La razón perdida, las palabras nada quieren tener que ver conmigo. Avanzo por el camino retorciendo pensamientos como trapos mojados. Camino a solas entre cumbres y lomas que cada día me engañan con un nuevo volumen. En cada minuto que pasa, la luz las vuelve extranjeras. No camina la luz, caminan las montañas como nómadas. Descubro nuevas hondonadas. Líneas curvas que remedan la lejanía recta del final del mar están tranquilamente dormidas, aquí y allá, en su composición de nuevos horizontes. Mapas de tierras en las que muchos días soy la única pionera. El sol asoma para derramar sus astillas de plata en el camino mojado, luego se cubre y se descubre para hacer visible un grupo de árboles lejanos que se convierten en el centro del espacio el tiempo de un instante. ¡Cuanta agitación en los muchos silencios que rodean cada cumbre! Metamorfosis de colores jugando entre el oscuro y lo claro -masculino y neutro-.
Los lugares duermen y se desperezan mientras inútilmente pretendo destilar las palabras como una alquimista -y como a ella, la esencia se me escapa-. ¿Ha habido alquimistas? Siempre dijeron -dijeron ellos, el artículo importa- que el principio femenino es evasivo, se escapa. La ley del género pero “lo poco que es un hombre”. A los humanos hay que recordarles la verdad y mostrar con el dedo donde tienen su plaza.
Alzo la vista un poco más, hacia los jirones de nieve allá en lo más alto. Todo en derredor me dice: “Sabemos quién eres. Vivimos desde las eras glaciares sin preocuparnos de tu existencia. Seguimos aquí y nunca te dijimos: ¡ven, ven!”.
No son un simple momento en la historia y la teoría de las montañas. El Romanticismo amó las montañas y la mezcla de géneros. Friedrich y el árbol de los cuervos. Los árboles domesticados de las metrópolis no tienen ramas tortuosas ni manos como garfios. No saben mirar de lejos ni matar de miedo. Adornan avenidas que brillan y brillan entre ellos, desvaídos como rascacielos.
¿Cuánto dura –si es que puede durar- un instante? ¿Cuántos instantes contiene un minuto? Hay una sola “i” en un instante y una sola en dos, en muchos, infinitos instantes. La “i” del instante sola, siempre sola. ¿Cuánto es siempre -con su única “i” y su imposibilidad de ser en plural-? No se pasa de un contrario al otro: de siempre a un instante. Siempre gana el infinito, con todos sus instantes. Ganan las montañas del glaciar y todos sus silencios. Yo soy una mujer, entonces pierdo.
El paso de la sombra de una nube barriendo el valle dura un instante. De otro modo no temblarían sus formas. La luz del sol se agita como trapos secos en el tendal de la casita de la vieja. Un instante: siempre y siempre.
Llegará el verano y secará la nieve y la laguna. Antes se despertará el bosque y las criaturas que hibernan. Saldrán los zorros de las madrigueras. Crecerán las flores desde sus botones. Una fiesta. Puedo ver, en solo diez segundos de un documental, como se abre una flor, como nace un insecto. Puedo ver toda la vida que esconde la tierra bajo una hoja. El tiempo de un instante. Puedo ver la vida pero no cogerla. Yo caminaré sola por el camino y recogeré flores cuando nazcan y hablaré con la vieja de la casita. Ahora vuelvo a casa. Se levanta la noche en las montañas. Hace frío. No le tengo miedo a los árboles, tengo miedo de que se apague el fuego. Camino y escojo las palabras ¿cómo ordenar la multiplicidad en la nomenclatura? No soy un árbol. No sé extraer la savia de los nombres. Pero estudié astronomía en el fuego: azul y amarillo como un día soleado -y chispas entre llamaradas como nacimientos de estrellas en el universo-.
A Uxio Novoneyra, en pago de mi deuda, por enseñarme lo poco que es un hombre.