Por primera vez, 30 años después, un directivo de la sucursal del Banco Central de Plaza Catalunya relata en primera persona sus vivencias durante las 37 horas de secuestro. Su testimonio, junto al de un periodista que vivió el asalto en directo desde el exterior, arroja alguna luz y no pocas sombras sobre los hechos, aún hoy controvertidos, y sus protagonistas.
“Recuerdo el silbar de las balas y los gritos de los policías: “¡al suelo!”, “¡al suelo!” Nos echamos al suelo frente al quiosco de La Rambla. A mi lado se tendió un chico de unos 20 años que, justo antes de salir, se había quitado la capucha. Estaba asustadísimo. Me dijo: “nosotros llegamos anteayer de Perpignan, y nos han dado las armas aquí. Nos han dicho que nos darían un millón”. Mientras decía esto, tiraba al suelo las balas que llevaba en los bolsillos”.
Así vivió el testigo, A.B., el momento final del asalto/ secuestro, que durante 37 horas tuvo en vilo a la todavía nueva y débil España democrática, justo tres meses después del golpe de estado del 23F.
Un comportamiento extraño
Empieza la narración en los primeros momentos del asalto y las extrañas circunstancias que se dieron: “desde los primeros momentos los asaltantes se comportaron de una forma extraña, fuera de lo normal. Nada más entrar en el banco pidieron las llaves de la puerta principal y la cerraron, impidiéndose a ellos mismos la vía de escape más lógica”.
Y continúa con su primer recuerdo de humillación como rehén: “después nos reunieron a todos los empleados y clientes en la primera planta, de pie contra la pared. En total éramos unas 250 personas. Nos dijeron que eran guardias civiles, recordaron el tercer mes del 23F, y nos hicieron gritar: “¡Viva la Guardia Civil!” “¡Viva España!” Como nosotros no gritábamos mucho, nos riñeron: “¡más fuerte, cabrones!”
En el exterior, Santiago Tarín (periodista de Radio Nacional de España en aquel entonces), situado en la terraza del número 1 de Passeig de Gràcia, sede de la emisora, vivió también aquellos primeros momentos, con toda la Plaza Cataluña va-cía: “me recordaba una situación de guerra, el momento previo a la batalla, con un silencio total y absoluto. En cierta manera el ambiente se parecía al del 23F, cuando volvía a casa por la noche, con todas las calles desiertas. Y el silencio”.
En el interior, un turista suizo pidió a uno de los atracadores hablar con su embajada. Éste le dio un tortazo y el turista cayó al suelo. “Me lo contaron. No lo vi, pero pude ver como su mujer le curaba la nariz, que le sangraba”.
“Hicieron sus peticiones (liberación de Tejero, San Martín, Torres Rojas y Pedro Mas; un autobús y un avión). Y acto seguido liberaron a los clientes, incluida la pareja de suizos”.
Negociación y tensa espera
A partir de entonces, el asalto/ secuestro entró en una fase de negociación y tensa espera. Como recuerda Santiago Tarín: “ni el gobernador civil ni el director de la policía tenían ninguna certeza de que no hubiera ningún guardia civil en el interior”.
Fue esa sensación de no saber qué pasaba, de no saber quiénes eran realmente los asaltantes, la que marcó las horas siguientes: “se sucedieron los paseos del encapuchado apuntando en la nuca a aquel señor calvo, que era el cajero del banco; y el episodio de la tanqueta de la guardia civil, desde la que alguien hablaba con un megáfono cuando fue tiroteada desde el banco y salió huyendo precipitadamente, empotrándose en un parterre cercano. Era todo muy extraño”.
El rehén-testigo intenta recordar el máximo número de detalles: “la tarde del sábado dejaron salir a todas las mujeres. Y por la noche nos pusieron a los empleados frente a las ventanas de la primera planta, en grupos de dos ó tres personas por ventana y con las manos abiertas sobre los cristales, a modo de escudos humanos. A mí me tocó frente al bar Núria. Me dediqué a contar mentalmente el tiempo de duración de los semáforos: aproximadamente 40 segundos para el paso del peatón,… 60 segundos para el paso de los coches”.
Y sigue rememorando con exactitud, como si los hechos hubieran sucedido hace tan sólo unos días: “una vez cumplido mi turno de 5 horas, me encerraron junto a otros rehenes en la cámara acorazada del sótano del banco, tras la verja de acceso a las cajas de seguridad, y con la puerta acorazada abierta. No nos faltó aire, pero sí espacio. Nos teníamos que turnar para sentarnos en el suelo. Allí estaba nuestro fisioterapeuta del banco, Antonio, que nos decía: “ahora dad saltitos como si corrierais, pero quietos”. Saltábamos sobre las puntas de los pies para calentar un poco los músculos”.
A.B. no tiene inconveniente en señalar especialmente el que fue para él uno de los acontecimientos más desagradables: “así llegó el mediodía del domingo, cuando el número 1 empezó a seleccionar rehenes para ser intercambiados por comida. Alguno se ofreció voluntario para salir, argumentando: “tengo mujer y dos hijos”. En el momento de la salida, los rehenes escogidos daban la mano a los secuestradores. Uno de ellos le dijo a un atracador: “que tengas suerte”. Esto no me gustó nada, pero entendí lo que la expresión “síndrome de Estocolmo” quería decir”.
Ambiente distendido
El directivo aporta dos pinceladas para describir la realidad que se vivía en el interior del banco en las primeras horas de esa tarde: “el ambiente era distendido. Nosotros nos sentamos en las mesas por primera vez en todo el secuestro y nos pusimos a comer. Uno de ellos saltaba “a lo tío Gilito” sobre los 600 millones de pesetas en billetes que habían amontonado en el hall central de la planta baja. “¡Mirad como salto!, bromeaba con sus compañeros”.
Y otro dato sobre la organización de los asaltantes: “Mientras comíamos (la comida era del restaurante Coq D’Or de la calle Balmes y consistía en bocadillos fríos y fruta), llegó el número 2 y dijo al número 1: “han llamado y han dicho que todo está lleno de gente en los alrededores”. Pensé: “hay alguien fuera que los informa”.
Finalmente, A.B. relata con sorprendente naturalidad y sencillez uno de los acontecimientos más emotivos de todo el secuestro: “esa tarde, y antes de los acontecimientos finales, hubo un “momento de humanidad” ó “gesto humanitario”. A los que quisimos nos dejaron llamar a casa. Recuerdo que esperábamos en una larga cola y sólo podíamos estar al teléfono 2 minutos. Mi mujer lloraba. “Cariño, estoy bien. No sé lo que pasará, pero mañana la vida tiene que seguir igual”, le dije”.
Los acontecimientos se aceleran
A partir de ese momento, el narrador se apasiona para transmitir la intensidad de los últimos momentos del encierro: “los acontecimientos se aceleraron. Dos de ellos subieron a la azotea. Sonó un disparo. A continuación se oyó a uno de ellos bajando por las escaleras, gritando: “¡han matado a mi hermano. Matadlos a todos!” Inmediatamente después empezaron a sonar tiros y gritos de: “¡bajan por la escalera!” “¡bajan por la escalera!”
Y traga saliva y juega con sus manos, en una pausa necesaria, antes de seguir contando lo sucedido, intentando dominar el impacto que esos recuerdos le producen: “nuestra primera reacción fue refugiarnos todos debajo de las mesas. Estábamos alteradísimos. Corríamos como pollos descabezados. Teníamos miedo a los tiros que no sabíamos de donde venían”.
Santiago Tarín rescata esa parte de su memoria: “recuerdo como debutaron los GEO, y que nos pidieron que no dijéramos que estaban en las azoteas de los edificios vecinos al banco. En un momento dado empezaron los disparos y vimos como los GEO iban entrando por la azotea del edificio. Se abrió la puerta principal a la calle y empezó la estampida de rehenes con las manos en alto”. Y sentencia: “lo tengo claro. En el momento en que las autoridades se convencieron de que los asaltantes no eran guardia civiles, ordenaron la entrada en acción de los GEO”.
A.B. rememora los instantes posteriores a los primeros momentos tras la salida, cuando les hicieron bajar reptando por las escaleras del metro: “nos tuvieron de bruces en el suelo, en el vestíbulo redondo del metro, y un teniente de la policía armada, rubio y con un pañuelo verde al cuello, nos amenazó, dirigiéndose a los policías a sus órdenes: “al que se levante, disparadle”. Pensé: “no me han matado los atracadores y ahora me van a matar estos”. El teniente nos levantaba uno a uno y preguntaba: “¿éste es empleado?” El resto de nosotros, levantando la cabeza desde el suelo, contestábamos a la vez: “¡sííí!”
Y concluye esa parte del relato con el recuerdo de la detención de uno de ellos, que narra con satisfacción indisimulada: “de esta forma pillaron a uno de ellos, que iba con mono azul y zapatos de goma. Intentó hacerse pasar por jardinero ¡En el banco no había plantas! Lo patearon y se lo llevaron esposado”.
Sin perdón
La parte que sigue corresponde al epílogo de lo sucedido, una vez pasado el filtro policial a la salida del banco: “a nosotros nos llevaron a comisaría en unos autobuses. Allí nos preguntaron si nos habían maltratado. El joven que declaró antes que yo respondió: “No”. Rápidamente yo intervine para decir: “a mi sí. Y mucho. Me han tenido en el suelo, encerrado tras la verja en los sótanos, 5 horas de pie delante de una ventana como escudo humano, y amenazado permanentemente”.
En este punto, A.B. sigue dando más y más detalles, como si su memoria se hubiera desbocado: “al salir de la comisaría estaba fatal: sucio, maloliente, mal afeitado, con las manos negras de arrastrarme por el suelo. Un policía armada, de guardia en la puerta, me gritó: “tú, ¿Dónde vas?” Le contesté: “soy del banco”. Un conocido se ofreció a llevarme a casa en su coche. Me abracé a mi mujer. Siempre me recuerda: “que mal olías cuando llegaste””.
“¿Qué si tuve miedo a morir?” Ante la pregunta, su torrente verbal se detiene, y contesta, reflexivo: “sí, claro que sí. Tuve miedo al principio, en los momentos de los tiros al aire, y cuando dieron un tiro en la pierna a un rehén, porque les vi capaces de cualquier acto de violencia. Y tuve miedo al final, durante la entrada de los GEO, cuando no sabíamos de donde procedían los tiros dentro del banco; cuando los policías tiraban por encima de nosotros a la salida…; Y cuando nos identificaban los policías en el vestíbulo del metro”.
Y en respuesta a la última cuestión sobre el perdón a sus secuestradores concluye, taxativo, casi con dureza, con una sombra en su rostro: “no, rotundamente no. No les he perdonado. “Si alguna vez ves que me tiro al cuello de alguien, será uno de ellos. A lo mejor me mata, pero me tiro”, le dije a mi mujer”.
El número 1 y 10 números más
A.B. evoca sus recuerdos de los atracadores: “a los atracadores no les vimos las caras. Se llamaban por números. Nunca los vimos a todos juntos. Hablándolo luego con los compañeros, llegamos a la conclusión de que nos salían más de 11 (aunque luego la policía tan sólo confirmó la participación de 11 personas). Los identificamos por cualquier característica externa. Recuerdo a 6 de ellos: “el número 1, que llevaba siempre la voz cantante”, “el número 2, que vestía un jersey estilo nórdico, con una franja blanca con animales bordados”, “el de las gafas debajo de la capucha”, “el de la camisa a cuadros”, “el de la cadenita con el crucifijo”, y “el del tatuaje en el brazo””.
La leyenda urbana del maletín
Santiago Tarín explica su visión respecto al móvil del suceso: “según el número 1, el principal móvil del asalto era sacar de una de las cajas de seguridad del banco un maletín. El maletín contenía papeles comprometedores sobre la participación de importantes personalidades en el golpe de estado del 23F. Por suerte para él, probablemente nunca aparecerá, y podrá seguir manteniendo esta versión. ¿Sabremos algún día la verdad o todo quedará como una especie de leyenda urbana? ¿Quién sabe?”.