‘’Berlín no es Alemania’’, reza, contundente, un gran cartel colgado del techo en el interior del hostal juvenil Comebackpackers, situado en el corazón del barrio Kreuzberg. Este es uno de los núcleos culturales de Berlín, que se distingue por la gran diversidad de orígenes de sus habitantes y que se considera uno de los más alternativos dentro de una ciudad que, ya por sí misma, se erige como una de las más alternativas de Europa, si no la que más.
Cualquiera que haya viajado por Alemania podrá corroborar la verdad de esta afirmación. Poco tiene en común Berlín, su atmosfera gris, sus aires decadentes, sus calles más bien sucias y sus edificios más bien feos, con la imagen idílica y hasta perfecta que ofrecen otras ciudades hermanas, como Hamburgo o Múnich. Pero el atractivo de Berlín no reside en la belleza arquitectónica a la que tan acostumbrados estamos los europeos, su encanto se encuentra más oculto, hay que saber dónde buscar, y no todos sabrán apreciarlo.
Ciudad de pasado y presente
Aunque de construcción relativamente reciente, debido a que fue brutalmente devastada durante la Segunda Guerra Mundial y que en las décadas de los 50 y 60 se inició una remodelación urbana para rehabilitar sus espacios, Berlín es una ciudad que rebosa historia. Dividida tras el fin de la guerra y la caída del fascismo, con la RFA en el sector occidental, enclave en territorio comunista, repartido entre Francia, Reino Unido y Estados Unidos; y con la RDA en el sector oriental, de la cual era capital, la ciudad ha sostenido dicho título en varias ocasiones a lo largo de su convulsa historia. Lo hizo en el Reino de Prusia, en la República de Weimar y en el régimen fascista. Después se convirtió en el centro de la división impuesta por el Telón de Acero durante la Guerra Fría, para convertirse finalmente, en 1990, tras la caída del muro, en la capital de la que es hoy considerada la mayor potencia económica europea.
Su historia se ve reflejada en los monumentos más concurridos, como la Puerta de Brandemburgo, el Reichstag, el Checkpoint Charlie, el museo judío o el monumento a las víctimas del Holocausto. Aun así, Berlín atrae más allá de su pasado, a través de otros espacios y disciplinas, de carácter cultural, social y artístico, que aunque sean también fruto de ese pasado, proyectan la ciudad hacia el futuro, por lo se ha ganado el título de urbe innovadora y transgresora.
Berlín es una ciudad creativa, el arte rebosa en sus calles y en las más de 400 galerías que hay en la ciudad; es alternativa, pues se ha abanderado de la cultura underground; es joven, sus clubes de música electrónica son uno de los atractivos principales; y es moderna, ya que en ella han puesto el foco las cada vez más empresas tecnológicas y start ups que la han elegido para instalar sus sedes. Algunos de sus habitantes afirman por esto, que Berlín está en auge, que está reviviendo, pero otros, en cambio, lamentan que ha perdido su esencia y que ya no es lo que era. Muchos están de acuerdo, sin embargo, en que Berlín tiene personalidad propia, que es una ciudad original, compleja y muy dinámica.
La popularidad de Berlín como ciudad artística y moderna ya surgió tras la Primera Guerra Mundial, cuando la ciudad se convirtió, a consecuencia de la derrota de Alemania en la guerra, en un territorio que funcionaba como laboratorio para todos aquellos bohemios del mundo de las artes dispuestos a experimentar durante los años veinte. Con la irrupción de nuevas corrientes artísticas como el expresionismo o el dadaísmo, o la conocida escuela Bauhaus de fondo, se crearon estudios de cine, teatros y cabarets, que reflejaban una nueva mentalidad, más progresista, y que se expandió sobretodo en torno a la comunidad homosexual.
Sin embargo, el nacimiento de la definitiva escena contracultural berlinesa no surgiría hasta mucho más adelante, después de la Segunda Guerra Mundial, con su punto álgido en los años 70 y 80. La caída del muro y la reunificación de Alemania crearon un contexto de apertura en el que surgió un sentimiento colectivo de liberación, esperanza en el futuro y ganas de avanzar y modernizarse, que desembocó en la eclosión de nuevas expresiones artísticas, entre las cuales destaca la que sin duda define la ciudad, el arte callejero.
La cuna del graffiti
Berlín es como un museo al aire libre. Se la llama La Meca del graffiti, y es que esa técnica es uno de sus mayores símbolos y la relación que tiene con la ciudad es tan íntima que sus habitantes la reclaman como una seña de identidad. Ya sea con grandes murales en fachadas enteras, estarcidos discretos en esquinas, o garabatos en los vagones del metro, se encuentra en todos lados. Algunas obras las firman artistas como Victor Ash, ROA, Blu, JR, Os Gemeos, o el famosísimo Banksy.
El graffiti, técnica surgida en el Nueva York de los años 70, tomó fuerza en Berlín tras la caída del muro. Primero lo hizo en barrios como el Friedrichstain, en el sector este, donde quedaron muchos edificios vacíos, la mayoría fábricas o grandes bloques de viviendas obreras que serían tomados por jóvenes, muchos de ellos punks y okupas, precursores del movimiento contracultural, y que los convertirían en sus propias fábricas de arte. Más adelante, sin embargo, se extendería por el resto de la ciudad, donde cualquier pared serviría como lienzo en blanco.
La East Side Gallery es el corazón del arte callejero en Berlín. Los pocos restos que quedan del muro, en el mismo Friedrichstain, justo a orillas del río Spree, reúnen en 1300 metros obras de más de 200 artistas que quisieron dejar su huella como acto de celebración tras la apertura de la ciudad. En 2009, veinte años después de su caída, fue renovada, pues se encontraba en muy mal estado, pero a día de hoy se pueden ver algunos de los graffitis más emblemáticos, como el famoso beso entre Honecker y Breznev, obra de Dmitri Vrubel; los enormes rostros coloridos de Thierry Noir; el coche comunista por excelencia, el Trabant atravesando la pared, de Birgit Kinder; o la triste imagen, por su actualidad, de miles de individuos amontonados en el mar, presionados por muros a cada lado, que contrasta con un graffiti ya actual que se encuentra justo en frente, al otro lado del río, de ‘’Refugees welcome’’.
Aunque el graffiti es ilegal en Alemania, tras varios intentos frustrados de borrarlos por parte de las autoridades, que se vieron impedidas por las reivindicaciones de los vecinos, su persecución es más bien laxa. Además, actualmente muchas de las obras, especialmente las de gran tamaño, son comisionadas, y es que su presencia se ha consolidado como uno de los mayores reclamos de la ciudad, y no solo en términos turísticos, también inmobiliarios. El conocido artista italiano Blu hizo cubrir de negro una de sus obras más emblemáticas en 2015 para evitar que fuera usada como valor añadido por una constructora que estaba edificando un bloque de apartamentos en frente.
El histórico Friedrichshain es uno de los que alberga más obras, pero también hay muchas en el Kreuzberg o en el centro, en el Mitte.Algunas de las primeras obras que se crearon aún resisten, pero otras desaparecen tal y como aparecen, en cuestión de días. Esto es, en cierto modo, la gracia de Berlín, sus calles son cambiantes, nunca iguales.
Acechada por la gentrificación
Berlín nunca ha ejercido el tradicional papel de fortaleza económica que se asocia a las ciudades capitales, y tampoco lo hace ahora, aun y el liderazgo económico alemán. De hecho un estudio realizado en 2016 por el Instituto de Economía Alemana de Colonia revelaba que el país sería más rico sin la capital, porque Berlín cuesta más de lo que produce.
Sin esta condición probablemente Berlín no hubiera desarrollado su dimensión alternativa, pero la ciudad, acostumbrada a lo largo de la historia a vaivenes económicos, a bancarrotas y a una falta de recursos constante, parece estar reactivándose. Dada la afirmación, sin embargo, cabría preguntarse de qué forma lo hace. La gentrificación es uno de los efectos evidentes de ello, con todo lo malo que conlleva.
Como en comparación con otras ciudades alemanas, aún puede considerarse una ciudad barata, Berlín representa para las empresas una buena oportunidad de negocio. Se calcula la llegada de unos 40.000 nuevos residentes cada año a la ciudad, pero según datos del FMI, Alemania es el cuarto país de Europa donde el precio de la vivienda se dispara más rápido en relación con el salario de sus ciudadanos, una situación que se ve agravada por la creciente moda de los pisos turísticos.
El resultado de esto es que los vecinos de rentas más bajas de la zona céntrica pero también de cada vez más distritos, como el Neukölln o el Pankow, sean progresivamente expulsados de sus casas que son, en muchas de la ocasiones, donde llevan toda la vida viviendo.
Desde el ayuntamiento se han tomado medidas al respeto, pero la población afectada las considera insuficientes, y lamenta como la ciudad está sucumbiendo a la especulación inmobiliaria acorde con las políticas liberales emprendidas en la última década y en cuya cabecera se encuentra precisamente Alemania.
Puede que Berlín esté creciendo económicamente, pero con esta afirmación choca la imagen, veces sorprendente, de la gran cantidad de vagabundos que dormitan en sus calles frías o estaciones de metro, demostración de que la brecha social sigue abriéndose. En este panorama, sin embargo, hay pequeños brotes resistentes a este modus operandi de crecimiento de ciudades enmarcados en un sistema de capitalismo devastador que perjudica cada vez más a sus habitantes, y desde estos, proponen otra forma de hacer las cosas.
Ciudad reivindicativa
De carácter históricamente subversivo, Berlín ha sido a lo largo de su historia núcleo de varios movimientos sociales y protestas, inscritas en los movimientos del antifascismo, que ahora parece volver a recuperar su necesidad después que el partido de ultraderecha Alternativa por Alemania (AfD) entrase como tercera fuerza en el Parlamento el pasado setiembre, y del anticapitalismo, que se traducen en un rechazo a la excesiva comercialización de los barrios y a la especulación urbanística, y en una apuesta clara por el pequeño comercio, la autogestión de espacios y el ecologismo.
Los centros comunitarios son la iniciativa más extendida reflejo de esta visión. Se trata de espacios de carácter cultural o social surgidos a partir del movimiento okupa, que ya en los 80 contaría con 160 casas ocupadas, pero que se acabaría consolidando tras la caída del muro, cuando unos 20.000 edificios quedaron vacíos.
La ocupación de los espacios desembocó en aquellos primeros años en acciones violentas, con disturbios y enfrentamientos con la policía habituales, pero acabó por alcanzar un nivel de estabilización gracias al cual algunos de ellos aún siguen en pie. Hoy se les sigue llamando okupados, pero todos tienen algún tipo de contrato de alquiler con el propietario, con al que se ha llegado a un acuerdo, una práctica que se conoce como instadbesetzen.
La Haus Schwarzenberg, en pleno Mitte, situada en los patios industriales de Scheunenviertel, por la que se entra por una pequeña puerta que apenas es visible, es uno de ellos. El espacio, que fue ocupado en los 90 y comprado por el Ayuntamiento en 2004, el cual lo registró como monumento histórico para protegerlo de cualquier interés comercial, alberga un patio interior repleto de graffitis, un oscuro pero acogedora cafetería, una librería y una galería de arte. Además, allí mismo, en el edificio original, se encuentra también el museo de Otto Weidt, el dueño del taller de pinceles y escobas que empleaba a trabajadores ciegos y sordos y que salvó a muchos de ellos de origen judío escondiéndolos en su taller
Está también el Bethanienhaus, un centro cultural construido en un antiguo hospital donde se hacen múltiples exposiciones, talleres, actuaciones musicales y audiovisuales; el Raw Temple, una galería de arte situada en las antiguas cocheras pegadas a la vía ferroviaria de Berlín, y el Holzmarket 25, un terreno de 12.000m2 que funciona como un pequeño pueblo autogestionado, todo construido a base de materiales reciclados. Allí se encuentra un cine, una sala de conciertos, bares, y hasta una enfermería, una peluquería y una guardería.
Otros, sin embargo, han desaparecido. Es el caso del reconocido Tacheles, que se encontraba en un centro comercial que fue utilizado como sede de la SS durante el nazismo y como almacén en la RDA, que acabó cerrando en 2011 tras una oferta millonaria del propietario para marcharse que fue aceptada por la mayoría de los artistas.
Con el cierre de algunos de estos centros, algunos admiten, con cierta tristeza, que la ciudad pierde parte de su autenticidad y fuerza social, pero hay algunos pros en la comercialización y la apertura de ciertas zonas de naturaleza históricamente subversiva, y es que se crea una especie de equilibrio que permite que barrios como el Kreuzberg, considerado hace 15 años marginal y peligroso, debido a las múltiples revueltas okupas y estudiantiles y tensiones raciales que había, renazca hoy de sus cenizas y se haya consolidado como el corazón cultural de la ciudad.
El Kreuzberg se hace llamar barrio turco o pequeño Estambul por la gran cantidad de habitantes de origen turco que habitan en él, y de hecho se dice que allí fue donde se inventó el kebab. La comunidad turca es la predominante en los emigrantes que llegan a Alemania y existe en el barrio ya una tercera generación de alemanes turcos.
Caminar por sus calles supone adentrarse en una atmosfera de explosiva interculturalidad. El Kreuzberg está repleto de restaurantes, ya sean árabes, vietnamitas o tailandeses; de pubs, bares donde fumar shisha, quioscos con prensa turca, los conocidos spätis, que son pequeñas tiendas donde venden de todo y que están abiertas hasta altas horas de la noche; mercadillos y parques y, evidentemente, graffitis por todas partes.
Aunque el barrio conformaba la zona de Berlín dominada por Estados Unidos, ya desde entonces tiene una potente voz reivindicativa y las protestas y manifestaciones son ahí habituales. Algunas de ellas han llegado a conseguir, por ejemplo, que se abrieran establecimientos de cadenas multinacionales como Subway.
Otras, en cambio, no han sido tan efectivas. Las protestas no consiguieron evitar que la conocida ‘’tienda de la esquina para necesidades revolucionarias’’, la M99, un pequeño local en el que se vendían todo tipo de artilugios, ropa o libros, muchos de índole anarquista, entre los que se encontraba una variedad de 40 variedades de espray de pimienta bautizado como ‘’desodorante antifascista’’, cerrase en 2016.
Hans-Georg Lindenau, el propietario de la tienda durante más de 30 años, y que se describía a sí mismo como el enemigo público número 1 de Berlín, pues su tienda fue asaltada más de 50 veces por la policía, sospechosa de encontrar ahí objetos ilegales, vio cómo se cerraba su negocio después que un nuevo inversor adquiriera el edificio y lo acusara de incumplir las condiciones de su contrato. Su respuesta entonces fue tajante, ‘’siempre he sido ilegal, son solo las definiciones de ilegalidad las que van cambiando’’, declaró.
De la misma época existe la iniciativa de otro hombre, Osman Kalin, que se apoderó en 1982 de una parcela situada en la calle Bethaniendamm, que quedó abandonada en el sector oeste aunque formara parte del este, y que se había convertido en un vertedero en el que vecinos de ambos bandos tiraban sus desechos. El hombre lo limpió por completo y construyó ahí lo que se conoce como la Casa del Árbol, además habilitar un jardín con un huerto que él mismo cultivaba.
Tres décadas después el espacio aún sigue en pie, y aunque se encuentre ya en decadencia, se ha convertido en una concurrida destinación turística por ser considerada una pequeña muestra de rebeldía contra el poder por cuenta de un solo hombre. Un vecino de la zona explicó que en una ocasión unos guardias fronterizos del sector este fueron a afrontar a Kalin, pensando que podía ser un espía que estaba construyendo un túnel, y el hombre lo negó tranquilamente dándoles algunas de sus verduras.
Noches frenéticas
Llega la noche pero Berlín no duerme, hace décadas que la ciudad no descansa y ello se debe a su activa escena musical, que estalló con el movimiento punk y que es dominada ahora por la música techno, motivo por el cual muchos jóvenes acuden a la ciudad, donde se pierden en una amplia oferta de clubes, todos ellos tan exclusivamente berlineses, y algunos tan estrambóticos.
Primero fue el punk, género surgido en los 70 de la mano de bandas como los Sex Pistols o The Clash y que se definió en Berlín como Neue Deutsche Welle (NDW, la nueva ola alemana). Su mayor esplendor fue de mediados de los 70 a mediados de los 80, y tuvo como centro de acogida el mismo Kreuzberg, donde abriría el mítico SO36, hoy aun en activo, que recibía los mejores grupos y era frecuentado por artistas de la talla de Iggy Pop o David Bowie, quienes, por cierto, vivieron en la ciudad.
El Deutschpunk se caracterizaba por sus letras escritas en alemán, algo poco común para la música de la época, y de marcado posicionamiento político, ya que se inscribían claramente en la izquierda, y mostraban su inconformismo a la vez que eran un reflejo de la atmosfera del momento con el Talón de Acero de fondo. Aunque la etapa punk fue breve, su legado fue intenso. El género se vería cristalizado con festival Geniale Dilletanten, que tuvo lugar en 1981 y que se convertiría en su mayor símbolo.
Después del punk llegaría el techno, que sigue siendo hoy la banda sonora de la ciudad. Si los espacios abandonados tras la caída del muro desembocaron en la creación de centros sociales y la emergencia de nuevas disciplinas artísticas, impulsadas por jóvenes sedientos de crear con su recién estrenada sensación de libertad, también se exprimió la música, y fueron en esas fábricas donde se celebraron las primeras raves, inicialmente fiestas clandestinas que se extendían durante días, a ritmos electrónicos.
A partir de ahí se consolidó el género musical más futurista, abriéndose camino hacia a la vez que lo hacía la ciudad. De la búsqueda de espacios vacíos entre los escombros por parte de esos jóvenes empezaron a crearse clubes como el Ufo, considerado el primero embrión del movimiento, creado por los DJs Westbam y Dr. Motte, o también los míticos Planet o el Tresor, aun en activo. Algunos de ellos crearon sus propias discográficas, y nacieron también festivales como el Love Parade, en 1989.
Muchos de los precursores del techno venían del punk, el género oficial del rechazo, pero vieron en el techno una continuación de ese espíritu adecuándose a las particularidades de los tiempos, a través de dispositivos electrónicos, y transformando este rechazo en una mirada más optimista ante las perspectivas de futuro venideras, que era mucho más extendida por los vecinos de cualquier barrio y que se adhirieron rápidamente al movimiento.
El género nacido en Detroit encontraría en Berlín una segunda madre, y las dos ciudades, que compartían similitudes claras, como sus escasos recursos y una mayoritaria población obrera, acabarían, de hecho, creando una alianza, cuando en 1993 el sello de Tresor publicó un álbum recopilatorio, el Tresor II: Berlín & Detroit – A Techno Alliance.
Hoy son muchos los jóvenes que se bifurcan en la noche berlinesa hacia alguno de sus clubes, que cada vez están más masificados. Para ello des del Ayuntamiento se están promoviendo cada vez más medidas para proteger los locales. Se ha anunciado que próximamente van a invertir un millón de euros para insonorizarlos, de modo que puedan seguir en activo, coexistiendo con la necesidad de silencio de los vecinos.
Algunos de los clubes actualmente más reconocidos de Berlín son, además del Tresor, el Berghain o el Watergate. Paralelamente a su música, sin embargo, algunos locales han dado un paso más allá a la hora de definir su distintivo, dejando atrás la música por decantarse por la creación de eventos, muchos de ellos de carácter erótico. Y estos, se han ido consolidando en los últimos años como peculiaridades exclusivas de los clubes de Berlín, excusas por las cuales se tiene que ir.
Detrás del cartel de ‘’Berlín no es Alemania’’ del hostal juvenil del Kreuzberg se encuentra otro que declara ‘’Sobreviví el KitKat Club’’, y es que esta discoteca, creada por los directores de cine porno Simon Thaur y Kirsten Krügeren en 1994 y distinguida por sus fiestas de carácter sexual, ha tenido que cambiar de local varias veces, después de polémicas y acusaciones de perversión pública.
Los eventos del KitKat estipulan un código de vestimenta cambiante dependiendo del día de la semana pero que apuesta siempre por la mínima ropa, el club se de no permitir la entrada de teléfonos móviles para que nadie pueda capturar lo qué pasa en su interior, y es la apropiación definitiva de la idea del amor libre en la ciudad. Ahí no es de extrañar que sus visitantes bailen desnudos en la pista, o que algunos practiquen sexo allí mismo.
Algunos turistas acuden al local por simple curiosidad, y aunque las opiniones al respeto puedan ser diversas, compartida es la idea de que allí se respira un respeto y una tolerancia difícil de encontrar en otros sitios. Cualquier usuario que se comporte de forma violenta, machista o racista es inmediatamente expulsado, pero pocas veces ocurre, pues solo las mentes abiertas y tolerantes entenderán la filosofía del lugar y acudirán a él.
La noche revela buena parte de la personalidad de Berlín, ciudad que en algunos aspectos se encuentra a un paso adelante, pero esta raramente presume de ello o lo grita bien alto. Solo hay que fijarse, pasada la media noche, en los numerosos grupos de jóvenes que andan por sus calles, probablemente dirigiéndose a algún club o algún bar. No está permitido beber en sitios públicos, pero la mayoría de ellos irán cerveza en mano, y la disfrutaran, probablemente, con una calma muy cliché, sin causar estruendo. Quizá en eso Berlín sí que sea un poco Alemania.
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(Sabadell, 1995). Estudió Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona y escribe sobre cultura, género y política. Actualmente, trabaja como escritora, traductora y Community Manager "freelance".