Juan Carlos Olaria, el creador de “El hombre perseguido por un ovni” –la película de culto de 1976- había citado a extras para actuar en la secuela que está rodando ahora : “El hijo del hombre perseguido por un ovni”. El aviso en Facebook decía: “LA ESCENA SERÁ LA INUNDACIÓN DE LAS RAMBLAS A CAUSA DE UN TSUNAMI PROVOCADO POR UN OVNI (O ALGO ASÍ). SE HARÁ CON CHROMA, ESTE SÁBADO, DE 11 A 12. NO HAY REMUNERACIÓN (LA PELI ES AUTOPRODUCIDA)”. Se prometía vermut. “¿QUIÉN QUIERE SALIR EN UNA DE LAS PELÍCULAS MÁS MARCIANAS QUE EL CINE IBÉRICO ESTÁ POR ALUMBRAR?”.Quisieron veinte voluntarios. Atendiendo a las necesidades técnicas, ninguno se vistió con ropa verde, para que así sus figuras se puedan distinguir del fondo que se usa en los efectos especiales. Hace una mañana tan de invierno que la callejuela del coworking donde se va a filmar, en el barrio de El Born de Barcelona, aún está vacía de turistas. Cuando los últimos en aparecer llaman a la puerta, les abre un señor mayor en zapatillas con tachuelas. Viste pantalón de pana, anorak de Nike, boina de tweedy unas lentes bifocales con forma de pentágonos. Se ríe sorprendido al verles. “¡Pues sí que os hace ilusión!”. Están colorados de venir a la carrera. Llegan tarde.
El anciano les guía hacia el plató. Caminan entre muebles de estilo nórdico llenos de post-itsy ordenadores. Los extras rezagados no saben que él es “él”. Un aclamado director de la ciencia ficción de serie B. “El Ed Wood español”: Juan Carlos Olaria.
– ¿Nos vamos a mojar? -le pregunta una chica.
-¿Estaba empezando a llover? No, lo hacemos a cubierto. Estamos terminando de colocar las luces- dice con su voz nasal de acento catalán.
Arrastra las palabras y los pies, como si se acabara de despertar de un buen sueño. La chica, que venía en el metro ilusionada con la idea de acabar empapada de agua y espuma, insiste.
– No, que si nos va a mojar la ola del tsunami.
Olaria la mira desorientado, levanta las cejas -¿nadie le ha dicho que los medios con que rueda son muy modestos?- y de pronto grita exultante: “¡Ay, nena!”. La agarra con suavidad del antebrazo el resto del trayecto. ¿Acaso al verle ha creído que está en una superproducción?
Hay quien cree que Juan Carlos Olaria reivindica en su cine la estética casera y de bajo presupuesto. Pues no. Le encantaría encontrar a un benefactor con multimillones, tipo el dueño de Zara. Usar para los efectos un programa de Hollywood de 6.000 euros en vez del Adobe Premier de su ordenador de casa. La brecha entre los trucajes artesanos y los profesionales de los grandes estudios se ha agigantado con el paso de los años. La idea es perfeccionarlos, machacarlos hasta que un productor muy exigente se los trague. En las discusiones que imagina, el otro dice: “¡Esto no es posible!”. Juan Carlos Olaria le enseña “El hijo del hombre perseguido por un ovni” terminada. El gruñón multipremiado, en vez de decir “¡Vaya birria!”, la celebra y le financia la siguiente. Aunque también piensa Juan Carlos Olaria que rodeado de muchos manitas que te dan los efectos hechos y de actores tan perfectos que ni parpadean, te tienes que aburrir.
En el comedor del coworking pide atención al equipo. Después cambia de idea y se va a dar las últimas indicaciones al encargado de los focos. Van a cobrarle 80 euros por tres horas de sala con un técnico. Más las luces, a 60. Otros materiales, aparte. Los treintañeros que esperan para entrar a escena charlan en en voz baja, pero la sala irradia una energía de fiesta. Parece que todos están haciendo lo que quieren: morir en un tsunami precario un sábado por la mañana, mejor que ahogarse en un brunchde gente de orden con hijos.
El chico que ha traído a la mayoría de los presentes, Oliver Mancebo -escritor, espeleólogo cultural y experto en cocina interestelar- teclea en el móvil respondiendo a las disculpas de quienes se han rajado en el último momento. También ha venido el protagonista de la película, Toni Junyent, aunque no le toca actuar en esta parte. Le explica a una pareja que el rodaje se ha ido haciendo de cuando en cuando desde 2015. Y que la historia va de que los marcianos vuelven a la Tierra cuarenta años después para “secuestrar con fines científicos” a su personaje, el hijo del protagonista de la primera. “Lo que dice el título. Así de sencillita”, añade Olaria acomodándose en un sillón de mimbre.
Empezó el guión en 2012. Lo escribía mientras veía la tele. Documentales de Egipto, las pirámides y el espacio. «Y últimamente salía en BTV un director que se llama Luis Aller presentando una película clásica. Las analiza con muchísima pasión. Hay gente a la que el cine le causa un arrebato que yo no llego a…. Es que esas estaban tan bien hechas… Con sus planos y sus correspondientes contraplanos, coincidiendo el eje de miradas… Acabas queriendo que lo que pasa sea de verdad».
Lo de desear que lo que le gusta se convierta en realidad le ocurre a Juan Carlos Olaria también con los ovnis. Algunos amigos se sienten decepcionados cuando lo confiesa, pero la verdad es que no cree en las naves extraterrestres, porque ve imposible que alguien pueda recorrer las enormes distancias del universo. «Está la teoría de los agujeros de gusano, que te metes por uno y, al salir, te has hecho veinte años luz en media hora. Pero nadie ha entrado en ellos, y si lo hicieras, saldrías escabechado. Sería bonito ver una nave flotando sobre el parque de la Ciudadela, rodeada de gente mirando. Yo iría, como en “Ultimátum a la tierra”, de Robert Wise».
Al tener su último guión, buscó sin éxito a un niño con síndrome de Down para el papel del héroe. No le gustaba que en otras películas se les trate con paternalismo. Acabó pidiéndoselo a Toni Junyent, que tiene una parálisis facial, también es guionista, y es un crítico brillante que ha trabajado precisamente en el Festival de Cine Fantástico de Sitges, donde en su día se proyectaron unas cuantas tomas de “El hombre perseguido” antes de que estuviera terminada.
Pasada media hora de las 11, se concluye que ya no vendrán más actores. Juan Carlos Olaria se dirige a todos descalzando uno de sus pies: «He traído estas zapatillas horteras para poder quitármelas y ponérmelas deprisa. Os rogaría que también os quedéis en calcetines, porque la cartulina que vais a pisar, si vais en zapatos, se llena de mierda en la primera toma”. Los extras le preguntan si no se va a notar que van descalzos por las Ramblas. “Hombre, van a ser cuatro fotogramas y estáis huyendo. Si la gente se molesta en fijarse en eso, vamos mal”.
La primera tanda de actores se adentra en la alfombra de cartón verde. En calcetines, gafas de sol y abrigo. El director les da indicaciones encaramado a una escalera de pintor: “Empezáis ya mirando hacia atrás, oyendo la ola a vuestra espalda, de la que sube por la plaza de Colón. En cuanto suene fuerte, ¿qué hacéis? Claro, corréis hacia mí, con caritas asustadas”.
La catástrofe que van a representar es resultado de un combate : Al ver que una nave ha abducido la torre Agbar, la presidenta de la Generalitat contraataca con un misil que le ha enviado el Gobierno de España. Los extraterrestres le estampan un trozo de montaña de Montserrat muy cerca de la costa, y de ahí sale el tsunami que arrasa con todo. Lo que sea, será insertado con trucos digitales. Puestos de flores, estatuas vivientes o terrazas de sangría y paella. Broooom. Hasta llegar a Plaza Catalunya.
En principio, Juan Carlos Olaria había escrito que la presidenta, que es negra, sería un presidente negro: “Como Obama. Este sería un presidente que se ha ganado la oportunidad de ser político, después de venir en patera y trabajar aquí. Una cosa muy meritoria. Le pedí a la mujer que al final hace el papel que llamara a un par de amigos suyos, pero dijeron que no. Entonces le propuse que hiciera ella misma de hombre, ¡y le hacía ilusión! Y es de eso que vas pensando: si es una mujer, es muy fácil que la cosa cante. Entonces la arreglamos como mujer. Y mira, como Theresa May”.
Los extras se colocan en sus puestos. Dos que harán de paseantes solitarios, al fondo. Una pareja, más cerca del foco delantero. Una diseñadora gráfica que ha de irse a las doce hará de amiga de su amiga en la vida real. Esperan con los cuerpos en tensión, imaginando que el agua ya se acerca por Liceu. Juan Carlos Olaria maneja la cámara. Las cabezas de los otros extras asoman fisgoneando por la puerta del plató. Había un silencio de concentración, pero tras eso, en vez de “¡Acción!” o “Brooom” se oye a Olaria musitar mosqueado: “Mi madre… Soy un paquete”. Llevaba en la cámara el objetivo con que se la vendieron y así no caben todos los actores en el plano.
Los extras se giran hacia él, poniéndose la mano de visera para no quedar deslumbrados con tanta luz. Dos enormes focos en forma de octaedro, como dos cirios extraterrestres, franquean la figurita en sombra del director, que parece un santo marciano levitando a dos metros de la cartulina verde. De la que baja de la escalera, pide otro objetivo al del coworking. “Lo tendrías que alquilar por veinte euros”, dice el encargado. “Para eso estamos aquí”, responde. Pondrá ese gasto en la libreta donde también apunta lo que compra para usar en casa: “objetivos de alquiler- 20€” junto a “galletas”, o el coste de los cigarros que sólo fuma cuando viene su hermana de Castellón.
“El hombre perseguido” le costó a su padre, el teniente de la Segunda República Española Juan O. Olaria, un millón seiscientas mil pesetas. Aquel buen hombre, que además era ingeniero, no sólo renunció a la ilusión de que su hijo estudiase lo mismo que él cuando aceptó pagar por ese largometraje –el chico ya tenía 30 años y no hacía más que cortos en super-8 y repetir curso-, sino que también interpretó al comisario que ayuda al protagonista, un tipo imaginativo al que algunos toman por loco.
Al llegar el encargado con el objetivo correcto, se canta la primera toma. Los extras huyen del ovni y acaban despatarrados por el suelo. Desde lo alto, Olaria les indica que para la siguiente procuren no pasar olímpicamente de la persona que tienen al lado de la que echan a correr. Lo hacen: una manita en el hombro, un tirón de brazo. Gritan y corren bien el metro y medio que tienen de margen hasta desaparecer. “Pues chicos, muy agradecido”.
También se ventila en dos tomas el plano del siguiente grupo. Conserva el hábito de ahorrar metraje de cuando lo hacía en celuloide. Los extras le ruegan más planos diciendo que pueden quedarse todo el tiempo que quiera y que aún falta mucho hasta que tengan que dejar la sala alquilada. Apoyando una mejilla en la mano, Olaria piensa en qué más les podría pedir mientras el resto le lanza peticiones.“¡Cúbrete con algún primer plano de reacción!”, le aconseja el fotógrafo que ha estado disparando sin freno entre toma y toma. Pero el director ya venía con la secuencia premontada de casa y cree que no le hace falta más: “Yo os lo agradezco, pero no se me ocurre…”.
Recuerda que el rodaje de “El hombre perseguido” también estuvo lleno de gente generosa: Coscolín Martinez, el actor que hacía de abducido, corrió incansablemente por pedregales con zapatos que se le rompían una y otra vez. El consulado estadounidense le cedió para una escena dos rollos de 120 metros en 16 milímetros, con imágenes de astronautas de verdad. En color, gratis. Cuenta que lo único que le dijeron los americanos fue: “Pero ascolti, recuerde que nos los ha de devolver”. Luego necesitaba un rabo de lagartija y apareció un herpetólogo dispuesto a cazárselas. Aquel desconocido, un tipo delgado, le dijo: “Yo soy Delfín González”, y trabajaba en el zoo de Barcelona. Las encontraron en unas rocas junto al mar del Port Ginesta. González las miraba fijamente y Olaria le decía “Cuidado, Delfín, que le veo que se lanza a la roca y se rompe el cráneo”. Se tiraba a ellas de cabeza, y con los dedos, ¡plim!, cogió diez. Olaria las guardó sobre un corcho de pesebre con celofán por encima. Y allí las llevó hasta a casa, donde Delfín González le enseñó el punto exacto desde donde, según él, había que tirar de la cola de las lagartijas para arrancarla sin causarles dolor.
Al final, los extras le convencen para hacer otro plano. Grabará unos cuerpos girando que irán encajados en los efectos de los torbellinos. Pero para que nadie piense que pide cosas que él mismo no estaría dispuesto a hacer, se quita el impermeable y se tira al suelo. Su cuerpo rueda hacia adelante y hacia atrás, haciendo la croqueta sobre la cartulina verde. Los demás le sugieren que salga en la película haciendo eso él también, pero le resulta extraño mostrar a un yayo de 76 años dando volteretas. Jalea a dos extras que le imitan las vueltas con empeño. Dice: “Acción. ¡Hostia, qué torbellino!.No te rías… ¡Qué bien!”.
Días después, edita todo él solo en su casa. Y piensa que la secuencia le ha quedado “potable”.