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La vida puede ser muy exagerada pero al llevarla al cine hay que tener cuidado, porque un exceso de exageración puede truncar el resultado de la obra. A Mark le gusta forzar la casualidad, le gustan las mujeres y le gusta el juego de la seducción. No obstante, su vida está vacía, ese pasado que queda fuera de campo nos advierte de muchas rupturas, muchas heridas, muchas lesiones como las de su corazón, amenazado por la angustia, el stress, el agobio de la pérdida. En una de sus muchas pérdidas, Mark, una noche, pierde el tren que ha de llevarle de vuelta a París desde una capital de provincias a la que ha ido por trabajo. Podía haber preguntado al camarero por algún hotel cercano, pero resulta mucho más prometedor seguir a una mujer que ha entrado en el bar en el último momento para comprar tabaco y preguntárselo a ella. Así conoce a Sylvie y surge, lo que parece, un flechazo con cita el viernes siguiente en una de las terrazas de la Tullerías (si, efectivamente, el recuerdo al clásico es inevitable). Las heridas del corazón pasan su primer recibo y Mark sufrirá un infarto que le impide acudir a la cita, y con ello, la pérdida absoluta de contacto con la desconocida de la que no sabe ni el nombre.

El espectador tiene más información que los protagonistas, hemos conocido a la familia de Sylvie, así que cuando, en otra casualidad, Mark conoce e intima con Sophie, hermana de Sylvie, deducimos por dónde se desarrollará el relato, una pena, porque hubiera sido más tortuoso y más intrigante que el espectador hubiera ido aumentando sospechas al mismo ritmo que Mark, y no siempre por delante. Lo que primero podemos pensar que es vergüenza o temor a revelar a la nueva pareja porqué conoce a su hermana, se transforma en castigo, el castigo que atenaza un corazón herido realmente y que comienza a dudar desde que comienza a recoger evidencias de quien es esa hermana omnipresente en el recuerdo. Poco a poco las sospechas de Mark van revelándose, del mismo modo que la banda sonora de Bruno Coulais reitera el futuro trágico de la historia a golpe de violonchelos y contrabajos. La estabilidad que Mark buscaba alcanzados los 47 años se transforma en tormenta interna cuando comprueba que la hermana de Sophie no ha desaparecido para siempre como sospechaba, sino que está más cerca de lo que debería, separada por un océano real pero siempre presente en conversaciones, retratos, comentarios, y, fruto de las nuevas tecnologías, accesible a través de skype. La llama de un encendedor no sirve para iluminar, sino para teñir de oscuridad todo lo que deparará el futuro de los protagonistas, el primero y durante mucho más tiempo, Mark.

El corazón de los tres protagonistas, Benoit Poelvoorde, Chiara Mastroianni y Charlotte Gainsbourg, comienza a sufrir las consecuencias del azar. Es en esta segunda parte de la película donde esa exageración lastra la película, donde lo que no dejó de ser una noche entre dos desconocidos, una simple noche marcada por la decepción del viernes siguiente, pasa a transformarse en un terremoto que acaba con la estabilidad de sus vidas, estabilidad forzada para sobrevivir creando atmósferas de apariencias, burbujas para vivir sin dolor, fortalezas de amores sobrevenidos o sustitutos que pueden marchitarse o herirse a velocidades supersónicas con una simple visión, si la historia de Mark y Sylvie hubiera sido más prolongada, más pasional, quizás se sentiría uno más acompañado en el proceso de los personajes. En el juego de miradas postreras entre Mark y Sylvie, Sophie permanece en un mundo aparte, engañada de si misma, ausente de interés por querer saber el porqué del cambio en Mark, última en enterarse de nada cuando ya todo es conocido. El día de su boda, Mark mira a las puertas, temiendo la aparición de la cuñada y, al tiempo, ansiando atravesar esas puertas y desaparecer una vez que se ha dado cuenta de que todo es apariencia.

El título de 3 Coeurs se queda corto, tres corazones son los protagonistas, pero en el camino quedan lesionados otra media docena. Al excelso reparto femenino, completado por Catherine Deneuve en el papel de madre de las hermanas, todas ellas heridas por un padre ausente que voló, le hubiera venido mucho mejor un compañero masculino de reparto con más empaque, más tenebroso y seductor al mismo tiempo, me imagino a Vincent Lindon recreando a este timador de sentimientos, propios y ajenos. También le hubiera venido bien un pulido a la historia para evitar algún que otro sonrojo, alguna que otra previsible deriva del relato, eliminar a ese narrador intermitente que nos indica que el tiempo ha pasado o evitar la repetición sistemática de esos acordes que anuncian tempestad incluso cuando todo aparenta calma y bonanza. Quedémonos con lo bueno, la presencia esencial de dos mujeres por las que pasa el tiempo y permanecen inalterables en su complejidad creando personajes, la Mastroianni y la Gainsbourg, dos valores absolutos de la cinematografía francesa, que es tanto como decir una de las pocas industrias culturales del planeta.

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