La foto fija del 11-S en Catalunya transmite una sensación de irrealidad. Desde luego, a más de un observador le habrá causado perplejidad. A pesar de que el número de participantes quedase muy por debajo de las cotas alcanzadas en los momentos álgidos del procés – la estimación de la Guardia Urbana, cifrando la asistencia en 150.000 manifestantes, probablemente se ajuste más a la verdad que el cómputo triunfal de 700.000 personas anunciado por la ANC -, el independentismo demostró seguir teniendo una innegable capacidad de movilización. La opción de la independencia está en neto retroceso en la sociedad catalana: encuestas y evolución demoscópica así lo atestiguan. Pero el fenómeno no ha desaparecido, ni se disolverá como azucarillo en una taza humeante de café. Si se hiciese tal lectura desde la política española, los errores en relación a Catalunya estarían garantizados.

Al mismo tiempo, hay que decir que la Diada proyecta una imagen sesgada y engañosa de la realidad. Hace años que el anhelo de la secesión dio respuesta y formateó la desazón de las clases medias, en particular de sus generaciones más maduras y catalanoparlantes. Cuando esa multitud entró en ebullición, espoleada por la recesión, se adueñó por completo de la jornada nacional. De ser la celebración de un catalanismo integrador, se convirtió en la ocasión de afirmar una visión parcial y cada vez más divisoria: el rechazo de España – y de cualquier vínculo con ella – delimitaba el nuevo perímetro de la catalanidad. Más de la mitad de la ciudadanía quedaba al margen de tal consideración. La inflamación nacionalista fracturaba así una realidad nacional compleja, esencialmente bilingüe y mestiza, abierta y en construcción; una nación cuyo dinamismo había radicado en la inclusión de la diversidad y no en la asimilación, ni en el esencialismo. Hoy, las estelades dominan las grandes citas del 11-S. A pesar de la reivindicación, por parte de numerosos actores políticos y sociales, del sentido original de la jornada, esta se ha convertido – acaso de modo irreversible – en un festejo exclusivo del independentismo. La mayoría ciudadana ya no puede reconocerse en él. Pero, en la medida que ocupa la calle y las portadas de los diarios, el independentismo se toma a sí mismo por la representación genuina del país. De todo el país. Aunque sólo represente a una parte. Eso sí, una porción de la ciudadanía tan embebida en su ensoñación, que apenas considera la existencia del resto. Percibir esa dualidad, más allá de las fotos de los desfiles, no es menos decisivo para entender lo que sucede en Catalunya.

Sin embargo, lo más llamativo de este último 11-S ha sido que la gran manifestación independentista, lejos de reclamar como en tantas otras ocasiones la unidad de las fuerzas soberanistas o la ampliación de su influencia social – y lejos de dirigir sus dardos contra el Estado español -, los ha lanzado… contra el Govern de la Generalitat. Y, muy en especial, contra ERC y el President Aragonés. Sin duda, la ausencia de los consejeros republicanos evitó que los ánimos se encresparan aún más en la calle. Con todo, la acusación de traición estaba presente en innumerables pancartas. El propio Xavier Antich, presidente de Òmnium Cultural, fue abucheado por reclamar que no se buscasen culpables, sino nuevas complicidades. Pero Dolors Feliu, presidenta de la ANC, emplazó a los partidos a “hacer la independencia” o a retirarse, amagando con impulsar una “lista cívica” en las próximas elecciones. La CUP, en su tradicional manifestación por separado, no quemó este año fotos del rey, sino de Pedro Sánchez y Pere Aragonés. Toda una exhibición de antipolítica. Lo de la lista al margen de los partidos no tiene ningún futuro. Esto no es el 15-M del independentismo, aunque por momentos lo recuerde. Pero evidencia un desacople entre el movimiento social que dio fuerza al procés – o lo que queda de él – y las formaciones que cabalgaron sobre su grupa, brindándole apoyo institucional y mediático. La aventura de 2017 acabó en fiasco y llevó a un retroceso general de Catalunya en todos los órdenes. En una sociedad emocionalmente fracturada, quedó un poso de amargura, de resentimiento y frustración. Los indultos concedidos por el gobierno de Pedro Sánchez han rebajado notablemente la tensión. Pero las brasas de aquel incendio aún permanecen calientes bajo las cenizas del fracaso.

A pesar de la retórica, ninguno de los dos grandes partidos soberanistas cree posible “volver a hacerlo”. El camino más pragmático por el que ha optado ERC – aunque viva constantemente sobresaltada por el vocerío nacionalista, dando traspiés como el de la votación de la reforma laboral, que casi dio al traste con ella -, es el único transitable. No es que JxCat lo ignore y se crea que es la hora de una nueva confrontación con el Estado. Su pedigrí convergente le dice que no queda otra sino tratar de volver al autonomismo de la queja, el agravio permanente y la negociación con Madrid. En el fondo, no pocos de sus cuadros y dirigentes lo que realmente querrían es ser ellos quienes liderasen esas negociaciones, en lugar de sus hermanos enemigos de ERC, decididos a ocupar la centralidad de la política catalana que ostentó en su día CiU. Pero el procés ha marcado los partidos, ha alterado su lenguaje, su composición, sus referentes. Los ha empujado hacia la derecha y hacia el populismo, del mismo modo que el brexit ha radicalizado en extremo al partido conservador o el trumpismo ha tornado irreconocible al viejo partido republicano. En los ataques de Junts a sus socios de gobierno hay, por supuesto, una parte de teatralidad. Los golpes en el pecho jurando fidelidad a la causa secesionista y denostando cualquier acuerdo con el gobierno español constituyen el envoltorio de una disputa insomne por la hegemonía del campo soberanista y el control de una administración que maneja un presupuesto de cerca de cuarenta mil millones de euros. Y eso representa poder, poder de verdad, puro y duro. Las disputas domésticas lo son en gran medida por el liderazgo de la pletórica nomenclatura autonómica. Pero los términos del enfrentamiento no son inocuos. Junts mira hacia las próximas elecciones municipales y quiere desgastar a ERC. Llevar la pugna hasta la ruptura del gobierno nacionalista sería peligroso: la etiqueta de traidor es un sambenito que se intercambia con facilidad. Sin embargo, saber detenerse a tiempo no es una de las virtudes más destacables de ese personal político. Con la ampulosa retórica de Puigdemont de fondo y jugando a encarnar la voluntad del pueblo – un “pueblo” cada vez más reducido y crispado -, Junts podría pasarse de frenada en un momento dado.

¡Qué contraste entre todo ese ruido y las preocupaciones más acuciantes de la población en este inicio de curso, con una inflación desbocada comiéndose salarios y pensiones, la crisis energética derivada de la guerra en Ucrania y el riesgo de una recesión! Un contexto plagado de amenazas que debería urgir a todas las administraciones a pasar al gobierno de las cosas, poniendo los cinco sentidos en ello. Pero la disputa en el seno del independentismo mantiene enquistada la confrontación entre bloques e impide ese giro necesario en la gobernanza del país. Aragonés y Junqueras saben que hay que mantener abierta la interlocución con el gobierno español. Pero no quieren abrir el diálogo entre fuerzas catalanas porque eso sería reconocer la existencia de un conflicto interno. O lo que es lo mismo: que el independentismo no es Catalunya, sino la aspiración de una parte de su sociedad. Por esa misma razón asistiremos a una sucesión de maniobras en torno a la tramitación de los presupuestos.

Descartada la CUP, el govern necesita buscar apoyos a su izquierda. El PSC, en su empeño por generar una atmósfera de reencuentro, se ha ofrecido a negociar las cuentas. Y es posible que Junts, por medio del conseller Giró, coquetee con la eventualidad de un acuerdo. Pero se tratará sobre todo de incomodar a ERC y erosionar la figura de Aragonés. En realidad, son los comunes quienes tienen todos los números para ser los elegidos para sacar adelante una vez más los presupuestos. Un acuerdo con el PSC supondría la quiebra del relato de incompatibilidades que ha prevalecido hasta aquí. La superación, incluso episódica, de los bloques vendría a ser el responso del procés entonado por el propio independentismo. Los comunes, en cambio, no son el primer partido de la oposición, el que ganó las elecciones. Aunque planteen toda una serie de exigencias medioambientales, de fiscalidad progresiva o referidas a los servicios públicos, su talla parlamentaria condicionará el alcance de las mismas. Y el comprensible deseo de jugar un papel de cierta relevancia empujará a ECP, como en años anteriores, hacia el compromiso. Un eventual acuerdo con los comunes provocaría sin duda urticaria en las filas de la derecha nacionalista. Pero, a diferencia de un pacto presupuestario con los socialistas, permitiría mantener la ilusión de la perennidad del bloque independentista. El último engaño del procés. El discurso federal, formalmente adoptado por ECP, tiene en la práctica una proyección lo bastante intermitente como para mantener a esta formación en una zona ambigua a ojos de la opinión pública.

Se avecina, pues, un período incierto y complicado. Se cruzarán cálculos electorales y ambiciones partidistas sobre un fondo de inquietud social. Las rémoras del pasado obstaculizan el abordaje de los problemas. En la medida que no se abra paso una alternativa al marasmo político y la impotencia, los acontecimientos, en España y en Europa, pueden reavivar las brasas recubiertas de ceniza. El incesante recurso al victimismo y al sectarismo – como el intento obsesivo por arrinconar el castellano en las escuelas – sólo puede emponzoñar la atmósfera. Sería bueno que las izquierdas, que han sido capaces de ponerse de acuerdo para gobernar en España, también lo fuesen para aunar esfuerzos en la superación del bloqueo en Catalunya.

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Barcelona, 1954. Traductor, activista y político. Diputado del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.

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