué sucede? —preguntó Cortés, que en ese momento pasaba por allí.

—Estos prisioneros tienen información. Dicen que trabajaban con Sotolongo —respondió el sargento.

En ese momento, Cortés los miró detenidamente y se dio cuenta de que esos individuos eran los mismos que le dieron la paliza en las proximidades del puerto espacial el día que llegó a La Habana. Afortunadamente para ellos, Rick no era una persona vengativa.

—Vaya, parece que volvemos a vernos —dijo Cortés.

—Eso parece —replicaron los prisioneros.

—No tenéis buen aspecto. Yo puedo ordenar que os dejen tranquilos. Solo tenéis que decirme lo que sabéis —dijo Cortés.

—Sotolongo va a mandar un tren de transporte lleno de refuerzos y provisiones a las bases del centro de la isla —replicó uno de los prisioneros.

—Eso es interesante —respondió uno de los prisioneros.

—Os diremos los detalles si nos dejáis en libertad —añadió el otro prisionero.

—Eso es imposible. Pero sí puedo garantizaros que nadie os hará daño hasta que termine la revolución —contestó Cortés.

—El tren saldrá dentro de tres días. En su interior lleva hombres y provisiones para que las bases resistan meses —añadió el primer prisionero.

Ese tren era fundamental para la defensa de La Habana, puesto que, si no tomaban las bases del centro de la isla, la retaguardia de los rebeldes siempre quedaría al descubierto y podrían ser aplastados en cualquier momento con un ataque por dos frentes. Por el contrario, si caían esas bases, La Habana quedaría sola.

—Me habéis sido muy útiles. Os garantizo que no os sucederá nada hasta que termine la revolución —concluyó Cortés.

Ahora tocaba planear un ataque al tren y había que hacerlo rápido. Las tropas acaban de volver de una batalla y estaba extenuadas. Mirar las heridas que tenían algunos hombres le producía estremecimientos. No obstante, Cortés estaba contento. Era consciente de las repercusiones que tendría para el ejército de Sotolongo el asalto al tren.

A continuación, el Tortuga, que había estado escuchando atentamente la conversación, se acercó a Rick y le dio un sincero abrazo.

—Quiero felicitarte. Ha sido una sensacional victoria. La isla está cambiando mucho desde que llegaste. Y todo para bien —dijo el Tortuga.

—Gracias. Solo ha sido una batalla, pero hacen falta muchas más para derrotar un régimen

como este. No olvides que sus líderes son adictos al poder —respondió Rick.

―Esta noche tenemos que celebrarlo ―Dijo el Tortuga.

—No, solo ha sido solo una batalla ―respondió Rick.

―Yo también tengo buenas noticias. La base militar de Cienfuegos se ha sublevado contra el régimen y se ha puesto de nuestra parte. La revolución cada vez es más fuerte. Cuando llegaste aquí, te quitaste tu localizador global. Te hiciste libre de algún modo. Ahora nadie puede ser localizado. Has extendido esa libertad por toda la isla —replicó el Tortuga—. Me hubiera gustado tomar parte en la batalla.

—Lo has hecho muy bien aquí. Alguien tenía que proteger nuestro refugio. Además, lo más conseguido sin que haya tenido lugar ninguna disputa —contestó Rick.

—Por ahora, todo ha salido bien menos una cosa —añadió el Tortuga.

—¿Qué cosa? —preguntó Rick.

—¿Y mi prima? —preguntó el Tortuga.

—Continúa prisionera en un crucero global —respondió Rick.

—Tenemos que ir a rescatarla —sugirió el Tortuga.

—Sí. Te has adelantado —respondió Rick.

—¿Cuándo vamos a hacerlo? —preguntó el Tortuga.

—Lo haré yo solo. Esta misma noche pienso volar hacia allí en mi caza de combate — respondió Rick.

—Hay algo que quiero contarte —dijo el Tortuga.

—¿Qué? —preguntó Rick.

—Ha estado aquí un hombre que venía de La Habana —añadió el Tortuga.

—¿Y? —preguntó Rick.

—Quería unirse a la revolución —contestó el Tortuga.

—Bueno, eso no es ninguna novedad. Muchos se están uniendo a nuestras tropas en estos días

—contestó Rick.

—Este era alguien especial —añadió el Tortuga.

—¿Por qué? —preguntó Rick.

—Su hermana era «el Tacto de La Habana». Ha aparecido asesinada. Otra víctima de La Corporación, esta vez la mató Lawrence de Marte —replicó el Tortuga.

—No te preocupes, tarde o temprano todos ellos pagarán por cada uno de sus crímenes — sentenció Rick.

—Perdón por interrumpir, pero eso no va a ser posible —replicó el monje, que estaba escuchando la conversación.

—¿Por qué? —preguntó Rick.

—Tu nave ha sufrido muchos daños durante la batalla —replicó el monje.

—¿Daños? ¿Qué daños? —preguntó Rick.

—A pesar de la invisibilidad, fue tan virulenta la lucha que ha recibido al menos veinte disparos láser e incontables disparos de otro tipo de armas cinéticas —replicó el monje.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Rick.

—Que estás vivo de milagro. Voy a hacer lo posible por repararla cuanto antes, pero primero tengo que producir yo mismo los recambios, lo cual llevará tiempo —contestó el monje.

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —preguntó Rick.

—No lo sé, pero no te preocupes. Cuando esté lista, serás el primero en saberlo —contestó el monje.

—Está bien. Nada más que Fray Andrómeda tenga lista mi nave, iremos a rescatarla. Ven a dar un paseo, tengo que hablar contigo —dijo Rick dirigiéndose a Fray Andrómeda—. Estoy preocupado por Idalmis —le confesó cuando ya estaban solos.

—Ella está bien, no te preocupes —le contestó el monje.

—¿Puedes sentirla a través de la Cuarta Dimensión? A mí me parece que le pasa algo. Estoy muy preocupado —preguntó Rick.

—Sí. Te extraña, eso es lo que le pasa. Tiene muchas ganas de volver a verte y le da miedo que te pase algo en la batalla —replicó el monje.

—¿Qué están haciendo con ella? —preguntó Rick.

—Nada. La mantienen prisionera hasta que venga el señor Wagner —contestó el monje.

—¿Cómo se siente? —preguntó Rick.

—Su amor es muy fuerte. Tiene miedo de que te suceda algo, ya te lo he dicho. Pero está bien. He venido a hablar contigo por otro motivo —replicó el monje.

—¿Qué motivo? —preguntó Rick.

—Para hablarte de la revolución. No me gustan los derroteros por los que se están conduciendo los acontecimientos —contestó el monje.

—Dime —dijo Rick.

—Los cubanos quieren una democracia capitalista y a ti, de presidente. Pero no puedes hacer caso a todas sus demandas. Por culpa del régimen de los Castro, el pueblo cubano es muy inmaduro y no está preparado para algunas de las cosas que están pasando —añadió el monje.

—¿Puedes ser más explícito? —preguntó Rick.

—Si dejas que las cosas sigan su curso natural, Cuba volverá a ser lo que siempre ha sido, el burdel del Caribe —replicó el monje.

—¿Y qué puedo yo hacer al respecto? —preguntó Rick.

—Puedes empezar cambiando algunos de los nombres de las divisiones. No me gusta eso de las marcas —dijo el monje.

—De eso nada. Realizar esta revolución me está costando un esfuerzo agónico. Un poco de sentido del humor no está de más. Incluso estoy pensando hacer una nueva división femenina y llamarla Carolina Herrera —contestó Rick.

—No me hace gracia —replicó el monje.

—¿No te resulta divertida la imagen de una mujer cubana y comunista con un bolso de Carolina Herrera? —preguntó Rick.

—Eso es una puerilidad —respondió el monje.

—Aquí la gente es muy caprichosa. Sube la moral de la tropa, aunque sea solo en la imaginación —añadió Rick.

—Insisto. No me gusta que relacionen la revolución con las marcas —dijo el monje.

—Ni a mí. Pero es el lujo lo que motiva a la gente. No ha sido la doctrina Truman, ni siquiera la caída del telón de acero. En realidad, lo que ha sucedido aquí es que el comunismo se ha destruido a sí mismo al no contar con la ambición de la gente común. De hecho, al ser tan perseguido, se ha transformado en toda clase de picaresca y en una suerte de magia que hace que Cuba sea el país del engaño. Pero eso a nivel social no es bueno. La represión del egoísmo individual es lo que ha hecho que fracase ese sistema político. Es algo innato y está indisolublemente unido a la naturaleza humana —contestó Rick.

—Lo que quieres decir es que aquí, a través de la represión, se ha exacerbado ese deseo por el dinero, por el lujo y por las marcas. Pero yo no estoy aquí para arreglar eso. He venido desde mi planeta para ampliar la conciencia y no para escuchar fruslerías sobre la moda o extender mitos sobre el capitalismo. Quiero que tu especie pase a un estadio superior —añadió el monje.

—Me da la impresión de que para eso van a hacer falta varias aventuras más además de esta.

Mi especie es errática y reincidente —respondió Rick.

—No tiene sentido volver al pasado para que Cuba forme de nuevo parte de España —añadió el monje.

—Lo sé. Ellos nos creen en la religión de la Cuarta Dimensión, creen en las marcas. Son gente sencilla, pero, motivados, pueden cambiar el mundo. Sin motivación solo les queda caer en un estado de postración —respondió Rick.

—En efecto. Aunque tienes que tener mucho cuidado, el exceso de ambición lleva a ser como el señor Wagner —insistió el monje.

—Estoy de acuerdo. Yo pienso igual que tú. La idea es derrocar el régimen de los Castro para

establecer una democracia. Y luego extender esa nueva democracia por toda la Globalización. En realidad, lo de las marcas se lo han inventado los propios cubanos —replicó Rick.

—No debes olvidar que el subdesarrollo también se crea solo. Es un fenómeno casi inevitable. Es por eso por lo que el poder, en lugar de preocuparse por las marcas de lujo, debe promover las condiciones para que el desarrollo sea lo que predomine en la sociedad y en el planeta —contestó el monje.

—Tienes razón —admitió Rick.

—El gran acierto de los dictadores siempre ha sido hacer creer al pueblo que no existe otra opción. Que el mundo se gobierna a través del egoísmo y que es mejor tener un tirano interno que uno extranjero —continuó el monje.

—La verdad es que llegué aquí huyendo de la Globalización y parece que ahora estoy luchando por llevar la Globalización a Cuba —replicó Rick.

—Te estás contagiado de la tentación de caer en la propaganda. El nacionalismo fanático es un grave problema. Tanto es así que es el verdadero culpable de que el señor Wagner haya dado un golpe de Estado en la Globalización. La modernidad tiene muchas cosas buenas, pero es el abuso de poder el que la hace tan nociva para el ser humano —añadió el monje.

—Me gustaría que Cuba volviera a formar parte de España. —replicó Rick.

—Eso es muy peligroso. No creo que sea viable. Parece propaganda para que resurja el nacionalismo más rancio ―contestó el monje.

―Puede ser ―admitió Rick.

―Todo eso es una nostalgia de cuando la grandeza de tus antepasados españoles fue objeto de disputa con el resto de las potencias europeas —añadió el monje.

—¿Estás hablando de los bucaneros? —preguntó Rick.

—Exactamente. De los bucaneros y los corsarios —respondió el monje.

—Bueno… no creo que ahora las potencias europeas estén preocupadas por Cuba. Estamos en el año 2062. Solo son regiones de la Globalización y están ocupadas en otra cosa, porque se está produciendo la conquista del espacio —añadió Rick.

—Te lo repito, es un sueño. En el futuro no existirán las naciones. Ni siquiera existirá el dinero. Solo existirán la conciencia y el poder —contestó el monje.

—¿El poder? —preguntó Rick.

—Sí, el poder. Según a los niveles de conciencia que accedan las personas, se le otorgarán diferentes poderes para llevar acabo sus sueños —añadió el monje

—¿Quieres decir que, en el futuro, los que tengan más conciencia serán lo que tendrán el poder? —preguntó Rick.

—Así debería haber sido siempre —contestó el monje.

—Ahora esta también es mi guerra. Y te diré algo, para derrocar este régimen iría incluso más lejos todavía. Es decir, para que triunfe esta revolución, estaría incluso dispuesto a aceptar bandidos en mis filas. Con lo de las marcas no ha sido necesario —dijo Rick.

—Para ti las marcas son un mal necesario —replicó el monje.

—En efecto —añadió Rick.

—Pero eso tiene otras consecuencias colaterales —insistió el monje.

—Pero funciona. Y el cambio es necesario. Luego vendrán el orden, la justicia y el mundo nuevo —añadió Rick mientras lo escuchaba con una especie de exasperación—. ¿Puedes explicarte mejor?

—Esta lucha comenzó por las ideas. Las marcas no deberían formar parte del mundo de las ideas —replicó el monje.

—Dicho así, nadie puede quitarte la razón —contestó Cortés.

—Al menos del mundo de las ideas de nuestra revolución. Las marcas construyen una felicidad solo para elegidos. No fomentan un mundo más solidario. Derrocarlas, en lugar de ensalzarlas, debería ser la causa de las revoluciones —replicó el monje.

—En este caso el pueblo se ha levantado cuchillo en mano para luchar por el derecho a no ser solidario. Es decir, el derecho a ser feliz y a no ser comunista —dijo Rick.

—Ten en cuenta que ellos reaccionan contra un régimen injusto que les ha provocado una idea errónea de la solidaridad —replicó el monje.

—Para conseguir eso, lo principal es derrocar al señor Wagner —replicó Rick.

—Cuba es solo el primero paso —añadió el monje.

—En otras palabras, la verdadera misión es restablecer el orden en la Globalización. Tenemos que llevar la lista de altos cargos que están implicados en La Corporación —replicó Rick.

—En efecto —replicó el monje.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Rick.

—Hay un archivo. Actualmente lo tiene el propio Arturo Castro —contestó el monje.

—Lo ideal sería sacarlo de Cuba y llevarlo hasta el Tribunal Global de la Globalización. Pero, claro, para ello es necesario cruzar el bloqueo —continuó Rick.

—Ese es el plan —admitió el monje.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Rick.

—De eso quería hablarte. He pensado que podemos utilizar misiles termobáricos especiales, que están diseñados para derribar los cruceros globales —anunció el monje.

—¿Misiles  termobáricos  diseñados  para  derribar  los cruceros globales? En Cuba no hay

armas de ese tipo. El bloqueo ha impedido que entren en el país —contestó Rick.

—Lo sé. Pero yo podría fabricar al menos un misil del tamaño adecuado. Me llevará tiempo, pero creo que puedo intentarlo después de que consiga reparar tu nave —añadió el monje.

—Es una buena idea —contestó Rick.

—Me alegro de que nos entendamos. Hablando se entiende la gente. ¿Hay algo más que te gustaría preguntarme? —insistió el monje

—¿Quién es el señor Wagner? —preguntó Rick.

—¿Crees que ya estás preparado para enfrentarte a él? —preguntó el monje.

—Sí —respondió Rick.

—Lo sabrás cuando lo tengas delante —concluyó el monje.

A veces una voz le infundía el profundo terror de los enemigos íntimos. Aquella voz representaba el miedo en su máxima expresión. Con todo, Rick tuvo suficiente valor para no amilanarse y esgrimir una mirada torva. El verdadero poder estaba por encima de todas las cosas. No había que aferrarse a nada si de verdad se quería ser poderoso. La clave estaba en el uso que se hacía de ese poder una vez conseguido. Todos esos daños eran ciertos, pero formaban parte del cambio, del cambio que necesitaba de un poder que estuviera por encima de todas las cosas precisamente para que nada pudiera detener su fuerza renovadora. En otras palabras, la revolución también era civilización.

—Ya sé quién eres. Tú eres el señor Wagner. Has venido para que me sienta culpable. Lo que pretendes es que me sienta mal en mi nueva personalidad de líder —replicó Rick.

—Tú eres solo un cobarde —añadió el señor Wagner.

—Ya no soy el que era. En mí se está produciendo un proceso de madurez —contestó Cortés.

—Mira en qué te estás convirtiendo. Eres un loco. Mereces ser confinado lejos de todos tus semejantes —contestó el señor Wagner.

—Es un proceso, estoy dejando atrás mi pasado —respondió Cortés.

—Eres un ciudadano global y serás juzgado por todos tus crímenes —contestó el señor Wagner.

—Voy a formar parte de un nuevo mundo —añadió Cortés.

—Eres un revolucionario, un asesino. Mataste al comisario Bueno —replicó el señor Wagner.

—Sí, lo hice, y ahora voy a tomar La Habana con mis tropas, una de las ciudades más aventureras del mundo y que me llama a derrotar a un poder oscuro que es mucho peor que el que mío —concluyó Cortes.

Por otro lado, una manera de desentrañar de una vez por todas la identidad del señor Wagner era tomar La Habana. Estaba seguro de que en el archivo estarían todos los datos relativos a los clientes de La Corporación, allí podría encontrar el nombre que tanto deseaba saber.

Pero planificar ese ataque no sería tarea fácil. Primero tendrían que hacer caer las bases militares del centro de la isla y luego ir acercando el frente poco a poco hasta las mismas calles de la ciudad.

Más tarde, Lawrence de Marte al fin había conseguido llegar hasta el domicilio particular del coronel Sotolongo.

—Buenas noches, ha sido toda una odisea poder encontrarlo —comenzó diciendo Lawrence de Marte.

—¡Oh, vaya sorpresa! ¡Ha venido a visitarme todo un investigador militar! Cuentan de usted que participó en la Primera Guerra Espacial, pero sobre todo es usted famoso por ser el mayor traficante de esclavos que van destinados a las minas de coltán que hay en Marte —gritó el coronel Sotolongo.

—Sí. Tengo un buen currículo, pero no he venido para hablar de eso. En cambio, hay una cosa que me gustaría preguntarle —replicó Lawrence de Marte.

—Eres un irresponsable. Solamente tu sadismo explica que el señor Wagner te haya puesto al frente de aquellas tropas. ¿Qué tal ha ido tu cita con «El Tacto de La Habana»? —preguntó el coronel Sotolongo.

—Muy bien —respondió Lawrence de Marte.

—Todo el mundo sabe que eres un asesino en serie, un violador de prostitutas. Por culpa de tu sadismo se ha perdido la batalla. Las tropas se quedaron sin sus líderes —añadió el coronel Sotolongo.

—La culpa de la derrota ha sido del coronel Sotolongo. Debería haber ordenado una retirada

—replicó Lawrence de Marte.

—Mientras cometías tu crimen con aquella mujer de mala reputación, los rebeldes estaban destruyendo tu ejército. Tu comportamiento ha sido deplorable. Deberías haber liderado el ataque haber terminado de una vez por todas con esta maldita rebelión —dijo el coronel Sotolongo.

—Te diré la verdad. He analizado el ataque rebelde y no había escapatoria. Es al revés. Esa trampa estaba muy bien diseñada. Ha sido la intuición de mi mente la que me ha hecho siempre ir un poco más allá. De nuevo he acertado al ser un poco desobediente. Incluso es posible que en esta ocasión mi sadismo me haya salvado mi vida. De no ser por él, ahora probablemente estaría muerto

—replicó Lawrence de Marte.

—Me has decepcionado profundamente. Todavía recuerdo la imagen de sus flamantes robots desfilando sobre Bahía de Cochinos. Esta derrota afectará a la moral de las tropas —dijo el coronel Sotolongo.

—Francamente, me importa un pimiento. Le diré la verdad, yo vengo por el oro —replicó Lawrence de Marte.

—¿El oro? ¿Qué oro? —contestó el coronel Sotolongo.

—Es inútil negarlo. Sé lo del pecio español, el galeón ese que usted ha encontrado. Sé que sus hombres extrajeron de él un tesoro con el que pronto piensa huir de la isla —añadió Lawrence de Marte.

En ese momento, el coronel Sotolongo intentó desenfundar su arma láser, pero Lawrence de Marte le cortó el brazo con su látigo eléctrico.

—¡Aaaah! —gritó Sotolongo.

—No grites tanto. Eres un cobarde. Ha sido un corte civilizado, nada de machetes llenos de infecciones. Mi látigo cauteriza la herida —replicó Lawrence de Marte.

—¿Dónde está el oro? —preguntó de nuevo Lawrence de Marte.

—¿El oro? Yo tengo ningún oro —replicó el coronel Sotolongo.

—Dilo o te cortaré el otro brazo —amenazó Lawrence de Marte.

—No te diré nada. Si te lo digo, me matarás —lo desafió el coronel Sotolongo.

—Eres muy listo, pero eso no te salvará. Voy a matarte de todos modos —añadió Lawrence de Marte.

—No te diré nada —replicó el coronel Sotolongo.

—Pues si no me lo dices, vas a sufrir mucho hasta que me lo digas —contestó Lawrence de Marte mientras le ponía una prótesis robótica que taponaba la herida.

—¡Oh, Dios mío! ¡Me has puesto un garfio! —gritó el coronel Sotolongo.

—¡Cálmate! —contestó Lawrence de Marte.

—¡Cómo quieres que me calme! ¡En lugar de un brazo ahora tengo una especie de garfio! — gritó el coronel Sotolongo.

—Te he instalado una prótesis biónica que curará la hemorragia. Sobrevivirás. Pero tiene un regalo extra. Si te la quitas, morirás, y si me mientes, activaré un control a distancia que te provocará la enfermedad-injerto contra huésped. Una manera muy dolorosa de morir —contestó Lawrence de Marte.

—Solo te voy a preguntar una vez. ¿Dónde está el tesoro? —preguntó Lawrence de Marte.

—¿Qué quieres un mapa? —contestó Sotolongo.

—No voy a repetirlo —replicó Lawrence de Marte mientras sacaba un extraño aparato que parecía ser un interruptor conectado al brazo biónico.

—No hay ningún oro. Son esmeraldas. Las esmeraldas del galeón español Nuestra Señora de Atocha —contestó el coronel Sotolongo.

—¿Qué galeón es ese? —preguntó Lawrence de Marte.

—Es una historia muy interesante. Fue construido en el astillero de aquí, en el astillero que había en La Habana en 1620. Lo hundió un huracán. En sus bodegas, llevaba uno de los mayores tesoros que han transportado nunca en cualquiera de los galeones españoles. Oro, plata, piedras preciosas… una fortuna… Pero el oro y la plata ya han sido encontrado por arqueólogos marítimos de la Globalización. Yo fui el que encontré lo que restaba, las esmeraldas. Por fortuna, era lo más valioso —contestó el coronel Sotolongo.

—Las esmeraldas tienen mucho más valor que el oro —Lo secundó Lawrence de Marte.

—Sí, un equipo de soldados encontró de forma furtiva el trozo que faltaba del pecio Nuestra Señora de Atocha —añadió el coronel Sotolongo.

—¿Qué trozo? —preguntó Lawrence de Marte.

—El castillo de popa. Allí estaban las cajas de esmeraldas. Según el manifiesto de embarque, ese galeón llevaba cajas llenas de esmeraldas. Esmeraldas que los modernos piratas venidos de la Globalización con toda su tecnología de la revolución espacial no habían encontrado —replicó el coronel Sotolongo.

—¿Cómo es posible que hayan sido incapaces de encontrar las esmeraldas? —dijo Lawrence de Marte.

—Hubo un segundo huracán que movió los restos del naufragio. De hecho, están esparcidos por kilómetros del fondo marino, el yacimiento se conoce como Los Senderos del Atocha. Yo tuve suerte, mis hombres buscaron casi a veinte kilómetros de distancia y dieron con lo que faltaba — contestó el coronel Sotolongo.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Lawrence de Marte.

—Las esmeraldas están en un compartimento secreto de la nave de transporte Costaguana.

—Podemos trabajar juntos. Yo puedo enviar un comando de fuerzas especiales para realizar un ataque sorpresa —sugirió el coronel Sotolongo.

—Está bien. Yo dirigiré ese comando especial —respondió Lawrence de Marte.

—Te proporcionaré todo lo que necesites —añadió el coronel Sotolongo.

—Parece que al final vamos a trabajar en secreto usted y yo —concluyó Lawrence de Marte.

Escritor sevillano finalista del premio Azorín 2014. Ha publicado en diferentes revistas como Culturamas, Eñe, Visor, etc. Sus libros son: 'La invención de los gigantes' (Bucéfalo 2016); 'Literatura tridimensional' (Adarve 2018); 'Sócrates no vino a España' (Samarcanda 2018); 'La república del fin del mundo' (Tandaia 2018) y 'La bodeguita de Hemingway'.

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