Recuerdo que siguieron tres felices horas. No abandoné la reunión en ningún momento y desde mi llegada escolté en todo momento a la homenajeada, compartiendo con ella las tareas de anfitrión. Fue una posición de privilegio que nadie osó discutirme, ni siquiera la mismísima Laura, quien había sido tan celosa siempre de su independencia y protagonismo; por el contrario, me acogió en tan improvisado papel con los brazos abiertos, como si hubiera estado aguardándome –¡insólita ocasión!– para cumplir sus expectativas más acariciadas.
Por primera vez en muchos años volví a sentirme grato, sinceramente querido por alguien. Y no sólo por Laura. Ella representaba para mí la dicha mayor, pero tampoco eran de despreciar otros afectos ajenos, puesto que las noticias vuelan y los gestos y las presencias delatan. Varias personas se me acercaron con mayor o menor discreción para darme su mudo apoyo con un apretón de manos, ya que verbalizarlo hubiera sido una prueba de abnegación suicida, que jamás se me habría ocurrido exigir en medio de aquel bosque de antenas.
La reunión de desheredados tuvo algo de infantil, en el sentido más candoroso y bello del término, pues me dejé seducir por mis propias fantasías, como si Laura y yo fuésemos una pareja madura y feliz que atendiera con parsimonia a sus invitados. La tomaba del brazo con delicadeza cuando no escrutaba sus movimientos con la atención de un novio deslumbrado ante el fulgor de su amada, y atendía solícito a los pormenores de aquel triste ágape, del mismo modo que hubiera supervisado con celo de patriarca la fiesta dada en mi mansión, como todo marido agradecido debía de hacer. Además, por doquier pregonaba los encantos y virtudes de aquella dama que para mi postrera desgracia no era mía, pero en cuya proximidad me sentía ensalzado y más que satisfecho ante los presentes, pletórico como nunca. Hubiera sido grosero empañar esos momentos de felicidad, aunque ficticia, con una comparación que revirtiera a otros episodios significativos de mi vida, pues no hallaba en el arqueo de mis días pasados ninguno tan importante como ese rato que Laura me estaba obsequiando. Estaba en la gloria. Y ella se mostraba encantada, al suponer mi presencia el más sólido de los apoyos anímicos en la hora de la despedida.
Era viernes, de modo que poco antes de las dos el escenario quedó vacío de gentes y repleto de vestigios del bullicio humano. El embrujo de la ocasión se mantuvo durante el rato en que apartábamos los testimonios de la visita de propios y extraños, aseando mínimamente el que había sido su despacho durante los últimos treinta meses. Entre tanto, el edificio se fue poblando de silencios, apenas quebrados por los pasos de algún rezagado que huía por fin hacia el oasis del fin de semana.
Los ceniceros con pilas de colillas, las botellas vacías y los vasos de plástico en cuyo seno marchitaban mixturas de difícil discernimiento, acabaron concentrados en una mesa auxiliar que ya se encargaría de vaciar el servicio de limpieza. Cumplida la tarea, consideré que mis prerrogativas de falso cónyuge me permitían sentarme a tomar la última copa de cava, y así lo hice, en el escritorio de Laura y en su misma butaca, no sin proveerme antes de un plato de tacos de tortilla de patata que había quedado insólitamente mediado. Laura vino hacia mí arrastrando cierta pesadez de miembros, cansada de emociones; contrastaba aquella gravidez con la serena alegría de su rostro, más propia de la celebración de una onomástica que de una despedida. Por encima del dolor y la contrariedad (ambas eran fruto de circunstancias externas), cuando menos se la veía satisfecha.
Como le acababa de robar su asiento, Laura vino a sentarse sobre el borde del escritorio, copa en mano; al acomodar las nalgas sobre el plano de la mesa hizo pasar una pierna sobre la otra, momento en que me ofreció el espectáculo ubérrimo de sus muslos, los mismos que tanto había admirado yo en su juventud, tan firmes aún que la edad parecía haber estancado su curso sobre ellos. «Gracias por todo», me dijo, mientras ofrecía su copa al brindis. «Tú ordena, que yo obedezco», respondí, no sin dejar de lanzarle una mirada de afectada galantería (esa sí que no era ficticia, porque la visión de sus piernas marmóreas, vestidas de seda, había turbado con caprichos de juventud la normal secreción de mis glándulas). «¿Qué le dijiste a Jara?» «Le presenté mis respetos, pero tenía cosas más importantes que hacer.» Laura esbozó una sonrisa; por encima de la adversidad, mi arrojo le resultaba halagador, como honraba a la dama la osadía del caballero artúrico, capaz de romper cien lanzas para obtener sus favores. Creo que en ese momento fuimos, por una vez tan sólo, inmensamente felices, unidos en la ventura de una gozosa transgresión. Y no entendí en un principio por qué dejaba su copa sobre el escritorio, sin llegar a consumar el ritual del brindis; ni creí en la veracidad de su entrega, acostumbrado yo a la delectación figurada de una belleza que siempre me había sido negada, hasta que así lo confirmaron el peso de sus piernas, abiertas a horcajadas sobre mis muslos, la presión de su mano sobre mi bragueta y el agridulce sabor del cava en su saliva, que ahora bañaba mis labios anestesiados por el alcohol para devolverlos a la vida.
«Voy a darte lo que siempre mereciste», me susurró al oído.
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De aquel fin de semana tan sólo recuerdo un gozo inmarcesible, ante el cual se cual se eclipsan los pormenores de nuestro encuentro. Un placer tan intenso no admite más determinación que su propia magnificencia abstracta, conque los actos propiamente dichos se esfuman en una gloriosa yuxtaposición de sensaciones: efluvios de mujer en mis manos, en mi boca, en mi sexo; la atmósfera enervante de la habitación clausurada al exterior (cortinas corridas, música de fondo incesante, olor a whisky derramado sobre las sábanas); un cansancio muelle y viscoso que acuna los sueños.
Laura se fue de mi vida como entró en ella, impredecible y rauda. Porque sólo estuvo en el cómputo de mis días durante ese fin de semana de sexo hasta el desquiciamiento.
La llamé días después. No contestaba en casa, nunca tenía el móvil conectado (nunca más lo tuvo, al menos ese móvil). Su piso quedó cerrado (¿cuántos días he pasado frente al portal con la vana esperanza de encontrar las ventanas de nuevo abiertas?). Nadie en adelante tuvo noticia de ella.
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Las delicias de aquellos días efímeros se convirtieron en un tormento para la memoria. Me rodeé de mujeres y volví a empinar el codo con desafuero, pero nada ni nadie podía contra el recuerdo de Laura. Muchos erraron al atribuir mi hundimiento emocional a la degradación laboral dictada por Jara, la primera de tres en los años posteriores (a más de uno, la maldad lo convierte en estúpido). Laura –su ausencia– era la única causa de mis cuitas, ¡qué carajo me importaba a esas alturas ni la compañía ni mi futuro profesional! Pero me fastidia haber proporcionado una falsa satisfacción a mis antagonistas, Jara el primero, cuando volví a ingresar en aquella clínica de reposo. Allí, como ya había ocurrido durante mi primer internamiento, no sé qué carajo hicieron conmigo los médicos, pero salí más suave que un guante, diluido en la misma melancolía seminal que me había permitido subsistir durante tantos años a la distante presencia de Laura.
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El destino aún nos tenía reservada otra de sus veleidades. Porque también llegó el día en que Luis Márquez dejó la compañía fundada por su ilustre bisabuelo y engrandecida por sus insignes abuelo y padre.
Los más, quizá todos, pensaron que mi marcha fue fruto del despecho o de la ira. Pero se equivocaron, fue por amor.
Ocurrió en aquellas infaustas navidades del 2002, si bien no más aciagas que las del 2001 o las del 2000, o cualesquiera otras que hubo antes y se sucedieron a partir de entonces. En aquella mierda de comida de empresa. Una mierda sin paliativos: ojalá dispusiera de una expresión mayor, pero sin pedanterías, para expresar el inmenso asco que me provocaban aquellos sainetes empresariales donde los odios más que justificados se convertían por un día en las mejores intenciones del mundo, como si las relaciones laborales se cifrasen en simple rivalidad futbolística; corajuda y terca, sí, pero deportiva al fin y al cabo.
Soporté con absoluta indiferencia de estilita del desierto las miradas cínicas de los jóvenes tiburones, encaramados al estrato superior de la empresa por mor de sus notables condiciones como gestores (el servilismo y la crueldad, básicamente). Su arrogancia se veía recompensada por el temor de los veteranos de todos los pisos, gentes de trayectoria profesional estancada en uno u otro nivel tras muchos años de labor, pero también de estériles insidias, porque una de las paradojas más tristes del ser humano es que la iluminación suele alcanzarnos como fruto de nuestros fracasos, no de nuestros méritos.
Las chanzas de Jara –tan recurrentes y burdas todas ellas, ¡qué dechado de estupidez!– me resbalaban como la lluvia sobre el hule; un pito me importaban el señor mandamás y sus acólitos falderos. Para demostrárselo, accedí encantado a ocupar el asiento de su derecha, en la mesa presidencial de nuestro espléndido banquete empresarial. La pitanza no estaba mal: manjares de diseño, pero sabrosos, acompañados de reservas, selecto armagnac y habanos de primera, oferta irresistible para quienes aún –y por mucho tiempo, si Dios quiere– nos mantenemos libres de la diabetes.
Jara quería un pelele, un tonto del culo para reírse de él, y creía tenerme a su capricho en tal menester. Ante sus ojos, yo, el ilustre degradado, era el más miserable de los payasos. Pero me afectaban bien poco las tramas de nuestro líder, tal como les había explicado en secreto a ciertos compañeros, los más leales y acobardados amigos de tiempos pasados que sí fueron mejores, reunidos junto a la máquina de café de la planta baja, durante un cónclave improvisado para aprovechar una breve ausencia por viaje de negocios de nuestro pequeño déspota: «Para ser malo, hay que ser inteligente, pero Jara es más tonto que mis cojones, que llevan sesenta años juntos y todavía no se conocen.» La verdad es que siempre reconocí en Jara una perspicacia natural muy acusada, pero disfrutaba tratándolo de idiota.
El alma humana es un instrumento con innumerables resortes, de modo que siempre gime una cuerda mal tensada, por mucho que lo creamos bien temperado, y aquel cabrón de Jara acertó a tocarla. Mi punto débil, cómo no, era Laura, cuyo recuerdo, lejos de diluirse en el tiempo, mantenía su intensidad a través de los meses y los años, con fuerza pareja a la ira de quien odia y ve aplazada eternamente su venganza.
(Resulta curioso el hecho, tal vez pura pobreza conceptual, de verme forzado a expresar un sentimiento de genuino amor recurriendo a los mecanismos de la aversión. Quizá sea porque ambas pulsiones aspiran a la posesión más completa que pueda concebirse, como es disponer de la vida ajena para el bien o para el mal.)
Resistí impávido, devolviendo golpe tras golpe con certera sorna, la lluvia de directas e indirectas que durante aquella tragantona navideña me dispensó mi líder (por si alguien no se ha enterado aún, en el siglo XXI ya no existen los jefes). La desmesura caracterizaba siempre sus enconos. ¡Qué carácter, tan prolífico en la ofensa y cuán parco a la hora de los agradecimientos, aunque le fuera la vida en ello! Mi frialdad le causó sorpresa y desazón a partes iguales, porque los acólitos del poder, que me rodeaban cual guardia de carceleros, habían percibido su notoria desventaja en el cuerpo a cuerpo del sarcasmo. Y así transcurrió la pelea hasta los postres, cuando Jara se fue a mear, no sin antes lanzar al ruedo de sus leguleyos una retórica explicación sobre la función fisiológica que se proponía satisfacer en los siguientes minutos, pura memez para distraer la atención ajena del brete en que lo habían arrinconado mis puyas. Pero el apuro debió írsele por la taza del váter, en pos de la micción, porque volvió con una sonrisa perversa timbrada en los labios…
Tal vez la posibilidad de palparse el miembro, órgano básico de intelección de nuestro líder, había tenido la virtud de despertarle la sagacidad.
No bien se hubo sentado, me preguntó si «por casualidad» tenía noticias de «nuestra común amiga Laura». Encajé la pregunta como un puñetazo certero, pues sentí el triple salto mortal del estómago, impelido contra las barreras de carne que mantienen el aparato digestivo en su posición natural. La sonrisa carnívora del protolíder veinteañero sentado a mi frente corroboró la imagen de animal herido que acababa de hacerme de mí mismo.
–Ninguna –respondí tras compactar las migas de mi entereza, haciendo esfuerzos para hablar.
–Los años no pasan en balde y las viejas disputas hay que olvidarlas. –Me preguntaba adónde quería llegar Jara con frase tan conciliadora. Concluyó:– Puedes decirle que agua pasada no mueve molino.
Supongo que mi semblante se ensombreció al responderle: «Jara, te he dicho que no sé nada de ella». Y él, todo camaradería: «Perdona, hombre, pensé que seguirías viéndola, ¡con lo que os queríais!». En ese punto supe perdida la partida, porque entregarse a la corriente de la furia supone siempre una derrota moral, aunque logremos imponer nuestra fuerza. A cualquier persona inteligente le duele más perder en un lance de ingenio que ser tumbado en la pelea a puñetazos que de antemano nunca entablaría (cámbiese el verbo por ganar y otro tanto cabe decir). Pero también estoy convencido de que esa manada de carroñeros necesitaba una prueba contundente de que alguien guardaba vivo el recuerdo de Laura. Así pues, la suerte estaba echada.
Como postrer concesión a la eticidad regalé al líder la ocasión de disculparse, para que nadie pudiera decir nunca que Luis Márquez se había propasado sin motivo: »
–No te entiendo, Jara. ¿Qué quieres decir?
El pequeño gran hombre posó sobre mi antebrazo su puerca mano, harta de sofaldar secretarias; de repente tan conciliador, mientras mostraba los colmillos en una sonrisa vasta como el portalón de hangar por donde debe entrar un avión:
–Venga, Luis, ya sabes por qué lo digo. Aquel mensaje por e-mail poniéndome a parir, el día siguiente a que se marchara. Era una de tus cuentas de correo particulares. Una de las cuentas de tu correo particular, quiero decir… En alguna ocasión la empleaste para comunicarte conmigo, ¿no te acuerdas?
Años después me daba cuenta de la inmensa metedura de pata: el correo electrónico de Laura había sido clausurado, de modo que no pudo enviar aquel mensaje desahogado desde su propia terminal, y lo hizo desde casa, sirviéndose de una cuenta mía de carácter privado.
A buen entendedor pocas palabras bastan, podría haber dicho Jara rematando su faena. Pero había más palabras, y procaces:
–Luis, nos conocemos desde hace tiempo y por encima de las diferencias que pueda haber en el trabajo, que las hay, nadie va a negarlo, los dos somos hombres. Hombres de verdad. Si no, ¿de qué te crees que estarías hoy sentado aquí, a mi vera? Tú eres un tío con huevos y lo has demostrado siempre. Con huevos para enfrentarte a quien sea y también para follarte a todas las tías que haga falta, y Laura no iba a ser menos. Era un buen bocado, sí señor. Por cierto, de hombre a hombre: cuando te la tirabas, ¿te decía que le hacías daño? A mí, siempre se me quejaba… Pero mira que le gustaba, a la muy guarra.
Tocado, por no decir jodido. Jara había conseguido desarbolar mi capacidad de resistencia con el brainstorming de sus abyectos recuerdos. Me levanté de mi silla; eso sí, muy parsimoniosamente, que para displays están los pavos reales y las folclóricas, tras doblar la servilleta con cuidado y dejarla sobre la mesa. Solo de palabra pensaba perder la compostura. Llegué incluso a alisarme los pantalones, una vez parado. Luego le dije a Jara que era «un cabrón y un hijo de puta» (a tales efectos, ¿dónde está la diferencia?), y que se pusiera de pie «si tenía cojones», pues pensaba darle «una hostia» aunque se mantuviera sentado. Pero no se levantó; por supuesto que no. Era un cobarde integral. Conque recibió de pleno un puñetazo en el rostro, de acción devastadora a tenor de su posición de desvalimiento, empeorada por la diferencia de corpulencia (le saco veinte centímetros de estatura y otros tantos kilos de peso).
Jara cayó como un bloque de granito derribado desde su base por la acción de una palanca, arrastrando la silla al suelo, y quedó como muerto, completamente KO. Afortunadamente, nunca he sido hombre de peleas; desde los doce años no había golpeado a nadie y ya no tenía edad para cascar muchas nueces. De otro modo, el golpe podría haber sido fatal.
Ninguno de sus líderes probeta –pobres leguleyos, no llegaban ni a esbirros– me importunó mientras salía del lujoso restaurante, tan altivo yo, sé que acompañado por la muda conformidad de tantos y la no menos callada solidaridad de unos pocos.
*****
Pocos días después recibí en casa un correo electrónico sin remitente, escrito en términos telegráficos:
«Lo sé todo. Eres mi héroe.
Te quiero.
Laura»
Nunca más he vuelto a saber de ella.
FIN
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.