Tras dos meses de confinamiento estricto y entrados ya en la fase de desescalada, cifras oficiales indican que un 45 % de los ancianos ingresados en los geriátricos catalanes han sufrido contagio del virus COVID-19. Alrededor de 3.100 miembros de este colectivo habían fallecido hasta principios de mayo por efecto de la pandemia, sobre un total de 64.000 residentes.
Como el polvo que se oculta bajo la alfombra al barrer, durante muchos años han sido camufladas, cuando no ocultadas de muy distintas formas, las deficiencias en la atención a las personas mayores residentes en geriátricos. Son malas prácticas —cuando no desatención pura y dura— a menudo derivadas del bajo presupuesto público dedicado a este menester, pero en otras ocasiones debidas a la sed de maximización de beneficios de propietarios o gestores privados, entre los cuales figuran algunas de las sociedades de capital que despliegan los apodados como «fondos buitre», tristemente célebres en distintos ámbitos de la economía y la vida social.
Ocurre que esa basura que se acumula sin barrer puede pasar desapercibida para el ojo que no revisa con voluntad censora el espacio deficientemente aseado. Pero puede pasar también que un suceso imprevisto, como un vertido sobre la alfombra, obligue a retirar esta para llevarla a la tintorería, quedando al descubierto toda la roña que ocultaba bajo su pulcra y mullida estampa de comodidad doméstica. Esa ha sido la función del coronavirus —el desvelamiento de negligencias varias— en esta historia de picaresca contemporánea, finalmente devenida en tragedia.
Los efectos de la privatización
Con el estallido de la recesión económica global iniciada en 2008, la Unión Europea optó por una política de contención del gasto público que ahogó las cuentas de países como España, donde el Estado sigue siendo un motor primordial de la actividad económica, como generador de empleo e inyector de dinero en la sociedad (a través de sueldos, pensiones, subvenciones, prestaciones, etc.).
La directriz de reducción urgente del gasto, fielmente aplicada por el gobierno español (sobre todo, el gabinete del Partido Popular presidido por Mariano Rajoy) y los ejecutivos de distintas comunidades autónomas (como el de Catalunya, con el convergent Artur Mas a la cabeza), conllevó una degradación global de la vida de los ancianos ingresados en numerosos geriátricos, a través de la reducción del plantel de personal sanitario y auxiliar, y también del recorte del presupuesto de servicios básicos como la alimentación de los residentes y el mantenimiento de los centros. Muchos centros públicos externalizaron tales servicios, es decir, los encargaron a empresas privadas que ofrecían duros a cuatro pesetas: la misma calidad por un precio sensiblemente inferior. Ni qué decir tiene que el segundo requisito podía cumplirse, pero el primero quedó a menudo en el limbo, por incumplimiento de los contratados y desinterés de los contratantes.
Por supuesto, casos se dieron en que estas medidas de recorte se acompañaban con, o no impedían, el posterior incremento de la nómina de los directivos de los geriátricos concernidos, generalmente a costa de las subvenciones concedidas por la administración.
Esta situación ya fue denunciada mucho antes de la pandemia por distintos colectivos, medios de comunicación y ciudadanos particulares, tanto en medios de comunicación como ante las instancias públicas autonómicas encargadas de la red de geriátricos (los ayuntamientos y, en Catalunya, el Departament de Treball, Afers Socials i Famílies). Lo propio hizo en reiteradas ocasiones ante las autoridades sanitarias de la Generalitat el doctor Josep Martí, asesor de Salud del Ayuntamiento de Barcelona, que ha exigido la devolución de la vigilancia sanitaria de los geriátricos a la atención primaria pública de su zona, tal como ocurría antes de la privatización de 2009.
En declaraciones al diario Público, Martí sostuvo que la pandemia no ha hecho sino poner al descubierto toda esta escasez de medios y personal. Según sus datos, tan solo cuatro de las 460 residencias de ancianos de la ciudad de Barcelona dependen de la sanidad pública tanto en su gestión administrativa y financiera como en la asistencia médica. El resto han sido privatizadas en una u otra faceta, o en ambas, para beneficio de sociedades privadas, algunas de ellas ocultas bajo la piel de cordero de fundaciones.
Si la atención ya era deficiente con anterioridad a la pandemia, la aparición de una enfermedad con el elevado índice de morbilidad del COVID-19, sumada a su fácil evolución en complicaciones respiratorias graves, simplemente halló un campo de expansión favorable entre ancianos no siempre bien alimentados ni suficientemente atendidos, situación a la que se sumaron factores propicios al contagio, como la extrema dificultad para aislar a los infectados en inmuebles abarrotados, que ya de por sí eran insuficientes para absorber toda la demanda de plazas solicitadas.
La residencia de San Joan de Déu de Martorell
Martorell es una localidad industrial de la provincia de Barcelona, a una treintena de kilómetros de la Ciudad Condal, conocida por albergar las principales instalaciones de la empresa automovilística SEAT. El padrón municipal le atribuye 28.189 habitantes.
La población cuenta con cuatro residencias de ancianos: Vista Alegre, que ha registrado tres personas fallecidas por coronavirus; Can Carreres (otros tres), Anoia (13) y Sant Joan de Déu, que supera ampliamente a sus homólogas locales, con 36 muertes causadas por la pandemia (entre las familias se habla de 38…). En toda Catalunya, el virus ha causado la muerte de unos 3.100 ancianos residentes en geriátricos.
La última de las residencias citadas es propiedad de la Fundació Hospital de Sant Joan de Déu. Sin embargo, de la gestión económica y del personal del geriátrico se encarga otra institución, la Fundació Valparadís Mútua de Terrassa (como su nombre indica, dependiente de la Mútua de Terrassa). El Patronato (órgano de gobierno) de la residencia está integrado por nueve personas: el presidente (Xavier Fonollosa i Comas, a la sazón alcalde de Martorell), un secretario y siete vocales, entre los cuales hay dos concejales del Ayuntamiento local y un representante de CatSalut (Servei Català de la Salut).
Tanto la Fundació Hospital de Sant Joan de Déu como su homóloga Valparadís son entidades sin ánimo de lucro dedicadas a la atención sociosanitaria a enfermos, ancianos, enfermos mentales y discapacitados.
Juego de fundaciones
¿Qué ocurrió en el geriátrico de Sant Joan de Déu para que se cifrara esa diferencia más que amplia de defunciones con respecto a las otras residencias locales? Es la pregunta que se hacen los familiares de los finados, un grupo de los cuales tiene en marcha la presentación de una querella criminal contra el centro, con testimonio y pruebas recogidos entre las familias de los ancianos residentes.
Al parecer, el centro también tenía basura bajo la alfombra, y no poca. Según Carme Anguita, una de las impulsoras de la asociación, el descontento de los familiares con la residencia venía de antes.
Carme tenía en Sant Joan de Déu a su madre, Andrea Martrat, quien sintió dolores vaginales a finales de 2018. El enfermero del centro le prescribió una pomada de resultado nulo. Un análisis de orina con tiras reactivas no desveló ninguna infección. Las molestias empeoraron, pero el médico que atendía la residencia (dos días por semana, cuatro horas cada uno de ellos) atribuyó los síntomas a un cuadro de ansiedad. Carme decidió entonces llevarse consigo a su madre al Hospital Clínic de Barcelona, donde se le diagnosticó una grave infección de orina.
Las posibles negligencias no acabaron así. En mayo de 2019, Andrea cae de la cama en su habitación de la residencia. A ojo de buen cubero, un enfermero le dice que no tiene nada grave, tomándose la libertad de diagnosticar como si fuera un médico avezado, que no precisa de pruebas radiológicas o de otro tipo para saber qué le ocurre exactamente a la paciente. Durante más de ocho horas —el tiempo que tardó en llegar la familia, que avisó desde la misma residencia a una ambulancia— la anciana soportó, con mucho dolor, lesiones en las costillas que podían haberle causado serías complicaciones.
Días después, una vez reintegrada a la residencia, una auxiliar de geriatría se equivoca al administrarle la medicación, dándole los fármacos de otro residente. Por suerte, se trataba de medicamentos de bajo riesgo (un antibiótico y un mucolítico).
Estos hechos —los más graves de una larga serie de dejaciones y defectos en la asistencia registrado en el geriátrico de Sant Joan de Déu— fueron referidos en una queja escrita que Carme dirigió a la dirección de la residencia, con fecha del 22 de mayo de 2019; el texto habla de un trato «falto de empatía, buenas formas y profesionalidad».
La respuesta del centro llegó suscrita por su directora técnica, Montserrat Alegre Serra, y fechada el 5 de junio de 2019. Este escrito resta gravedad a los hechos sufridos por Andrea, aduciendo que se realizó el protocolo médico correcto en el caso de la infección de orina; que la caída no revistió gravedad, pues solo recetó reposo y analgésicos el médico de Urgencias; y que el error con los medicamentos ya fue inicialmente reportado por la propia enfermera. Por supuesto, la intención del centro, tal como se lee en el párrafo final de su escrito, estriba en «seguir trabajando para mejorar todas las carencias que tenemos, mediante el diálogo y con el apoyo de todos los usuarios y de sus familiares».
Sin embargo, la misma queja no pareció baladí al Departament de Treball, Afers Socials i Famílies, que realizó una visita de inspección a la residencia. Carme recibió contestación oficial, fechada a 3 de febrero de 2020, en la que se le comunicaba la detección de algunas irregularidades en el protocolo de administración de medicamentos seguido en el centro, al que se incoó un expediente sancionador. Esta reprimenda supuso la prejubilación de la antigua directora, Montserrat Alegre, sustituida por el actual director, Jonathan Triviño.
El espaldarazo de la administración propició la redacción de una carta colectiva de familiares de residentes con casi cien firmantes, enviada al alcalde Fonollosa, dada su condición de presidente del Patronato de la residencia. En ella se le pedía el incremento del personal asistencial (puede leerse: «La falta de personal en la residencia obliga a los trabajadores a realizar sus tareas de forma rápida y deficiente, cuando no a dejar de hacerlas, hasta el punto de que algunos ancianos han estado una semana sin ser aseados») y sanitario (o el aumento de horas de disponibilidad de este último), así como la mejora de los protocolos de administración de medicamentos, de la dieta (puesto que no se atendían las necesidades específicas de distintos residentes) y de la climatización. Este informe se acompañó de fotos donde se apreciaban numerosas irregularidades en el trato a los ancianos.
Un ejemplo de lo que nunca debió ocurrir
Así pues, las aguas estaban revueltas entre las familias de los ancianos residentes cuando los medios de comunicación empezaron a advertir de la gravedad que podría conllevar «la gripe» del invierno de 2019-2020. Un tal «coronavirus» (en términos técnicos, COVID-19), microrganismo de gran morbilidad que fácilmente derivaba en síndromes respiratorios graves, estaba provocando en ciertas regiones de la República Popular China una situación de alarma cuasiapocalíptica, con medidas severas como el confinamiento de los ciudadanos en sus domicilios y el aislamiento de ciudades enteras. Cosas de la dictadura china, siempre tan exagerada, se pensaba por estos lares…
Para el día 11 de marzo —tan solo cuatro jornadas antes de iniciarse el confinamiento en España— estaba convocada una reunión entre la dirección del geriátrico y los familiares de los pacientes, a fin de informar sobre los efectos del COVID-19 en el centro. Carme pidió a la dirección que no se llevara a cabo la convocatoria, puesto que el país se hallaba ya en plena escalada de contagios; sin embargo, los directivos hicieron oídos sordos y reunieron a un número importante de personas —casi un centenar de parientes, además de los residentes— en un lugar donde la enfermedad campaba a su anchas, con el consiguiente riesgo para toda ellas.
Al día siguiente de la reunión (12 de marzo), tanto el director como la exdirectora del centro estaban confinados en sus casas, tras haber dado positivo en la prueba de detección del virus. Ese mismo día, por la tarde se cerró finalmente la residencia, quedando los ancianos aislados de cualquier contacto con el exterior y se supone que atendidos con las medidas de precaución adecuadas.
Andrea, la madre de Carme, fue una de las primeras residentes en fallecer por el COVID-19. Falleció el día 23 de marzo de 2020. La dolencia se le manifestó dos días después de la macroreunión del 11 del mismo mes, con tos y dificultad respiratoria, aunque sin fiebre ni falta de oxigenación. Ese cuadro clínico incompleto supuso que la residencia se negara a reconocerla como una más de las personas contagiadas por la pandemia y, por lo tanto, que no fuera enviada al hospital. Antes del óbito permaneció encerrada una semana en su habitación, hasta el viernes 20 de marzo. Anteriormente, Carme telefoneó en reiteradas ocasiones al geriátrico para pedir que se la trasladase a un centro hospitalario, pero una y otra vez le respondieron que era mejor dejarla aislada. «Le quitaron hasta el timbre de la habitación, para que no molestara», nos cuenta.
También se dieron otros casos espeluznantes. Como el de un familiar que fue a despedirse de su pariente y encontró a un enfermo de COVID-19 compartiendo habitación con el difunto… Por no hablar de asuntos menos graves, aunque grotescos, como el error administrativo de cobrar la mensualidad a personas ya difuntas.
Por supuesto, las desgracias no acabaron allí. Ingresados en hospitales públicos, muchos enfermos por COVID-19 procedentes de este u otros geriátricos tuvieron que someterse al cribaje impuesto por la edad… O mejor dicho, por la carencia de recursos causada por las políticas de austeridad —ahora sí de austericidio, y con todo su macabro sentido— que Catalunya y España sufrieron bajo gobernantes títere —cuando no cómplices comprados a peso— de los grandes poderes económicos.
Abarrotadas las unidades de cuidados intensivos catalanas, escasas las máquinas de ventilación para los pacientes con complicaciones respiratorias graves, las personas mayores de setenta años quedaron fuera de esa atención, condenadas a la muerte en la gran mayoría de los casos. Una de ellas fue Andrea, que tenía 83 años. El agravamiento de su estado obligó finalmente a trasladarla al Hospital Comarcal de Martorell, donde no permaneció ni veinticuatro horas ingresada antes de fallecer. Allí no recibió más tratamiento que la sedación con morfina. «Murió como un perro. Según ellos, los ancianos no tienen derecho a vivir», se duele Carme.
Otro de sus recuerdos de aquella triste jornada no deja de ser estremecedor: la segunda planta del Hospital de Martorell repleta de ancianos completamente solos, de quienes podían escucharse las toses y llantos desde los pasillos.
Los familiares afectados se preguntan por qué no fue cerrada a tiempo la residencia de Sant Joan de Déu de Martorell, pues casos hay de otros geriátricos catalanes donde esta medida temprana evitó que se produjeran contagios y muertes, o minimizó ambos. Y tras la triste experiencia de las quejas y denuncias anteriores a la pandemia, todos apuntan a la negligencia de las personas que componían la dirección del centro y/o a la mala gestión de la Fundació Valparadís Mútua Terrassa, responsable última de la administración del geriátrico.
Por último, después de este trágico cúmulo de políticas generales erróneas —tantas veces interesadamente equivocadas— y de negligencias corporativas igualmente sospechosas en el servicio a prestar, el Ayuntamiento de Martorell tuvo la iniciativa de abrir en su página web un libro de duelo público, citando los nombres de todos los fallecidos por el COVID-19 del municipio (118 en total, a 10 de mayo), así como su edad y el día en que murieron. Se dice que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones, ya que muchas acciones pretendidamente bondadosas despiertan reacciones opuestas a su finalidad, y este caso parece ser buen ejemplo de ello. Con tal medida, el Ayuntamiento pretendía que los vecinos pudieran hacer llegar sus condolencias a las familias y publicar mensajes de apoyo a las mismas. Sin embargo, esta publicación reveló datos privados proporcionados por las funerarias, que solo pueden ser de uso interno, destinados a la elaboración del censo y los trabajos derivados del mismo. De otro lado, no se solicitó la autorización de los parientes de los difuntos para la confección de dicho listado público; de hecho, ni siquiera se les remitió una declaración de pésame oficial a cada una de ellas. En suma, una grosera metedura de pata de la que nadie ha respondido todavía.
La lucha de las familias continúa, con los tribunales como próxima etapa. Como bien dice Carme, «el coronavirus nos ha hecho abrir los ojos sobre qué estaba pasando con las residencias de ancianos». Y en cuanto a su propósito, concluye: «No lo hago ni por rabia ni por dinero. Es por dignidad. Le prometí a mi madre justicia». Que así sea.
Editor, periodista y escritor. Autor de libros como 'Annual: todas las guerras, todas las víctimas' o 'Amores y quebrantos', entre muchos otros.