Vigilar la frontera no es un trabajo fácil. Tengo que velar por el bienestar de todos los españoles y eso implica evitar que ningún indeseable entre en nuestro país. Creo que, en el fondo, sabéis a qué me refiero, pero si queréis que lo diga por vosotros, os daré el gusto: solo dejamos pasar a los blancos. Podéis llamarme ignorante, pero lo cierto es que muy pocas personas toleran a los que son algo oscuros. Siendo sinceros, ¿cómo reaccionaríais si uno de ellos apareciese en vuestro lugar de trabajo? ¿O en una cena familiar? Los más susceptibles mostraríais vuestro disgusto desde el principio. Otros intentaríais ser amables y fingir que os resultan divertidos, aunque solo sea para mantener las apariencias. Aun así, lo más seguro es que, en mayor o menor medida, todos os sintierais incómodos, y eso es precisamente lo que tengo que impedir. Quizás esto suene demasiado duro, pero no soy tan estricto como parece. A veces hago la vista gorda y dejo que pasen unos cuantos verdes.

Cuando empecé a trabajar en los límites del humor, pensaba que las gracias sobre sexo también se considerarían inapropiadas y no tendrían cabida en nuestra sociedad, pero resultaron ser casi tan inocuas como el humor blanco. Soltar algunos chistes verdes en medio de una fiesta no inquieta a los invitados. Da igual que resulten demasiado explícitos o que bromeen sobre acostarse con la madre de alguien. En vez de ser recibidos con silencios incómodos y miradas de desaprobación, los chistes verdes salen victoriosos de situaciones en las que el humor negro fracasa. Además, tienen la virtud de aportar algo de diversidad a nuestra comedia, dentro de unos límites razonables.

Vosotros no sois conscientes de lo desbordante que llega a ser el humor. Hay chistes de todas las formas y colores, y no siempre sé a cuáles debo permitir la entrada. Me he encontrado varias veces con un niño llamado Jaimito y con una chica rubia, de vestido escotado, que busca desesperadamente a su perro, un tal Mistetas. También suelo toparme con bilbaínos que arrastran piedras de trescientos kilos y andaluces que se duermen en medio de la cola. Ninguno de estos chistes está a la vanguardia del humor, pero han acabado resultándome familiares y les doy el paso de forma automática, sin apenas reparar en ellos, como quien saluda a su vecino en el ascensor. Por desgracia, no puedo tirar solo de inercia. Algunas veces tengo que fiarme de mi instinto.

Hace unas semanas, un grupo de hombres vestidos como los Village People se precipitó hacia la barrera gritando «pasooo, que voy ardiendoooo» en tono afeminado. Como me parecieron chistes anticuados y de mal gusto intenté contenerlos, pero mi superior me detuvo, diciendo que solo eran unas bromillas inocentes y que no hacían daño a nadie. Aunque no me terminó de convencer, decidí seguir las indicaciones del capitán y ser un poco más permisivo. Al fin y al cabo, él era el experto.

Regresé al trabajo creyendo que todo estaba bajo control, pero unas horas más tarde un señor bajito y con bigote se acercó a mi puesto. Me dijo con voz aflautada que llegaba tarde a la inauguración de un pantano y tenía que dejarle entrar en el país inmediatamente. Cuando iba a darle permiso, mi jefe volvió a intervenir, echándolo de la cola a empujones. En un arrebato de lo más infantil, Franco se bajó los pantalones, mostrando un culo tan blanco que podría haber sido lavado con detergente.

Tras el percance, el capitán me explicó que había estado a punto de cometer un grave error. Según él, ese tipo de chistes eran una falta de respeto hacia los españoles y solo conseguían abrir viejas heridas. Intenté justificarme, diciendo que el caudillo gobernó España hace mucho tiempo y que era muy difícil que una gracia así hiriese la sensibilidad de alguien. También comenté que reírse de los grandes conflictos ayuda a hacerlos más pequeños, para poder dejarlos atrás. A pesar del discurso, mi superior no cambió de opinión sobre el chiste. La única respuesta que obtuve de él fue una palmadita en el hombro, acompañada de un seco «no lo he pillado».

Esta clase de situaciones complican mi trabajo. A diferencia de cualquier otra frontera, los límites del humor no son algo definido. Por ejemplo, pueden cambiar su contorno con el tiempo. Algunas cosas de las que era impensable reírse se han acabado volviendo objeto de chiste. En otras ocasiones, pasa lo contrario: los límites se contraen y la gente cada vez es más susceptible ante ciertas bromas. Con la experiencia, he aprendido que el tiempo es un factor importante, pero la aceptación de un chiste depende, sobre todo, de su receptor. Aunque a mi jefe y a mí no nos hacen gracia las mismas cosas, solía creer que los límites de la comedia eran lo bastante grandes como para que, tarde o temprano, coincidiéramos en algún chiste. Eso pensaba, hasta el momento del incidente.

El pasado lunes, un coche de Lepe llegó a la frontera. De él bajaron cinco pueblerinos. Todos con boina, camisa vieja a cuadros y alpargatas. Algunos completaban el modelito con un mondadientes en los labios o una gallina bajo el brazo. Cuando les hice las preguntas reglamentarias se mostraron bastante reservados. Empecé a creer que intentaban ocultar algo, pero conociendo su lugar de origen achaqué su silencio a un problema de elocuencia. Iba a darles mi aprobación, hasta que me fijé en uno de los mondadientes. Su dueño lo meneaba de un lado a otro con nerviosismo, como si fuese una bola de metal dentro de una ruleta. A pesar de lo hipnótico que resultaba el movimiento, lo que realmente llamó mi atención no fue el palillo. Un centímetro por encima de él revoloteaba un bigote que me resultaba demasiado familiar.

«¿Hay algún problema, agente?», preguntó el lepero, agravando la voz. Al ver que su desparpajo me resultaba sospechoso, decidió rectificar. «Yepaaa, ¿tú de quién eres?», farfulló. Aunque reaccionó con rapidez, uno de sus compañeros acabó delatándolo. «Mierda, siempre que me subo a un coche la cosa acaba mal», escuché de fondo. El resto de aldeanos intentaron hacerle callar, pero ya era tarde. Carrero Blanco entró en pánico y echó a correr. Tras él, las gallinas y los leperos salieron en desbandada. Durante la carrera, perdieron las boinas y las pelucas que ocultaban su identidad. Además de los chistes de Franco y Carrero Blanco, acerté a ver una broma sobre la Iglesia y otra sobre la Casa Real. Debí pedir ayuda, pero la situación me sobrepasó. Por suerte, el capitán andaba cerca, como de costumbre, y pudo actuar a tiempo. A su señal, los demás guardias se desplegaron y fueron tras los fugitivos.

Mis compañeros arrestaron a cuatro de los chascarrillos antes de que cruzaran la frontera. Descubrí al último de ellos, un chiste que aún no había identificado, intentando trepar la valla. En esta ocasión, reaccioné al instante y conseguí cogerle del pie antes de que lograra pasar al otro lado. El falso lepero se aferró a la alambrada y comenzó a patalear con fuerza para librarse de mí. Durante el forcejeo, se giró y me miró a los ojos. En ese momento pude apreciar el chiste por primera vez. No tenía nada que ver con las gracietas que pasaban por mi puesto a diario. Abarcaba todas las ofensas posibles. Hacía referencia a varias religiones, enfermedades terminales, políticos y prácticas sexuales. Era una amalgama de tabúes que satirizaba todos los aspectos de nuestra sociedad y no dejaba títere con cabeza. Me encantaría describíroslo con detalle, pero si lo explicase perdería la gracia, y eso no sería justo ni para él ni para vosotros. Tendréis que fiaros de mi palabra: era realmente gracioso, tanto que no pude evitar soltar una carcajada y, en consecuencia, el pie que estaba agarrando.

Después de que el chiste saltase la valla y se perdiese en la lejanía, mi jefe se acercó corriendo y, rojo de rabia, me preguntó cómo se había podido escapar. Cuando dejé de reír, me sequé las lágrimas y le respondí: «No lo he pillado». El capitán ni siquiera esbozó una sonrisa. Apretó los puños, se dio la vuelta y, sin mediar palabra, regresó con los demás agentes.

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