La votación de la “Ley Trans” en el Congreso de los Diputados ha deparado pocas sorpresas. La suerte estaba echada. El arbitraje de la Moncloa, cediendo ante las pretensiones del Ministerio de Igualdad, había inclinado la balanza desde hace semanas. El debate se circunscribió a la Comisión de Igualdad, la comparecencia de voces expertas y críticas – académicas, profesionales, feministas… – fue rechazada y se procedió con carácter de urgencia. De este modo, la discusión y conocimiento de una ley de enorme trascendencia social han sido hurtados a la ciudadanía. Las consecuencias de todo ello serán muchas y muy graves. Una generación de jóvenes y adolescentes – en primer lugar, chicas – servirá de banco de pruebas para un experimento farmacológico y social de gran impacto en sus vidas. La ley, echando el cierre a todo un entramado de disposiciones autonómicas ya en vigor, promueve el autodiagnóstico de los malestares con el propio cuerpo, coarta la intervención de los profesionales de la salud, transforma a los enseñantes en propagandistas de los estereotipos sexistas e induce a los jóvenes a arriesgados tratamientos hormonales y quirúrgicos. Las consecuencias de semejante despropósito serán – son ya – las mismas que han llevado a países como Reino Unido, Suecia o Finlandia a dar marcha atrás en la aplicación de modelos idénticos al que acaba de ser adoptado. Con el régimen sancionador previsto, alertar de todos esos peligros puede ser objeto de severas multas e inhabilitaciones profesionales. Los derechos, espacios propios y avances feministas en el terreno de la igualdad están en cuestión a partir del momento en que deviene ley que ser mujer se reduce a un mero sentimiento y cualquier hombre puede ser reconocido como tal a todos los efectos, sin más requisito que su palabra.
Es difícil imaginar mayor compendio de medidas regresivas. Merecerá reflexión y estudio entender cómo ha podido la izquierda entregarse con tal entusiasmo a una doctrina como ésta. La “Vulgata queer”, como le gusta decir a la escritora Laura Freixas, constituye un fidedigno reflejo de las sociedades desvertebradas, desesperanzadas y embebidas de individualismo que nos han legado décadas de hegemonía neoliberal. El voto en el Congreso de los Diputados quedará en los anales de la vergüenza, cuando haya que rendir cuentas de lo que hoy se ha propiciado. Podemos se ha convertido en una izquierda que, a falta de contemplar la posibilidad de grandes transformaciones sociales, quisiera performar la realidad resignificando las palabras. El transgenerismo es su bandera de sustitución. Las fuerzas nacionalistas vascas, gallegas o catalanas, cautivas de su horizonte de autodeterminación nacional, no podían por menos que adherirse al delirio de la autodeterminación del sexo. Y en el PSOE han pesado más las consideraciones tácticas y la voluntad de cerrar una incómoda carpeta a las puertas de un nuevo ciclo electoral que las cuestiones de principios y la voz de las feministas socialistas.
Entre el estruendo de la crisis desatada por el Tribunal Constitucional y los niños de San Ildefonso cantando el gordo de Navidad, la adopción final del proyecto habrá llamado poco la atención de la ciudadanía. De hecho, era lo que se pretendía. A pesar de la pugna interna habida durante meses, al final, se ha impuesto la disciplina de voto. La ley ha salido adelante con el apoyo de la mayoría de investidura frente al voto negativo de Vox y del PP – capaz de oponerse en el Congreso a la iniciativa del gobierno… después de haber promovido leyes trans aún más agresivas en las comunidades autónomas que dirige, como es el caso de Madrid. Irene Montero exulta con lo que cree su victoria. Y no pocos creen que ya pasó el mal trago. Cálculo erróneo: crecerá la protesta de familias cuyos hijos son empujados a un camino de daños irreversibles para su salud, habrá conflictos en colegios profesionales y en ámbitos educativos, estallarán escándalos médicos… Los sindicatos, que hasta ahora se han creído a buen resguardo de todo este lío, se verán involucrados también cuando tengan que pronunciarse ante sanciones administrativas a afiliados díscolos con la ley o cuando las exigencias de la misma tengan que aplicarse a los convenios colectivos. En realidad, en términos políticos y de afectación ciudadana, el problema no ha hecho más que empezar.
En la bancada del PSOE, solo Carmen Calvo, que se había significado por su oposición a la “Ley Trans”, ha roto la disciplina de voto y se ha abstenido. El gesto es más relevante de lo que podría parecer a primera vista. La lealtad de Carmen Calvo hacia el gobierno de Pedro Sánchez no le permitía sin duda votar en contra de la ley. Las votaciones admiten poca retórica. Esa abstención tiene, sin embargo, el valor de un “Eppur si muove”. Habrá quien dirá que eso no es más que lo que los franceses llaman “un baroud d’honneur”: una última y meramente simbólica afirmación de orgullo en medio de la derrota. Para muchas feministas, profundamente dolidas con todo lo ocurrido, quizá esto sepa a poco. Sin embargo, la historia nos ha enseñado que los gestos y los símbolos cuentan. Un humilde grano de arena puede hacer chirriar todo un engranaje. Protestas solitarias han precedido a grandes cambios en la opinión pública. El murmullo de despedida de Galileo, mucho más que el refunfuñar impotente de la razón vencida, fue el anuncio de futuros y victoriosos embates contra el oscurantismo y la intolerancia. Dentro de unos días, con su publicación en el BOE, la “Ley Trans” será ley. A pesar de tan solemne acontecimiento, en enero de 2023, la Tierra seguirá sin ser plana. Y el sexo continuará siendo una realidad biológica inmutable sobre la cual las sociedades patriarcales perpetran grandes injusticias. Y el feminismo seguirá peleando e interpelando a toda la izquierda. Una abstención, una simple abstención, risible quizá a ojos de algunos, permanecerá como el marcador de una página que otros muchos querrán un día ver arrancada del libro de sesiones.
Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.