Se acaba de anunciar la puesta en marcha de una nueva ley de interrupción voluntaria del embarazo, ampliamente reclamada, hace ya largo tiempo, por los sectores feministas y progresistas de nuestra sociedad. Según la vicepresidenta Fernández de la Vega, la ley debe ser precedida por un una amplia reflexión y finalmente ha de recoger un consenso. Pero es de esperar que asistamos a una cerrada oposición de los sectores conservadores, que ya vienen boicoteando la práctica de la actual ley de aborto, a pesar de sus limitaciones. De hecho el Vaticano se ha apresurado a formular su inquietud ante la iniciativa y los medios reaccionarios han empezado a destapar la caja de los truenos. Por ello, desde el primer momento, resulta necesario desmontar las argumentaciones que la oposición al aborto libre viene esgrimiendo.
Esta militante oposición, que ha llegado al extremo de la violencia contra las clínicas y los médicos practicantes del aborto, parte de un sofisma básico: la consideración de los embriones como seres humanos, como personas. De la cual se deriva la calificación del aborto como un asesinato. Y la legalización del aborto en la mayoría de los países europeos como un genocidio. Julián Marías llegó a escribir que el mayor crimen del siglo XX, despreciando sus devastadoras guerras, el holocausto, el lanzamiento de las bombas atómicas, había sido nada menos que la legalización del aborto. Y es que, para los militantes de las asociaciones “pro vida” , parece que la forma de vida mas auténticamente humana, mas propia e intangible es la embrionaria, sometida, después a una absurda continuación. ¿ Destinada principalmente a la producción de nuevos embriones?
¿Es mera caricatura sarcástica lo que acabo de escribir? No lo parece, si comprobamos que no faltan antiabortistas partidarios de la pena de muerte y de las guerras de agresión. reconvertidas hoy en “guerras preventivas”. En estos días la candidata a la vicepresidencia de los Estados Unidos, Sarah Palin nos muestra como un icono, semejante ideología luchando por imponerse. Y tales mentalidades suelen mostrarse bastante indiferentes para las condiciones inhumanas en que desarrolla su vida gran parte de la población que llena nuestro planeta, acosada por el hambre y la miseria. Como un estadounidense de raza negra- o afroamericano- según la terminología políticamente correcta- comentaba: cuando se encontraba como embrión en el vientre de su madre mucha gente se preocupaba por su vida, disuadiendo a su progenitora, acosada por múltiples problemas, de abortar, mas, en cuanto vio la luz, nadie volvió a inquietarse por las misérrimas condiciones en que se veía obligado a subsistir penosamente. Al fin y al cabo había perdido la privilegiada condición de embrión. Hace ya tiempo escribí un artículo sobre “el amor a los embriones”, como seres predilectos, que, curiosamente, parece caracterizar a la militancia antiabortista.
¿ Por qué un embrión no es todavía un ser humano, aunque pueda estar en camino de serlo? Porque un ser humano no se reduce a mera corporalidad, no se queda en una estructura de células, tejidos y órganos, simple biología. Entender así al ser humano resulta propio de un materialismo craso, en que, al parecer, caen los antiabortistas. El ser humano es, ciertamente, un organismo viviente, pero decisiva, radicalmente, es un animal cultural. Entendida la “cultura” en su más estricto sentido, como el medio social en que hacemos nuestra vida, tal como la antropología cultural y física ha desarrollado este concepto, y, por mi parte, he formulado en mi libro “El animal cultural-Biología y cultura en la realidad humana”.
La cultura nos hace seres humanos, por encima de nuestra anatomía y fisiología, peculiarmente orientadas hacia ella ,en nuestra especie. Sin el troquelado cultural, sin los cuidados, que el neonato requiere, un prematuro desvalido, pero llamado de un modo singular al desarrollo de sus potencialidades antropológicas, según el biólogo Portmann, no se adquiere la condición propiamente humana. Y la enculturación se inicia con el nacimiento. Con la existencia individualizada. No con la dormida, latente, existencia en el útero materno. Para el Código Civil español no se adquiere la condición de persona hasta transcurridas veinticuatro horas de vida después del parto. Para la escolástica clásica la persona era “rationalis naturae individua substantia”. Un sujeto “individualizado” de naturaleza racional. Indudablemente un recién-nacido no posee todavía razón y libertad, pero en el mundo a que se han abierto sus sentidos inicia, bajo los cuidados maternos y del medio exterior que le rodea, el desarrollo de su humanidad. Los antiabortistas frecuentemente tan cristianos han parecido olvidar su misma tradición escolástica. Dentro de ella, Santo Tomás mantenía que la información del cuerpo por el alma no se producía en el momento de la concepción, sino cuando el embrión se encontraba en un estado avanzado de desarrollo.
Podría, con razón, pensarse que este debate básico sobre la falta de sentido que supone atribuir a los embriones la condición de seres humanos, de personas, es algo ya superado, cuando la mayoría de los países avanzados han ido legalizando y despenalizando -que es el objetivo más propio a conseguir- la práctica del aborto voluntario. Pero las viejas convicciones que ven la reproducción, la creación de la vida, como algo sagrado, que debe escapar de cualquier intervención que lo controle por parte de las profanas manos humanas, unidas al patriarcal recelo contra la mujer deben ser ahuyentadas, si queremos avanzar en el camino de una sociedad racional.
Filósofo, escritor y columnista español, catedrático de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia entre 1960 y 1968, donde llevó a cabo una clandestina lucha antifranquista, Honoris Causa en la misma, emérito de Filosofía en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Comité Central del Partido Comunista de España. Desde 1997 hasta 2014 fue presidente del Ateneo de Madrid.